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El agua caliente deslizándose sobre su cuerpo le hizo recobrar todos los sentidos, sacudiéndose de encima la somnolencia, el agotamiento y, en la medida de lo posible, sus tortuosos remordimientos. Roberto Puigcorbé se secó el cuerpo y salió del plato de ducha enrollándose una toalla a la cintura. Se observó en el espejo. En cuatro días había envejecido cuatro años y una barba incipiente cubría su rostro. Comenzó con el mismo ritual de cada mañana, embadurnándose la cara de jabón y afeitándose. Odiaba hacerlo, pero todavía odiaba más aquella barba de tres días que en nuestra sociedad actual daba un toque de atractivo a bastantes hombres, pero que en su opinión simplemente demostraba dejadez.
La casa estaba en silencio y por unos minutos disfrutó de un poco de tranquilidad. Al terminar con su aseo, caminó lentamente y sin hacer el más leve ruido hasta la habitación de invitados.
Sobre la cama, alguien había depositado ropa limpia: pantalones, camisa, calzoncillos y unos calcetines negros. El policía frunció el ceño, reparando en que su anfitrión se tomaba demasiadas molestias. Exhaló un suspiro de angustia, percibiendo que a pesar de las circunstancias, esa persona todavía lo apreciaba.
—Tu ropa olía a demonios... la estoy lavando. Pensé que su ropa te serviría, los dos sois de la misma corpulencia, bueno, quizá él no era tan fuerte —dijo una voz femenina a su espalda.
Puigcorbé se volvió y sonrió tímidamente. Julia estaba en el umbral de la puerta, con los brazos entrecruzados y con una sonrisa lánguida dibujada en los labios.
—Gracias, Julia. No tenías por qué haberte molestado... ya has hecho demasiado.
Julia sonrió y sacudió la cabeza. Entró en la habitación y se quedó de pie, quieta como la esposa de Lot, una estatua de sal sin vida, mirando ensimismada un marco sobre la cómoda con la foto de su difunto marido, Sebastián.
—No digas bobadas, tú hubieras actuado igual... y a él le hubiera parecido bien —respondió sin mirarlo y con la voz cansada, revelando una gran tristeza.
Puigcorbé captó el gesto de la viuda y un profundo dolor se apoderó de su corazón, revolviéndole las tripas. Sintió un nudo en el estómago al recordar que su amigo ya no estaba, y que quizá había sido todo culpa suya. No podía negar que la situación era rocambolesca, allí estaba, en la casa del amigo al que había fallado. Se juzgó como un ser egoísta en un primer momento, pero tras meditarlo, dedujo que no podía utilizar su casa, demasiado peligroso. No supo a quién acudir y necesitaba descansar tras el agotador viaje desde Madrid. Julia, en vez de echarlo a patadas de su hogar, le abrió las puertas de par en par, colmándolo de atenciones, dándole de comer y ofreciéndole una charla amigable y una habitación para que pudiera descansar su maltrecho organismo por unas horas. Ahora, incluso le ofrecía la ropa de su difunto marido, y pese a que parecía un acto un tanto tétrico o morboso, Puigcorbé lo agradeció enormemente. No obstante, continuaba sintiéndose incómodo. La escena estaba impregnada de un trasfondo emocional elevado, pero no lograba sacarse de la cabeza que se hallaba semidesnudo, con una toalla blanca enrollada a su cintura con un cursi bordado rosa, en presencia de una mujer, por muy amiga que fuera.
—Julia, esto... no quisiera parecer maleducado, pero... voy a vestirme.
La mujer se volvió, saliendo de su trance con la fotografía, y lo observó de arriba abajo. Después, sonrió.
«El mismo Roberto de siempre... tan extremadamente correcto», se dijo.
—Claro, Roberto, claro. Te prepararé un café —le indicó cambiando de tema—. Como siempre, ¿no? —El policía asintió agradecido, mientras comprobaba las dimensiones de la camisa—. Vale, poco café, mucha leche... mucho azúcar.
Julia se dispuso a marchar, pero se detuvo en el umbral de la puerta. Lo miró fijamente, tanto que Puigcorbé sintió la mirada de su amiga y desvió la suya de la ropa, encontrándose con los bonitos ojos de Julia, convertidos en una burda imitación de lo que fueron. La tristeza y el dolor habían hecho mella en su aspecto y dos ojeras oscuras reflejaban noches sin dormir y horas enteras de lágrimas.
—Roberto... no fue culpa tuya, ¿vale?
Puigcorbé tragó saliva y apretó los dientes. Sentir aquella angustia no era nada agradable y más cuando escuchó las palabras de la esposa de su amigo, acompañadas de un terrible desconsuelo. Inclinó el rostro, destrozado, intentando por todos los medios no recordar y que su mente no le pusiera la película de los mejores momentos con su compañero. Las palabras de Julia eran, por el contrario, un auténtico bálsamo para su deteriorada conciencia, como cuando el sacerdote le perdonaba sus pecados bajo confesión siendo pequeño. Julia se frotó los ojos y dejó escapar un suspiro.
