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Tras guardar la moto en el garaje anexo a la casa, Beltrán abrió la puerta de su domicilio. El coche de Verónica, un Saab descapotable, no estaba. Pronto comprendió el motivo. Caminó hasta la cocina y observó en la nevera una hoja de papel sujeta a un imán. Se aproximó y leyó el mensaje:

Como tardabas, me he ido a visitar el pueblo de Roses. Lucía está conmigo. Comeremos e iremos de tiendas. Quiero regalarte algo. Luego llevaré a la pequeña al faro del Cap de Creus para que lo vea. Te esperamos allí esta tarde. Besos, Verónica.

Posdata: Llámame al móvil cuando puedas. He intentado ponerme en contacto contigo, pero una voz de mujer repetía que tu móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Tengo ganas de verte. Lo de anoche fue increíble.

Beltrán esbozó una sonrisa melancólica tras leer el mensaje de Verónica y comprobó que, efectivamente, su móvil se había quedado sin batería. Sacó de la nevera una cerveza y la abrió. No tenía hambre, pero el susto en la carretera le había dejado la boca seca. Tras darle un largo trago a la botella, sintió cómo volvían a su mente los tortuosos pensamientos del pasado.

Se despojó de la cazadora, lanzándola de mala gana sobre el sofá del salón. Se masajeó las sienes tratando de pensar con más claridad.

La casa disponía de dos plantas. En la inferior estaba el comedor, decorado con pocos muebles pero de exquisito gusto. Le gustaba decorar la casa con toda clase de antigüedades y en cada estante y en cada rincón resaltaban figuras y objetos de épocas lejanas, ofreciendo una mezcla perfecta con el mobiliario moderno. Una televisión de plasma colgaba de la pared, justo delante del espacioso sofá. La pantalla estaba conectada a una pequeña CPU que hacía de sistema multimedia. A través del pequeño barebone, se podía ver la televisión digital por satélite y terrestre, escuchar música e incluso ver cine con tan sólo pulsar algunos botones de su mando a distancia. El centro del entretenimiento de su hogar. Además del salón, la planta contenía una amplia cocina, un aseo y su despacho personal. En la planta superior, tres habitaciones y otro aseo. Las dos terrazas de la casa daban al mar y ofrecían una vista única del Cap de Creus, un promontorio abrupto y rocoso que se alzaba sobre el Mediterráneo. Por su ubicación, parecía que la civilización no había llegado hasta allí, y en cierta forma, era como encontrarse en el fin del mundo. Una sensación que necesitaba.

Beltrán se quedó inmóvil en el centro del salón. No sabía qué hacer, ni qué pensar. La inesperada visión de Silvia sólo podía significar una cosa: su asesino seguía libre. Dio otro trago a la cerveza. A través del cristal de la botella vislumbró un cuadro que colgaba de la pared. Dejó la cerveza sobre un estante y se acercó, dando pasos lentos y vacilantes. Se detuvo, hipnotizado, a un metro del cuadro que su mujer pintó y que él había decidido conservar. El Ojo de Osiris.

Por el espacio de unos segundos, observó el cuadro con la mirada perdida. Sin saber cómo, le vino a la memoria la obra de Dalí. Sin ser un aficionado a la pintura ni al arte en general, se había tomado la molestia de revisar la gran obra del genio catalán. Y de todos, uno de sus cuadros le impactó. El torero alucinógeno. En ese cuadro, Dalí mostró bajo la imagen de la Venus de Milo, una estatua que representaba a Afrodita, a un torero con una corbata verde. La imagen del toreador no se percibía a simple vista; sin embargo, el maestro del surrealismo la había dejado patente en el cuerpo de la estatua. Con los pensamientos concentrados en el gran genio y su obra, miró el cuadro donde se mostraba el ojo egipcio por excelencia. Entonces lo vio. Dio un respingo, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso.

—¿Cómo he podido estar tan ciego? —se preguntó en voz alta.

En un gesto rápido, se colocó a unos centímetros del cuadro y lo escudriñó con el rostro pálido. La pupila del Udyat no era totalmente redonda. Tenía varios picos, en total, cinco.

—Joder —soltó impresionado—. El pentagrama.

Silvia, imitando a Salvador Dalí o incluso a su admirado genio toscano, Leonardo Da Vinci, había incluido una imagen sugestiva que a primera vista pasaba desapercibida. Descolgó el cuadro y lo dejó sobre el sofá, al tiempo que trazaba una similitud entre el óleo y la pieza de arcilla en forma de estrella de cinco puntas que su esposa procuró que llegara a sus manos. Recordó que la estrella contenía en su interior el ojo derecho de Horus, por consiguiente... No lo pensó más y se dejó arrastrar por su instinto. Corrió hasta la cocina y agarró un cuchillo. Al regresar al salón, únicamente una idea deambulaba por su mente. Desgarró sin miramientos la tela, justo por el centro. Separó la tela, con el corazón agitado y sin cuestionarse de que quizá estuviera cometiendo una estupidez con mayúsculas, y escrutó el doble fondo del cuadro. Se sobresaltó al contemplar el interior, dejando caer el cuchillo al suelo presa del asombro. ¡Bingo! Detrás de la pintura se hallaba una reproducción a todo color de un papiro que había contemplado con sus propios ojos en la cripta del templo de Debod. Silvia, audaz e impredecible, había decidido rizar el rizo y completar su obra con la litografía de una porción del papiro que encontró Yaacov Solé.

No obstante, las sorpresas no terminaban allí. Tras desembarazarse de la totalidad de la pintura, Beltrán elevó a su fallecida mujer a los altares de la suprema inteligencia. En la parte inferior del lateral izquierdo del cuadro, un paño blanco se hallaba sujeto con cinta adhesiva al marco. Con las manos temblorosas, lo despegó y lo desenvolvió con los nervios alterados, ansioso por desvelar su contenido. Experimentó una oleada de entusiasmo desmedido. La visión de un objeto dorado con la forma de un ojo egipcio amenazó con provocarle un ataque al corazón.

El ojo izquierdo de Horus.

Resopló con brusquedad, completamente impresionado. Silvia había utilizado el paño como una improvisada caja fuerte, decidiendo salvaguardar el Udyat en el interior de la pintura.

No perdió tiempo en más suposiciones. Llegado el caso, sabía muy bien lo que debía hacer. Tras despegar la reproducción de la parte trasera del cuadro, se dirigió a su despacho, llevando en su otra mano el amuleto. Encendió el ordenador portátil con una sensación de fuerzas renovadas agitándose en su interior. Con la ansiedad como su peor enemiga, buscó el programa que Silvia decidió instalar en su ordenador con el nombre Heka. Mientras se sumergía en su trabajo, comenzó a entender las intenciones y la cuidadosa disposición que su esposa había elaborado para esconder el secreto. Sin duda, Silvia era capaz de algo así. Pese a eso, nunca hubiera imaginado que fuera tan lejos en el enigma que había recreado. Sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro. La echaba de menos y dedujo que esa sensación de vacío que todavía sentía jamás iba a desaparecer. Trató de concentrarse en lo que estaba realizando y laboriosamente colocó, con la ayuda del ratón, la larga secuencia de jeroglíficos que mostraba la hoja en la pantalla del ordenador. Tras finalizar el proceso de elección de los caracteres, oprimió el botón para su reproducción.

Beltrán escuchó con suma atención la voz del viejo arqueólogo, enarcando las cejas en un gesto de concentración. Sus planes incluían la interpretación y la memorización de la fórmula.

El legado de Osiris
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