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El café era un rincón acogedor, con mesas y sillas de madera colonial, luz tenue y un leve hilo musical que unido al murmullo de las diferentes conversaciones le daba una ambientación agradable. Decorado con diferentes fotografías de actores conocidos de Hollywood, destacaban la de Marilyn Monroe en todo su esplendor sujetando el vuelo de su falda, la de James Dean en una escena de la película Rebelde sin causa y, por último, la de Elvis Presley, cuando todavía contorneaba su cintura y lucía la frescura transgresora de la juventud en su rostro. Beltrán interpretó en las imágenes un claro mensaje de «morir antes de envejecer o de vivir la vida al límite» y el estómago se le encogió al comprender que aquellos personajes, que en su mayoría decidieron suicidarse a causa de la depresión o fueron víctimas de unos excesos que los condujeron a una muerte prematura, estaban en cierta manera relacionados con un sentimiento que él mismo había experimentado. Sin embargo, ahora se sentía extraño ante la sensación de desapego a la vida y percibió que la necesidad de seguir viviendo inundaba sus pensamientos. Exhaló un suspiro melancólico al recordar la vida maravillosa que le esperaba con la pequeña Lucía y dejó que ese sentimiento arrebatador le otorgara fuerzas para afrontar el último tramo en toda aquella historia.
Enric Solé divisó a su amigo en una de las mesas, al fondo de la sala, y se lo indicó a Beltrán con un sutil movimiento de la cabeza. Tras eso, lo miró con un extraño brillo en la mirada.
—¿Sabes improvisar? —le preguntó en voz baja.
Beltrán puso los ojos en blanco. La pregunta y el momento de formularla lo pusieron nervioso.
—Supongo. ¿Por qué?
—Vale. Sígueme la corriente.
Luis de Mendoza levantó la mirada de un cuaderno de notas que estaba consultando y divisó a su amigo con un desconocido acompañante. Sonrió y levantó el brazo para que se acercaran. Al llega r a su altura, Enric le dio dos besos en las mejillas. El hacker se quedó por un momento extrañado, pero observando de reojo la fotografía de James Dean, comprendió al instante las dudas que le asaltaban sobre su acompañante. Sus delicados modales y sus afeminados movimientos no se le habían pasado por alto y suponía que, en realidad, Enric era gay. Estudió al supuesto conservador del templo y le pareció, en una primera impresión, del mismo «gremio». Y no fue algo que le molestara o que no comprendiera; era lo suficientemente liberal y respetuoso con la vida de cada cual para no alarmarse en presencia de homosexuales, pero el cariñoso saludo, tan normal en otras circunstancias, le había pillado desprevenido y con la guardia baja.
—Cuánto tiempo, Enric. ¿Cuánto hacía que no venías a verme? ¿Meses, años?
—Siete meses, Luichi. Y disculpa, pero la última vez también te visité yo —respondió sonriendo.
—Sí... sí, tienes toda la razón. La edad me ha recluido en esta vieja ciudad y rara vez salgo.
El conservador, enfundado en un elegante traje gris, dirigió su atención al joven atractivo y de aspecto serio, a pesar de su vestimenta informal, que los miraba sin perder detalle.
—¿No nos vas a presentar? —le preguntó al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa al informático. Éste se la devolvió, pero un tanto forzada y cohibida.
—Por supuesto. Ricardo Sabaté, egiptólogo... como nosotros. Ricardo, te presento a mi buen amigo sir Luis de Mendoza, conservador del templo de Debod.
—Encantado, señor Sabaté —dijo el conservador tendiéndole la mano.
—Es un placer conocerlo, señor De Mendoza —respondió Beltrán, estrechándole la mano.
—Sentaos... —les señaló el conservador con un gesto.
Ya, cómodamente sentado en la butaca, el conservador estudió al desconocido y entrecruzó las piernas.
—¿Sabaté? No me suena. ¿A qué campo de la egiptología se dedica?
Era la primera pregunta y le retumbó en la cara como una bofetada. ¿Qué le iba a responder? Beltrán tragó saliva y soltó una sonrisilla nerviosa. Enric, acudió al rescate.
