19
Marc Beltrán llegó puntual al restaurante, un local de exquisita cocina situado en el puerto de Barcelona. Un escueto «cambio de planes», por parte de su cuñado a través del teléfono, le había dado a entender que la velada no iba a ser familiar, sino una inesperada cena en un elegante restaurante. En cierta manera, opinaba que sus cuñados también merecían un respiro y, tras contratar a una canguro de confianza, habían decidido disfrutar de una cena sin agobios ni cuidados a la pequeña Lucía.
El matrimonio esperaba en una de las mesas del abarrotado comedor. Luis Méndez realizó un gesto con el brazo y el maître le acompañó amablemente hasta ella. Rosa sonrió con gesto pícaro al ver a su cuñado afeitado y con el pelo recién cortado. Sin duda, ofrecía otra presencia y daba la impresión de que el joven viudo había ocupado gran parte de la tarde en arreglar su desastroso aspecto. Rosa esbozó una sonrisa de satisfacción al reparar en su ropa.
—Hasta te has comprado ropa. Marc... chico, pareces otro... —dijo risueña.
Beltrán meneó la cabeza mientras se pasaba la mano por la parte posterior de ésta. Su indumentaria consistía en unos tejanos, camiseta y una cazadora oscura. Llevaba una muñequera de piel en la muñeca derecha y un reloj de correa gruesa en la izquierda. Una imagen desenfadada que revelaba, pese a pasar de los treinta, un espíritu rebelde y juvenil.
—Me hacía falta... —reconoció avergonzado.
—Parece que la has olido...—añadió su cuñado en un tono enigmático.
Rosa miró a su esposo y dejó escapar una sonrisa cómplice.
Ambos rieron como niños. Beltrán tomó asiento, extrañado. No entendía lo que se traían entre manos.
—¿Esperamos a alguien más? ¿No será otra de vuestras citas a ciegas para buscarme novia? —preguntó suspicaz. Por extraño que pareciera y a pesar de todos los acontecimientos que estaba viviendo, la nueva situación había producido un efecto positivo. No sabía por qué, pero de un plumazo había desaparecido la ansiedad. Pretendía llegar al fondo del asunto de la muerte de Silvia, pero aquella noche no tenía demasiadas urgencias.
Sus cuñados soltaron una carcajada al unísono. Luis hizo un ademán con la mano meneándola de arriba abajo.
—Más o menos... más o menos, por ahí van los tiros.
Beltrán gruñó y se hundió en la silla.
—Joder... qué cruz tengo con vosotros dos —les reprochó esbozando una sonrisa.
Rosa le cogió de la mano y asintió con la cabeza dándole a entender que confiara.
—Bueno, digamos que no se puede decir que sea una cita-cita. Ya la conoces...
El viudo entrecerró los ojos y estudió el semblante de Rosa. Resultaba encantadora, la mujer perfecta para Luis. Por lo visto, el matrimonio parecía disfrutar de un momento de complicidad a su costa. Aceptó el reto y decidió entrar en el juego, dándole la vuelta a la situación.
—¿La conozco? Humm... no sé quién puede ser, últimamente no he conocido a muchas mujeres. Únicamente me deja una alternativa, alguna del pueblo... —Beltrán dibujó una sonrisa maliciosa—. ¿No serán las hermanas Macià? ¿Las recuerdas, Luis? —preguntó con gesto burlón moviendo las manos sobre su pecho.
Luis sonrió y asintió de forma animada recordando los desmedidos atributos femeninos de las dos hermanas. Rosa fulminó con la mirada a su marido al ver su expresión libidinosa. Éste, al notar los ojos de ella clavándose en su fisonomía, adoptó un rostro más serio. Carraspeó.
—Vagamente... —respondió tratando de disimular. Beltrán soltó una sonora carcajada y se recostó sobre la silla más satisfecho.
La puerta de entrada al restaurante se abrió. Rosa giró la cabeza y sonrió al observar cómo una mujer de esbelta figura se dirigía hacia ellos.
—Ya ha llegado.
