59

Santamaría estaba recostado en la butaca de su pequeño despacho, dándole vueltas a si debía o no informar de la llamada de Puigcorbé. Por otro lado, el desayuno consistente y regado con sus habituales bebidas isotónicas, cerveza y una copa de coñac para reposar su ágape, estaban haciendo su efecto y comenzaba sentir un fuerte calor en las mejillas. A grandes trazos, así era el rechoncho agente de la ley. La orden de no beber alcohol en horas de trabajo era otra de las normas que ignoraba.

Durante la mañana había entablado varias pesquisas para conocer un poco más a fondo el caso de la muerte de J. J. Velasco. No había tenido demasiada suerte, dato que tampoco le alarmaba. Extrañamente, el asunto estaba envuelto en un raro hermetismo que no lograba comprender. Nadie del departamento sabía a ciencia cierta las pruebas que existían para acusar a su superior, ni las supuestas huellas que incriminaban a Puigcorbé, ni dónde estaba el casquillo de bala que acabó con la vida del comisario y que pertenecía al arma reglamentaria de Puigcorbé.

Tras hablar con el subcomisario y escuchar de boca de éste su testimonio de inocencia, decidió preguntar al único que le podía aclarar algo de un asunto que comenzaba a notar muy sospechoso.

La conversación con el forense fue para enmarcarla en su tablero de misterios del departamento.

—Santamaría, qué grata sorpresa. Comenzaba a pensar que desconocías esta parte del departamento —dijo el forense al tiempo que se deshacía de los guantes de látex, rompiendo el silencio de la habitación con un chasquido.

—No me van las catacumbas. Además, tengo un estómago algo sensible a la carroña, aunque advierto que tú te mueves entre ella como un puto buitre.

—Quién lo diría viendo tu apariencia, detective —replicó el forense. Pasados unos segundos, le dedicó una sonrisa mordaz. Santamaría pensó en devolvérsela, pero lo dejó estar. Necesitaba información.

El forense, un tipo de mediana estatura, con la cabeza rapada al cero y delgado, sacó un cigarro de su cajetilla y se lo llevó a los labios.

—¿Te apetece?

—¿Te dejan fumar aquí?

El tipo, enfundado en una bata blanca que le quedaba muy holgada, encendió el pitillo. Tras darle una calada, sonrió.

—A éste no le importa que fume —dijo señalando a un cadáver. Volvió a sonreír y empujó la camilla, deslizándola a través de la habitación aséptica, hasta introducirla en una cámara frigorífica. C erró la puerta y se giró hacia Santamaría. Aspiró otra calada a su cigarrillo para, instantes después, exhalar el humo por la boca—. A los demás, bueno, no les he preguntado, pero tampoco se quejan.

—Vale. ¿Qué has averiguado sobre el asunto de Velasco?

El forense se inclinó hacia delante apoyando las manos sobre la fría mesa de acero. Lo miró con curiosidad.

—¿Quieres información? Bien, te la daré. Velasco está muerto.

Santamaría torció el gesto y reprimió hacer la más mínima mueca de malestar al percibir la sonrisa sarcástica del forense que no le quitaba ojo.

—Que te jodan —le recriminó con aire ausente—. Hablo en serio.

—Supongo. Pero debo confesarte que hay algo que me escama en tu pregunta —admitió con un tono más formal. Dio otra calada al cigarrillo, manteniéndolo en una posición que Santamaría opinó un tanto afeminada, sosteniéndolo con dos dedos y apoyando el codo derecho en la mano izquierda—. ¿Insinúas que te han asignado el caso? He de admitir que me asombra. Desde luego, el personal odiaba más de lo que imaginaba a nuestro queridísimo comisario.

—Escúchame, Ramón —dijo alzando la voz. Se detuvo. Había pensado un elocuente pareado con el nombre a consecuencia de las conocidas inclinaciones sexuales del forense. Se contuvo y se lo guardó para el final de la conversación—. Que te folien, gilipollas.

El forense soltó una carcajada y le dio otra calada al pitillo, sin perder de vista en ningún momento la expresión enojada del policía.

