60

Nuria estaba a punto de tener otro ataque de ansiedad. En el regazo sostenía la cabeza de su pequeño, envolviéndola con su cuerpo y sintiendo el miedo de una madre a que le arrebaten lo que más quiere en la vida. Arnau parecía más calmado, pero durante más de una hora no había dejado de llorar. Estaba asustado, y no era para menos. Llevaban más de dos horas en el interior de un automóvil que, según notaba Nuria, estaba en movimiento, llevándolos a un lugar desconocido. Le habían vendado los ojos con una cinta, sumergiéndola en un negro profundo como el de una noche sin luna y la habían atado de pies y manos, estas últimas por detrás de su espalda.

En una primera reacción de pura subsistencia, había intentado liberarse de sus ataduras, moviéndose como un animal herido y acorralado que trata de hallar una escapatoria. Sin embargo, una voz masculina y profunda le hizo desistir en su intento. La voz provenía de la parte delantera del automóvil.

—Señora, no haga eso o me veré obligado a disparar a su hijo —dijo un hombre con acento extranjero al tiempo que le quitaba el seguro a su revólver.

Nuria, conocedora del inconfundible chasquido, se estremeció. Guardó silencio y no realizó el más mínimo movimiento.

—Sabia elección, señora. Si está quietecita, no le ocurrirá nada, ni a usted ni a su adorable muchacho.

Nuria no respondió.

Robson se volvió y centró su mirada en la carretera. Observó el paisaje que se dibujaba a través del cristal delantero del coche. Estaban llegando a su destino.

Minutos después, el traqueteo del automóvil pareció más perceptible y la inclinación del habitáculo y los cambios de dirección, realizando un zigzag de izquierda a derecha cada poco tiempo, señalaban que estaban ascendiendo por una empinada carretera de sinuosas curvas. Nuria se preguntó adonde se dirigían.

Aunque deseaba dejar la mente en blanco y condenarse a su suerte, no podía dejar de dar vueltas a lo sucedido. Su marido, Arturo, era el máximo responsable de su secuestro. Las preguntas se le amontonaban en la cabeza. ¿En qué andaba metido? ¿Qué significaba aquel hábito y aquellos viejos libros? ¿Era posible que su actual marido fuera miembro de alguna oscura y secreta orden, tan de moda en la actualidad?

Cuando la sorprendió curioseando en su despacho parecía otro hombre, exhibiendo una mirada muy distinta de la que conocía, una mirada arrogante y maliciosa que la aterrorizó. Sin embargo, ése no fue el peor de sus problemas. Tras su marido, aparecieron unos hombres encapuchados que le recordaron a aquellos fanáticos americanos de las sábanas blancas, el Ku Klux Klan. Sabía que en antiguos cultos religiosos se utilizaban máscaras para realizar rituales con un gran poder simbólico. El miedo apresó sus sentidos al percibir que sus suposiciones eran correctas y que los desconocidos debían pertenecer a alguna clase de hermandad. Sin embargo, descubrir a unos desconocidos en su domicilio no fue lo más desgarrador. Lo peor fue vislumbrar que los siniestros personajes llevaban consigo a su hijo.

A pesar de que tuvieron la extraña cortesía de subirlos en el mismo automóvil, no podía negar que de nuevo las apariencias la habían engañado. No escuchó a Roberto y ahora estaba pagando las consecuencias. Su actual marido era un cerdo, un auténtico desconocido que la había traicionado, posiblemente por unas creencias tenebrosas si atendía al contenido del libro que estaba sobre la mesa del despacho secreto.

Una estúpida y miserable mujer, así se sentía. Desde su atril juzgó por enésima vez a su ex marido, sugiriendo que estaba borracho al contarle el supuesto peligro que corrían.

«Lo querían a él y, a pesar de eso, arriesgó su anonimato para llamarme y advertirme».

Nuria intentó no llorar, deseando no alarmar todavía más a Arnau, pero no lograba abandonar la idea de lo equivocada que había estado.

—Mamá, tengo miedo —dijo el pequeño con la voz temblorosa y entre sollozos—. Aquellos hombres vinieron a buscarme, pero papá no estaba con ellos. El siempre viene a la hora del patio a verme jugar al fútbol.

Nuria sintió un dolor desgarrador al escuchar la confesión del pequeño. Apoyó su cabeza sobre la de su hijo en un intento de calmarlo.

—Tranquilo, Arnau. Tu padre vendrá a buscarte. No te preocupes, él no te fallará.