—Ricardo estudia actualmente el zodiaco del templo de Hathor, en Dendera.
—¡Ajá! —exclamó De Mendoza, impresionado. El simple hecho de citar aquel lugar, aumentó su interés por el desconocido egiptólogo—. Perfecto. El templo de Dendera fue construido por Jeperkara-Najtnebef, uno de los últimos faraones. Humm, comienzo a entrever lo que desea de nuestro templo, señor Sabaté. Dígame una cosa, usted es una eminencia en ese campo, ¿verdad?
Beltrán se estrujó el cerebro tratando de saber dónde diablos estaba Dendera y, aún más importante, qué era aquel sitio. Un templo sí, tal como los dos egiptólogos habían certificado, pero ¿qué tipo de templo y que era aquello del zodiaco? Sobre Hathor sabía que era una diosa egipcia, pero poco más. El término egiptología también lo comprendía. De todos modos, eran insuficientes datos para lanzarse al abismo de un tema en el que no era un consumado erudito.
Una joven camarera se personó cerca de la mesa y les preguntó qué deseaban tomar. Enric, glotón y siendo víctima de los nervios que le abrían el apetito, pidió una infusión y un par de piezas de bollería que había visto sobre la barra. Beltrán se limitó a un café con leche. Cuando la atractiva joven se marchó, Beltrán carraspeó, dando gracias por la intervención de la muchacha que le había permitido unos segundos para pensar en la respuesta que le iba a dar al conservador.
—Eminencia es una palabra demasiado importante, señor De Mendoza. Digamos que soy un estudioso del tema y un enamorado de la cultura egipcia —respondió esbozando una sonrisa amplia y amigable.
El conservador se recostó sobre la butaca y asintió. Dio un sorbo de su licor de whisky y esgrimió un semblante complacido ante las palabras del desconocido egiptólogo. Por su parte, Beltrán se dio a sí mismo unas palmaditas en la espalda, orgulloso. Dedujo que la mezcla entre «estudio y enamoramiento» había funcionado a la perfección, ya que no existía nada mejor que mostrar una vida totalmente entregada a una causa compartida para ganarse el aprecio y la confianza de una persona.
Enric decidió tomar el timón de la conversación.
—Ricardo estaría muy interesado en echar un vistazo in situ al zodiaco, el grabado que hay en una de las paredes exteriores de la capilla de Adijalamani y estudiar los grabados del interior con cierta tranquilidad —dijo dirigiendo la conversación justamente donde más le interesaba.
—Ya lo sé, Enric —protestó el conservador de mala gana—. No soy estúpido, hombre. En el momento que has mencionado lo del zodiaco, he visto claras vuestras intenciones. No hay problema, para mí será todo un placer enseñarle mañana todo lo que necesite —dijo mirando los ojos de Beltrán y esbozando una sonrisa más que amistosa.
—Ahí radica el problema que se nos presenta, Luichi. Mañana debemos tomar un vuelo a Barcelona a primera hora —señaló Enric en un intento de ir cerrando el círculo sobre su amigo.
—¿Entonces...?
—¿Podríamos verlo esta misma noche?
—Sabes que existen normas muy estrictas. No es posible lo que me pides.
—Es muy importante —le suplicó el joven egiptólogo. El con servador resopló y bebió otro pequeño trago de su licor.
—Imagino que, de lo contrario, ni me lo hubieras planteado, sabiendo lo que sabes. Porque, ¿tienes idea de lo que me estás pidiendo? Me juego el puesto de trabajo. ¿No puede ser en otra fecha? ¿Quizá la próxima semana?
—Señor De Mendoza, desde Barcelona salgo para Egipto. Mi primer destino es el templo de Dendera para trasladarme a continuación a la meseta de Gizeh. Quiero contrastar información que poseo con mis propias investigaciones sobre las pirámides —expuso Beltrán, que había decidido meterse de lleno en su papel de Ricardo Sabaté, un egiptólogo ilustre—. Sé que podría recurrir en última instancia a los apuntes de la información que poseo, pero... no sé si me entenderá, los dos concordaremos que no hay nada mejor que ver con tus propios ojos una cosa para hacerse una idea más concreta. Nos haría un gran favor que yo le agradecería eternamente.