—Venga, Santamaría. Me has hecho pasar un buen rato. Te explicaré lo que sé, aunque el cadáver de nuestro amado comisario sólo ha estado aquí media hora.

—¿Y qué coño ha pasado con el cuerpo? No lo habrás escondido para comerte su hígado, ¿verdad, doctor Lecter?

El forense negó con la cabeza mientras sonreía ante la ocurrencia del policía al compararle con la célebre creación de Thomas Harris.

—Se lo han llevado. La familia, dijeron.

—¿Te dio tiempo al menos a echarle un vistazo?

—Desde luego, agente. Por nada del mundo iba a perderme la posibilidad de ver la cara destrozada de ese cabrón.

—Te caía bien, ¿eh?

—Supongo que no más que a ti.

—Según tu experta opinión, ¿fue un asesinato? ¿Crees que lo hizo Puigcorbé?

El forense apuró el cigarrillo y depositó la colilla en un cenicero de cerámica. Santamaría aprovechó la ocasión para sacar su cajetilla de tabaco negro y se la ofreció con la abertura entreabierta. Éste rehusó con un delicado ademán de la mano.

—Paso, prefiero seguir con mi rubio. Bueno, te responderé a tu primera pregunta, porque para la segunda mi especialidad no ha progresado todavía lo suficiente. Sin embargo, como opinión personal y sin mezclar la profesión, creo que el subcomisario nunca haría algo así. Aunque Velasco lo puteara durante años, y pese a su carácter conflictivo y violento, es un gran policía, uno de los mejores que he conocido en su campo.

—Lo capto, doctor. Tu devoción por Puigcorbé me conmueve. Ahora, si no te molesta, me puedes explicar qué cojones has visto en el cadáver del bueno de Velasco.

—Bueno, mi examen indica que ha sido un suicidio en toda regla. —Ramón le dio una calada al cigarrillo y se dejó caer sobre una silla—. No existían signos de violencia y el disparo se efectuó desde la parte inferior de la barbilla. La bala le perforó la boca, y a continuación, los sesos. Tendrías que haber visto su cara. Le comenté que todavía no tenía los informes que me había solicitado, pero el mamón maleducado no me respondió y se quedó quieto, tumbado sobre la cama —comentó entre risas.

—Estás enfermo.

—Imagino que tienes razón. Paso mucho tiempo a solas y con muertos. Me dicen cosas.

—Vale, doctor Frankenstein. Me largo.

Santamaría apagó la colilla en el cenicero y se dio media vuelta para marcharse. De pronto, escuchó cómo el forense chasqueaba la lengua en un par de ocasiones.

—Agente...

Santamaría se volvió. Le interrogó con la mirada, pensando qué se había olvidado explicarle.

—Tú eres una calamidad como policía, los dos lo sabemos. No te involucres en esto. Hazme caso.

El orondo detective se contuvo para no decirle las cuatro verdades que opinaba sobre él.

—¿A qué te refieres, Mengele?

El forense sonrió, pero su sonrisa se ahogó en una expresión grave.

—Me han aconsejado que no hable de esto con nadie. No me han permitido estudiar el cuerpo en profundidad. Y, curiosamente, le han encasquetado el muerto a Puigcorbé sin apenas pruebas. ¿Pillas adonde quiero ir a parar? Aquí algo huele a podrido.

—¿Quién te aconsejó cerrar el pico?

El forense se limitó a alzar el brazo y señalar el techo con el dedo índice. Santamaría siguió el gesto con la vista.

—¿Los de arriba? ¿Asuntos Internos?

—Bravo agente, no eres tan pésimo como yo suponía.

—Vale. Gracias, Ramón.

—Ha sido un placer, Su Ilustrísima. De todos modos, piensa en lo que te he dicho. No te inmiscuyas en este asunto. A Puigcorbé lo van a joder vivo y lo acusarán hasta del asesinato de Kennedy.

Santamaría ya se había dado la vuelta y tenía asido el pomo de la puerta. El forense no logró percatarse, pero los labios del policía esbozaron una sonrisa que rezumaba venganza.