—Hubieras dado la vida por Sebas, lo sabes, lo sabía mi marido y lo sé yo. No le des más vueltas, hiciste todo lo que estuvo en tu mano.
La joven le regaló una sonrisa bondadosa, al mismo tiempo que desde sus atribulados ojos manaba un reguero de lágrimas. El policía no consiguió contener la emoción y comprobó cómo su estúpida hombría le iba a dejar en ridículo. Las lágrimas amenazaban con brotar más como una válvula de escape a un sentimiento perpetuo de frustración. Tensó la mandíbula con el desconsuelo ahogándole y simplemente fue capaz de asentir en un gesto afligido.
—Debo confesarte que me preocupas, Roberto. No sé en lo que andas metido, pero no debe de ser nada bueno. He visto las noticias... ¡por el amor de Dios, te buscan por asesinato! Y para colmo... ¡de vuestro propio superior, Velasco! —exclamó en un intento de hacerle ver la gravedad de la situación.
—¿Serviría confesar que no lo maté?
Julia lo estudió con la mirada por el espacio de unos segundos que pasaron lentos y agudos para el policía que, despojado de su habitual dureza exterior, se presentaba ante el veredicto de la joven. Después, resopló angustiada.
—Te creo, pero...
—Tranquila, Julia —le interrumpió sin demasiadas fuerzas y con el estado de ánimo en algún lugar cercano a la suela de los zapatos. No quería proseguir con aquello, tenía suficiente por el momento y debía centrarse en cuestiones más importantes—. No quiero meterte en esto, por tanto, no te explicaré nada, ¿vale? Es algo que debo hacer, no tengo elección. Confía en mí.
—Vale. Comprende que me preocupe por ti, tú eras para Sebas lo más parecido a un hermano y no quiero que te ocurra nada malo.
Puigcorbé sintió un pinchazo agudo en el pecho, como secuela de aquel dardo sentimental haciendo diana en su corazón. Al agente le faltaba la respiración y su órgano vital bombeaba sangre con violencia. Trató de serenarse, inspirando profundamente en varias ocasiones y afirmó con la cabeza.
—Iré a preparar el café —dijo Julia como despedida mientras se marchaba por el pasillo.
El policía la oyó suspirar y gemir de camino a la cocina. Soltó el aire de sus pulmones con brusquedad y se derrumbó sobre la cama, dejando la mirada perdida en el blanco inmaculado del techo. Todo aquello seguía siendo una mierda y necesitó recurrir a la poca entereza que aún le quedaba para no hundirse, tenía que seguir luchando, había demasiado en juego para darse por vencido. Tras unos segundos de agobio donde todo su futuro se pintaba de un color oscuro sin esperanza, se incorporó, pestañeó y centró sus ojos en el marco de madera que mostraba la foto de su amigo con una expresión sonriente. Se pellizcó con dos dedos el tabique de la nariz y entornó los ojos. También se lo debía a Sebastián, un último esfuerzo, un último avance hacia el abismo para honrar su muerte.
Tras despedirse de Julia, tomó el ascensor hasta descender a la zona subterránea del edificio. Julia había insistido en que tomara prestado el coche de Sebastián, y a pesar de sus reticencias, Puigcorbé accedió. Sabía que pasearse por Barcelona con su jeep no era la mejor elección, más bien la estupidez personificada; el vehículo «cantaba» y cualquier patrulla de sus queridos compañeros podía identificarlo fácilmente.
Entró en la planta baja del inmueble y buscó la plaza de aparcamiento. Cuando vislumbró el coche, entendió por qué lo llamaba su pequeño capricho. Un BMW Z3 Roadster de color negro estaba estacionado bajo una película de polvo sobre la impecable pintura metalizada. Con su humilde sueldo se las había ingeniado para comprarse aquel modelo, y en honor a la verdad, el coche disfrutaba de un intachable estado, tanto de chapa y pintura como de mecánica. Puigcorbé estaba al corriente de todo lo relacionado con el cupé, Sebastián lo había sometido a un minucioso y detallado informe de las excelencias de su capricho en largas y aburridas vigilancias nocturnas.
Un sentimiento melancólico se apoderó de él, pero lo apartó de su pensamiento al instante, permitiendo que su pragmatismo le empujara a estudiar minuciosamente las características del coche. Por una parte, era un vehículo rápido y fácil de conducir, pero se preguntaba cómo se las iba a ingeniar para meter a los rehenes si la operación resultaba ser un desesperado rescate. El coche era espectacular, sí, pero condenadamente pequeño.
Salió del aparcamiento y se incorporó a la vía urbana. Julia vivía en L'Hospitalet, un pueblo que bien podría ser una gran ciudad, uno de los pueblos más grandes de Europa. Su destino estaba en el centro de Barcelona. Consultó su reloj de pulsera, 11.45 horas. Quince minutos era el tiempo de que disponía para cruzar la saturada metrópoli hasta el paseo de Gracia y desviarse hacia la calle Valencia. Se le antojaba toda una proeza automovilística.