El conservador se acarició su pequeña perilla, pensativo.
—Comprendo, señor Sabaté.
—Ricardo, si no le parece mal —dijo acompañando sus palabras con una sonrisa deslumbrante. El conservador pareció complacido y le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Supongo, Ricardo, que te estás refiriendo al Triángulo de Oro, una medida universal que recogía entre otras el codo egipcio o el número Pi, hallado en la base de la Gran Pirámide. Algunos egiptólogos que han estudiado a conciencia el grabado de nuestro templo, afirman que existen evidentes paralelismos.
Beltrán asintió sin tener ni idea de lo que acababa de decir el conservador del templo. «¿Triángulo de Oro, codo egipcio, Pi?» La cosa se complicaba. No obstante, la descabellada idea de explicarle su tour por Egipto y su visita a la meseta de Gizeh había funcionado.
—¿Nos ayudarás? —le preguntó Enric con cierta angustia poco disimulada.
Luis de Mendoza claudicó y asintió con la cabeza en un gesto de resignación.
—Está bien, accederé por tratarse de ti.
Finalizada la conversación, se despidieron de Luis de Mendoza en la puerta del café, acordando una hora y un lugar para verse en los alrededores del templo aquella misma noche.
Cuando estuvieron lo suficientemente alejados, Enric soltó un suspiro de alivio sacando fuera toda la tensión. Beltrán sonrió levemente, consciente de que de momento seguían manteniendo la llama de la esperanza encendida.
A unos metros, en el interior de una furgoneta debidamente camuflada, los ojos azules de un hombre eran testigos, en la distancia, de la conversación entre ambos hombres. El tipo, alto y rubio, abrió su móvil y, tras buscar un número en la agenda, lo acercó a su oreja.
—Señor, los tengo localizados en las cercanías del templo.
—Bien..., no los pierdas. No quiero errores. ¿Qué se sabe del policía? —preguntó una voz masculina, fría como la superficie de un iceberg, serena y dictatorial.
—Lo tenemos controlado. Está cerca de mi posición, imagino que los está esperando.
—De acuerdo. Vigilad el perímetro; cuando el policía haya realizado el trabajo, estad preparados. Lo más adecuado sería interceptarlo y apoderarnos lo antes posible del papiro. Las cámaras de seguridad del templo... ¿han sido pirateadas?
—Sí, está todo dispuesto. Podrá ver en directo lo que ocurre dentro del recinto en la pantalla de su ordenador.
—Perfecto. Que todos los hombres estén preparados. Esta noche acabaremos con toda esta historia. El momento ha llegado y el sumo sacerdote quiere realizar la ceremonia mañana, de madrugada, con los primeros rayos del sol.
—No se preocupe, esos bastardos están muertos.
Gilgamesh colgó y dejó el móvil sobre la mesa. Después del encuentro con el policía, había regresado a Cataluña, respondiendo al reclamo de su maestro. Cobijado en una de las habitaciones del santuario catalán, controlaría las acciones de sus hombres para asegurarse el éxito de la misión. Se levantó de su asiento y cruzó la estancia hasta aproximarse a una ventana. Exhaló un suspiro de optimismo, embriagándose de un sentimiento de satisfacción al vislumbrar la victoria al alcance de su mano. Por fin, la razón de su existencia estaba cerca y podía percibir el agradable perfume de la libertad. Si todo transcurría por los cauces apropiados, pagaría con creces la deuda contraída con la orden, y quizá... podría ser libre para decidir su camino. Pero, para que esa esperanza se convirtiera en una realidad, antes estaba obligado a ofrecer un último sacrificio.
El policía debía morir.
La mujer y el crío debían morir.
El egiptólogo, su hermana, el religioso y el infortunado marido de la periodista debían morir.
Su maestro así lo había anunciado y, pese a sentir el peso del precio que significaban esas muertes sobre sus espaldas, un deshonor que acarrearía de por vida, estaba dispuesto a acatar las órdenes de su mentor.
Trató de animarse. Un último acto deshonroso a cambio de la libertad.
El trato parecía justo.