—Que te follen.

¿Qué estaba pasando allí? ¿Quién era el inepto que había montado un dispositivo para dar caza y captura a uno de los mejores policías que había pisado el departamento con apenas pruebas? Santamaría no era Hércules Poirot, ni se acercaba por asomo al célebre Sherlock Holmes. Pese a eso, su intelecto le alcanzó para distinguir que en todo aquel turbio asunto había piezas que no encajaban.

Santamaría necesitaba airearse, necesitaba cafeína, necesitaba nicotina. Un café solo y un cigarro en la sala de ocio del departamento, le irían de perlas para verlo todo más claro.

Al entrar en la habitación, se topó con dos hombres hablando frente a la máquina de café. A unos metros de ellos, un joven policía tomaba una bebida mientras hojeaba unos papeles. Santamaría resopló resignado, al reconocer a dos tíos que no eran de su agrado. Asuntos Internos..., la policía de la propia policía, unos trajeados engreídos. Cuando los agentes repararon en su presencia se notó que el «cariño» era recíproco. Unas sonrisillas sarcásticas se dibujaron en el rostro de los hombres al ver «al desastre» del departamento. Santamaría no se amedrentó y caminó con firmeza hasta la máquina. Tras un saludo breve con la cabeza, introdujo unas monedas y tecleó el código de su café, solo y largo.

Los dos agentes siguieron charlando. Sólo interrumpían su conversación para soltar frecuentes carcajadas. Santamaría dio un sorbo y decidió inmiscuirse en la conversación; quizá podría sacar alguna nueva información sobre el caso Puigcorbé. Sabía que Asuntos Internos llevaba la investigación y que, de momento, más que una investigación seria daba la impresión de ser una cacería.

—¿Qué se sabe de Puigcorbé? ¿Ya lo habéis cogido? —les preguntó con aire desenfadado y exhibiendo todo su encanto de verdadero inepto.

Los hombres se volvieron y lo estudiaron en silencio.

—¿Tan interesado estás en que trinquemos a tu superior? ¿Tan mal te trataba? —le preguntó uno de ellos a lo que su compañero asistió soltando una sonora carcajada. Santamaría sonrió irónicamente.

«Que te folien, gilipollas», se dijo para sí mismo.

—Digamos que estoy interesado.

Los dos hombres le lanzaron una mirada inquisidora.

—Es cuestión de tiempo. Puigcorbé la ha cagado de lleno y lo leñemos cogido por los huevos. Tarde o temprano caerá —respondió el otro en un tono más serio.

—Eso quiere decir que existen pruebas que lo incriminan, ¿verdad?

—Por supuesto, joder. Deberías saber que no se abre una investigación sin ellas.

—¿Qué pruebas? —preguntó sin demasiado interés. Santamaría estaba tensando la cuerda, pero el departamento entero estaba al tanto que ellos dos no eran uña y carne, y que, a pesar del respeto, no eran amigos del alma.

Los agentes guardaron silencio, recelosos, estudiándolo con aire suspicaz.

—El casquillo de bala que se encontró en el vehículo de Velasco corresponde al revólver reglamentario de Puigcorbé. Además, se han encontrado huellas suyas en el coche y signos de violencia en el cuerpo del comisario que muestran que hubo alguna clase de forcejeo.

Santamaría arrugó la frente, recordando las palabras del forense, y cotejándolas con la versión de los dos policías. Le estaban contando otra muy distinta. A pesar de la sorpresa y de no fiarse de aquellos dos tipos engreídos, hizo una rápida inclinación de cabeza, dándole un sorbo al café y guardó silencio. Tampoco era cuestión de levantar sospechas y someter a los dos esbirros del sistema a un interrogatorio en toda regla.

Los dos tipos se marcharon, prosiguiendo con su conversación. Santamaría apuró su café y lanzó el vaso de plástico a la papelera, perdido en especulaciones y exponiendo a un duro trabajo a sus holgazanas células grises. Encendió un pitillo y levantó la vista, topándose de bruces con el joven policía. Éste lo miraba con el rostro circunspecto y el cuerpo tenso.