Beltrán se volvió y miró a una mujer de melena rubia y lisa que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Delgada y elegante, se podía catalogar como una mujer con estilo. Su conjunto negro de chaqueta y pantalón acentuaba su bonita figura. No obstante, al informático no le sonaba de nada y miró al matrimonio con expresión curiosa, opinando que, definitivamente, aquélla era otra de sus encerronas. La joven llegó hasta la altura de la mesa que ocupaban y se quedó de pie con el rostro sonriente. Beltrán la miró extrañado, no podía negar que algo de la chica le era familiar. De pronto, se dio cuenta de lo estúpido que había sido. Claro que la conocía, pero estaba muy cambiada.
—¿Verónica? —preguntó dubitativo.
La joven sonrió y asintió con la cabeza.
—Hola, Marc, cuánto tiempo...
Tras los correspondientes saludos y besos, se sentó al lado de Beltrán.
—Está guapa, ¿eh? —preguntó un indiscreto Luis.
Beltrán tragó saliva. ¿Tanto se notaba la sorpresa en su rostro? Asintió, avergonzado.
—¿Cuándo... cuándo has vuelto? —le preguntó atropelladamente—. Te creía en Nueva York... trabajando en la Gran Manzana.
—Esta mañana. Tan sólo descender del avión llamé a Rosa y me propuso lo de la cena. Y me apunté. ¿Cómo estás? —le preguntó colocando su mano sobre la suya.
Beltrán sintió un escalofrío extraño, pero placentero. Estaba guapísima. Sus ojos verdes brillaban de forma especial, como el mar en verano. Su perfume era embriagador, sensual, y su maquillaje resaltaba ya de por sí sus bonitos rasgos faciales.
—Bien... —respondió, escueto. Por nada del mundo le iba a explicar que se había convertido en una especie de médium al que se le aparecía el espectro de su difunta esposa.
—Me alegro. Tenía muchas ganas de volver a verte —dijo esbozando una tierna sonrisa. Mirándole a los ojos, le apretó la mano con dulzura.
Beltrán sintió una agradable sensación. Su tacto era suave y cálido. Al informático se le agitó el corazón, dato que no acababa de comprender. Dos días atrás había estado como un alma en pena gimiendo por la muerte de su esposa y en cambio ahora estaba a punto de tener una erección.
«Los entresijos del cerebro humano son una incógnita», pensó para sus adentros.
La cena resultó una delicia. La comida, la compañía, la conversación recordando anécdotas del pasado cuando los cuatro pertenecían al grupo de jóvenes de su pueblo natal, se convirtió en un verdadero bálsamo para el atribulado corazón del viudo. Entre risas y comentarios ocurrentes, saborearon cada plato y el tiempo pareció detenerse, dándole consistencia al verdadero significado de la felicidad, pequeños espacios de tiempo de nuestra vida. Cuando tomaban los cafés y los licores, a Rosa Bernât se le ocurrió la brillante idea de sacar en la mesa un tema de conversación escabroso.
—¿Qué te pasó el otro día? Por más que le he insistido, Luis no ha querido decirme nada.
Beltrán, con el rostro serio, miró a su cuñado. Este, con el gesto contrariado por la imprudencia de su esposa, negó con la cabeza disimuladamente para que no echara por tierra la deliciosa velada con aquel asunto. El informático entendió el gesto de su cuñado.
—Nada importante... una tontería.
—¿Qué pasa, Marc? —preguntó Verónica estudiando los ojos del viudo con los suyos y sumándose a la curiosidad de su amiga.
—Anoche estuvo en urgencias —apuntó Rosa. Sin darse cuenta y sin maldad, estaba metiendo el dedo en la herida de su cuñado.
—Creí ver a Silvia... —respondió abatido.
Luis Méndez gruñó. Toda la estrategia para que su amigo olvidara aquel oscuro asunto se había ido al garete por la maldita intromisión de su esposa.
Las dos mujeres se quedaron en silencio, sorprendidas.
—Imagino que fue debido a los nervios y a la tensión del momento —prosiguió, pero definitivamente había ahogado su alegría en las aguas turbias de unos recuerdos tortuosos. Luis lo seguía observando con el rostro afligido, mientras trataba de entender por qué narices su mujer había sacado el dichoso tema—. Hace un par de días fue el aniversario de su muerte.
