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Nuria sonreía abrazada a él. Los dos estaban tumbados en su cómodo sofá del salón, mirando una película en una tarde soleada de primavera. Mientras, Arnau jugaba con sus camiones de juguete en la alfombra a los pies de ambos. Qué sensación más fantástica tenía; se hubiera quedado así el resto de su vida.
De súbito, el eco de unos pasos resonó en su cabeza. Bajó el volumen de la televisión con el mando a distancia. Su mujer lo miró extrañada y, antes de que pudiera cuestionarse lo que estaba sucediendo, observó aterrorizado cómo se evaporaba todo lo que había a su alrededor. Y de pronto... ¡Zas! Recuperó la conciencia y soñoliento comprendió que todo aquel feliz escenario había sido un sueño, un bonito sueño. Por el contrario, cuando se percató de su actual situación, cayó en la cuenta de que algo no marchaba bien. Tenía las manos atadas por detrás de la espalda y una extraña presión en el cuello. Alzó la mirada y sus ojos recorrieron una gruesa cuerda atada a una viga de madera a unos metros de su cabeza. Lo que tenía alrededor del cuello no era el miedo aprisionándolo, sino una soga. Aquellos sanguinarios malnacidos habían decidido condenarle a la horca. No obstante, sus enemigos habían decidido pasar a la posteridad siendo ingeniosos y aportando un detalle más a la terrible muerte.
Puigcorbé tenía los pies congelados y no sabía muy bien por qué. Inclinó la mirada, dirigiéndola a sus piernas. Entonces fue cuando descubrió aterrorizado que las crueldades no acababan con meter su pescuezo en un lazo. Sus pies desnudos se apoyaban sobre un bloque de hielo de medio metro de grosor y uno de altura. El bloque estaba comenzando a descongelarse. Rumió las implicaciones si eso llegaba a suceder. Cuando comprendió la sádica disposición de su ejecución, se le secó la garganta. Habían dispuesto una ejecución temporizada, ya que cuando el bloque de hielo se descongelara lo suficiente, se resquebrajaría y su cuerpo sin soporte quedaría suspendido en el vacío. Tras eso, moriría en una increíble agonía.
Antes de que pudiera cuestionarse lo crítica que era su situación, escuchó cómo los pasos resonaban con más fuerza. La puerta de la habitación se abrió. Gilgamesh penetró en la sala escoltado por dos de sus hombres.
«Mis verdugos», pensó irónicamente para intentar no especular sobre las pocas posibilidades que le quedaban de salvar la vida.
Gilgamesh se plantó delante del preso. Había desaparecido de su semblante aquella expresión de soberbia, revelando una muy diferente. Una seriedad absoluta que dejaba claro lo enfadado que estaba. Lo miró con los ojos entrecerrados y marcando los músculos de su mandíbula, un rostro que consiguió intimidar incluso al veterano agente.
—¿Dónde están tus colaboradores? Dime, ¿qué pretenden? —le interrogó a gritos. Puigcorbé no respondió de inmediato y se permitió un segundo para evaluar el escenario—. ¿No respondes? Tu silencio comienza a enojarme, agente.
—Me importa una mierda tu patética rabieta —masculló realizando un esfuerzo terrible para pronunciar. La soga en su cuello le incomodaba para hablar—. Te he dicho todo lo que sé. ¿Dónde está mi familia? Teníamos un trato.
—¡Basta! —exclamó fuera de sí—. Si pronuncias una palabra... simplemente una insignificante palabra que yo considere fuera de contexto, tu mujer y tu hijo perecerán de una muerte horrible y agónica que no puedes ni tan siquiera imaginar. Yo mismo me ocuparé de darle descanso eterno a sus almas.
Puigcorbé apretó los dientes para que la emoción no lo dejara como un patético hombrecillo derrotado y vencido. Cerró la boca y procuró coger suficiente aire para respirar con normalidad.
Gilgamesh trató de serenarse. Se alisó la americana con la mano y concentró la atención en su rehén.
—Te explicaré tu situación. Como has comprobado, tienes una soga alrededor del cuello y bajo tus pies un bloque de hielo. Cuando comience a derretirse, tu cuello sentirá el peso de tu cuerpo y el lazo te estrangulará poco a poco. Seguramente conocerás este método de ejecución tan antiguo. Hoy en día todavía se utiliza en algunos países como Irán, Singapur o Japón. Al condenado a la horca se le deja caer de un patíbulo y habitualmente se le rompe el cuello llevándole a una muerte rápida. Sin embargo, eso es algo que no te ocurrirá a ti, agente Puigcorbé. Morirás de isquemia, una muerte celular y de los tejidos en tu corteza cerebral a causa de la disminución del oxígeno en la sangre. Los vasos sanguíneos de tus venas yugulares y de las arterias carótidas se colapsarán por la presión de la cuerda alrededor del cuello. Agente, será una muerte lenta y horrible. Calculo que te quedan unos cuarenta y cinco minutos hasta que el hielo descongelado ceda a tu peso. Ahora he de dejarte, tengo asuntos a los que atender. Te daré unos minutos para que reconsideres tu decisión.
Gilgamesh se retiró, acompañado de sus dos ayudantes. Puigcorbé exhaló un suspiro de angustia. Comprendió que iba a morir como un miserable bandido. Cuando Gilgamesh abandonó su compañía, cerró los ojos intentando soportar la ansiedad. Si no hacía nada al respecto, no tendría ni tan siquiera la posibilidad de salvar a su familia. Y en eso consistía el principal problema. Salvar el cuello, nunca mejor dicho, significaba traicionar a dos hombres que habían puesto en sus manos sus propias vidas.