—¿Pasa algo, novato? —le preguntó.

Albert miró la puerta con recelo e inspeccionó, después, la habitación.

—Me gustaría que viera este informe, señor.

Santamaría le lanzó una mirada incrédula y observó la carpeta que le ofrecía el joven. «¿Qué informe?». Nunca habían trabajado juntos. Albert asintió con la cabeza, aguantándole la mirada. Santamaría le arrebató la carpeta de un zarpazo y la abrió. En la primera página había un mensaje escrito con bolígrafo:

«Necesito hablarle de Roberto Puigcorbé, él no mató al comisario. En diez minutos. En el aparcamiento».

Santamaría estrechó los ojos y soltó el humo del tabaco de forma brusca. El no estaba hecho de la pasta necesaria para la improvisación o el disimulo. No obstante, recordó que posiblemente en la habitación había cámaras de seguridad o incluso micros, de ahí la extraña conducta del novato.

—Está bien, chico. Le echaré un vistazo cuando pueda.

Diez minutos más tarde, Santamaría se personó en el aparcamiento de la comisaría. El parking se encontraba en la parte superior del edificio y se trataba de una superficie sin paredes y con columnas repartidas por todo el perímetro que soportaban el peso del techo de hormigón. En los laterales, las barandillas de seguridad separaban el suelo firme del vacío, bastantes metros de vuelo libre hasta el suelo.

Inspeccionó la planta y vislumbró al joven sentado sobre el capó de un coche, observando el paisaje de la ciudad de Barcelona. Aquélla podía ser una mala idea, no sabía nada del joven y si de algo se había caracterizado en sus años de profesión era de no asumir ninguna clase de riesgos innecesarios. No obstante, se acercó hacia el muchacho con paso firme. Éste se giró nervioso al escuchar las pisadas del detective resonar con fuerza sobre la superficie de cemento. Tampoco él sabía demasiado de aquel hombre obeso y de horrenda estampa, pero minutos antes había aguzado el oído, percatándose de que no le convencía la versión oficial del departamento sobre la muerte del comisario.

—Vale, ya estoy aquí. ¿Qué querías contarme?

—¿Puedo confiar en usted? —preguntó con recelo.

—Sí..., claro. Somos policías. Debería ser suficiente.

—¿Cree toda esa mierda sobre Puigcorbé?

—¿Tú no?

—No.

—Entiendo. Crees que es una conspiración a escala mundial, ¿no?

—Como usted, señor. Los dos pensamos igual.

—¿Yo? —Santamaría dudó. ¿Tanto se le notaba? ¿Acaso resultaba que justo él se iba a convertir en el salvador de un tipo que lo había ridiculizado durante años?

—He escuchado la conversación que ha mantenido con los de Asuntos Internos.

—Eso no prueba nada. Me picaba la curiosidad.

—No me lo trago, señor. Usted mismo podía obtener la información en el archivo de datos del departamento. No era su intención ahorrarse la molestia de consultarlos. Quería ver la reacción de esos agentes con sus propios ojos.

Santamaría carraspeó; el novato lo había calado de inmediato. Se preguntaba si aquellos dos engreídos habían sido tan listos como el muchacho. Posiblemente no, sabía que a menudo el ego vuelve estúpidos a los hombres.

—¿Por qué piensas que es inocente? —cambió de conversación.

—Por varias razones, señor. Tengo la certeza de que Puigcorbé está metido en algo gordo. No sé exactamente el qué, pero sospecho que nuestra comisaría no está limpia.

Santamaría apuró el cigarro y se desplomó sobre el capó de un coche, en frente del muchacho. Guardó silencio por unos segundos y encendió otro cigarrillo. Tras una calada, miró el horizonte. La línea del mar Mediterráneo se fundía con el cielo azul por encima de los edificios de la Ciudad Condal.

—Lo que afirmas es muy serio, chico... ¿Tendrás pruebas?