—Yo soy algo escéptica con esas cosas, pero a veces puede ocurrir o en otras ocasiones podemos llegar a imaginarlo —razonó Verónica mientras acariciaba el cabello de su amigo.
El matrimonio presenció complacido el gesto. Beltrán cabeceó, agradeciendo con la mirada el cariñoso arrumaco.
—Tuvo que ser eso —respondió más impulsado por la razón, tratando de no preocupar a sus amigos, que con el corazón. Presentía que tarde o temprano descubriría el secreto de la muerte de su esposa, pero a pesar de sus intentos de ser lógico y tratar de disimular, su subconsciente le traicionó—. Debí imaginarlo, pero cuando la vi allí, os juro que parecía tan... real.
—¿Dónde fue? —le preguntó su cuñada.
Luis Méndez dio un respingo al escuchar la pregunta. La situación comenzaba a escapársele de las manos.
—En un centro comercial.
Las dos mujeres se lanzaron una mirada de perplejidad. Rosa ladeó la cabeza e interrogó con la mirada a su marido, éste se encogió de hombros. Beltrán no se percató de aquel detalle y prosiguió con su relato.
—La seguí por todo el centro hasta que entró en una tienda de bebés. La dependienta me dijo que no había entrado nadie, entonces fue cuando me desmayé. El doctor que me trató dijo que fue a causa de la tensión.
Rosa Bernât soltó un grito ahogado y comenzó a menear la cabeza de forma nerviosa. Por su parte, Verónica guardó silencio, dedicándose a mirar fijamente al informático. Luis Méndez trató en vano de tranquilizar a su mujer. Rosa le hizo un desaire y se levantó de su asiento. Tras disculparse de sus dos amigos, abandonó la mesa en dirección al baño con el rostro cubierto de lágrimas. Beltrán frunció el ceño, sin comprender la extraña reacción de su cuñada e interrogó a su cuñado con la mirada.
—¿Ocurre algo?
—Nada... nada. —Luis Méndez sacudió la cabeza—. ¿Qué va a ocurrir? Sólo que son temas delicados y a Rosa le afectan estas cosas. Dejemos que se tranquilice. Se le pasará —respondió insistiendo en no buscar el contacto visual con su cuñado. Beltrán arrugó la frente. Mentía. Su cuñado le estaba volviendo a mentir deliberadamente.
De pronto, el móvil de Beltrán comenzó a sonar. Sorprendido, miró la pantalla. Frunció el ceño, extrañado. Se trataba de Rosa. Disimuladamente levantó la vista y miró en la dirección de los aseos, concluyendo que debía de estar llamando desde el servicio de mujeres. Trató de parecer tranquilo, aunque adoptar aquella pose era un tanto difícil. ¿Qué razón había movido a su cuñada para llamarlo en ese momento? Algo estaba claro: Rosa no quería que nadie escuchara lo que debía decirle. Entendiendo la situación, procuró actuar con naturalidad.
—El trabajo... —se disculpó.
Luis lo miró con aire desconfiado.
«¿El trabajo? ¿A estas horas? Si está de baja por depresión», pensó sin acabar de tragarse la coartada de su cuñado.
—Dígame...
—Escúchame, Marc. Tengo algo que contarte sobre Silvia, pero no delante de Luis, no quiere que lo sepas —dijo su cuñada con la voz temblorosa. Beltrán miró con el rabillo del ojo a su cuñado, reparando en cómo éste había entablado una conversación con Verónica y era totalmente ajeno al diálogo que mantenía con Rosa.
Lo estudió con cierto recelo.
«¿Por qué cojones iba a ocultarme Luis algo sobre su hermana?»Rosa prosiguió con la respiración entrecortada.
—Esta noche te llamaré. Procura estar en casa, es importante.
Rosa colgó. Beltrán, aturdido por unos instantes, logró reaccionar con rapidez.
—Está bien. Mañana me pasaré...
Cuando guardó el móvil, los ojos de Luis le interrogaron.
—¿Qué pasa?
—Quieren que revise una avería que no han podido solucionar, un favor especial... bueno, ya sabes, soy imprescindible —se excusó con una media sonrisa tímida.
Luis asintió, pero sus ojos reflejaron que no le había creído ni media palabra.