—Circunstanciales, aunque reveladoras.

—Está bien, digamos que acepto que hay cosas que no me encajan. Explícame tus pruebas circunstanciales.

—Hace unos días el subcomisario me solicitó información sobre la muerte de un matrimonio.

—¿Por qué no lo investigó él en persona?

—No lo sé. Supongo que porque Velasco lo mandó de vacaciones.

—Eso no prueba nada. Su compañero y amigo había muerto. Es comprensible que el comisario le diera algunos días libres para encajar el golpe.

—Es el mejor agente, señor. ¿Por qué prescindir de sus servicios!

Santamaría sintió las palabras como la garra afilada de algún felino arrancándole las tripas. No había nada que hacer, Puigcorbé era una especie de dios con revólver, placa y malas pulgas hacia sus compañeros.

—Estaba muy implicado emocionalmente. Velasco obró bien —reiteró.

—¿Bien? —le increpó Albert, airado—. ¿Y quién lleva el caso en estos momentos?

Santamaría se encogió de hombros.

—Yo se lo diré, señor. Nadie, nadie en el maldito departamento está investigando la muerte de Guzmán. ¿No le parece extraño? ¿Asesinan a un agente de Homicidios y nadie del departamento investiga para atrapar al responsable?

Santamaría tiró la colilla al suelo y la apagó con la suela del zapato. Asintió levemente al percatarse de otro hecho extraño. La muerte de un policía que no se investigaba, en la que además estaba involucrado Roberto. Comenzó a entrever lo que el muchacho quería hacerle comprender.

—Días después, muere un matrimonio. Asesinato. Les dispararon e incendiaron la casa donde estaban. Puigcorbé llegó, pese a estar de vacaciones, a la escena del crimen acompañado de un hombre.

—¿Sabes quién era?

—Sí. Por lo que he podido averiguar, es el cuñado de la triste pareja.

—De acuerdo, continúa.

—El subcomisario me rogó que le consiguiera la información de las causas de la muerte de las dos personas. Hice lo que me pidió y le llevé el informe al cementerio, en el funeral del matrimonio. Me quedé vigilando a cierta distancia sin que Puigcorbé se percatara. Tras unos minutos, apareció alguien.

—¿Quién?

—Velasco. Entablaron una conversación que, por lo que logré ver, no fue muy amistosa. Parecían discutir.

—Y el tipo que lo acompañaba, el cuñado del matrimonio, ¿sabes su nombre?

—Beltrán, Marc Beltrán. Su esposa, una periodista, falleció en un accidente de circulación hace un año.

—Ya veo. Pero ¿qué tiene que ver esa mujer en todo esto?

—Un día antes de la muerte del matrimonio, Puigcorbé acompañó a ese hombre, al tal Marc Beltrán, al periódico donde trabajaba esa mujer.

—El periódico... ¿el del incendio?

—No se trató de ningún incendio, señor. Aunque eso quisieron hacer parecer. Puigcorbé me pidió que investigara. Para mi sorpresa, me topé con un viejo que me aseguró que allí hubo un tiroteo entre unos cuantos hombres vestidos de negro y un tipo. Según la descripción que me ofreció el anciano, el hombre que se enfrentó a esos matones era Puigcorbé.

Santamaría se pasó las manos por la cara.

—¿Todo eso es cierto? ¿Puedes apoyarlo con pruebas?

—Si quiere, podemos ir juntos al subterráneo, y usted mismo podrá ver algunos de los impactos de las balas —le respondió Albert—. No obstante, lo más preocupante y lo que nos debería hacer pensar es otra cosa, ¿quién está detrás de todo esto con el suficiente poder para camuflar un tiroteo y una explosión de un coche con un simple incendio?

—¿Dónde tienes el coche? —preguntó Santamaría sin dar su opinión a la última observación del novato. Éste señaló el fondo del parking—. Bien, quiero ver eso con mis propios ojos.

—¿Entonces...?

—Entonces... nada, chaval. Si lo que dices es cierto, la vida de Puigcorbé corre un serio peligro.

El legado de Osiris
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