Nuria besó el cabello de Arnau y resopló angustiada. Cuando lo escuchó gimotear, no pudo menos que sentirse culpable. En el pasado lo utilizó para vengarse, separando a padre e hijo intencionadamente sabiendo lo importante que era para Roberto estar cerca de Arnau. Lo castigó sin piedad y ahora..., aunque quizá era demasiado tarde, se arrepentía.

Nuria comprendió que no tenía demasiada suerte con los hombres. Quizá el problema radicaba en ella misma.

El automóvil se detuvo y Nuria sintió un agudo pinchazo en el pecho. Antes de que pudiera preguntarse nada, las puertas se abrieron y la sacaron de malas maneras del coche, arrastrándola hacia el exterior. Cuando la separaron de su hijo, gritó con fuerza, llorando, implorando que no se lo llevaran. El tipo que la sujetaba de los brazos, la calmó. Era la misma voz que había escuchado minutos antes.

—Tranquilícese, señora. No la vamos a separar del niño. Estarán juntos, se lo prometo. Voy a desatarle las cuerdas de los pies. Por su bien, le aconsejaría no hacer ninguna tontería como tratar de escapar. La vida de su hijo depende de que siga mis indicaciones al pie de la letra en todo momento. ¿Me ha entendido?

Nuria asintió procurando convencerse de que el hombre no la estaba engañando y que debajo de aquella terrorífica capucha existía un resquicio de humanidad. Robson se agachó y cortó las cuerdas con una navaja que siempre llevaba consigo.

—Ahora, déjese guiar. Cuando lleguemos a sus aposentos, le quitaré la cinta y se reunirá con su hijo —dijo Robson en voz baja, acercando la boca a la oreja de la prisionera hasta el extremo que ésta sintió su desagradable aliento a tabaco y alcohol.

Hubo una larga pausa. Nuria guardó silencio y no realizó el más mínimo movimiento.

Robson, acompañado de cuatro hombres armados, la condujo durante unos minutos por un terreno irregular. Nuria aguzó el oído. Los sonidos que detectó parecían indicar que estaban atravesando un frondoso bosque. El viento soplaba con intensidad y ese último detalle le hizo especular sobre el lugar donde la habían llevado. Dedujo que el trayecto en el automóvil no había sobrepasado las tres horas, por tanto, debían estar todavía en Cataluña, aunque rozando sus fronteras. Desde Barcelona únicamente había tres provincias donde ir: Girona, Tarragona o Lleida. Sin embargo, aquel frío y turbulento viento era característico de una zona precisa de la geografía catalana. Originaria de la palabra latina transmontanus, la tramontana significaba literalmente «más allá de las montañas» y correspondía a un viento capaz de soplar a más de 100 km/h proveniente de los Pirineos. Nuria estaba casi convencida. Se encontraba en algún lugar del Alt Empordà, más concretamente, en la parte más oriental de la península Ibérica, la provincia de Girona.

Tras varios minutos, caminaron por el bosque, oyendo el canto de los pájaros y las ramas de los árboles mecerse con el viento. Arnau gimoteaba cada tanto, pero parecía que el pequeño se estaba acostumbrando poco a poco a la situación traumática que estaba experimentando, algo que preocupaba a Nuria, que sufría por el daño emocional que le pudiera producir todo aquello a su corta edad.

De pronto, el sonido del bosque, como el del violento viento, cesó.

Los condujeron a través de una sala enorme, cerrada y de gran altura. Nuria lo dedujo al escuchar la reverberación que producían sus zapatos en la estancia. El silencio era espantoso y la sensación de humedad se acentuaba. Estaban en el interior de alguna clase de edificación antigua. Ascendieron por una escalera y, de nuevo, sintió el turbulento aire. Otra vez en el exterior. Se preguntó si aquello significaba que habían alcanzado el final de la edificación y ahora se bailaban en un patio interior.

La comitiva se detuvo. Nuria reparó en el inconfundible chirrido de una pesada puerta de hierro al abrirse, a unos metros de su posición. La empujaron al interior.

Cuando le desataron las manos y le quitaron la venda, Nuria se encontró de frente con un hombre alto y moreno. Su cara irradiaba desconfianza y sus ojos verdes parecían indicar una cruel burla del destino, dotando de aquel precioso color de ojos a un hombre con un rostro tan hostil. Debía de rondar los cuarenta años y sus sienes pobladas de canas, pese a tener el cabello muy corto, mostraban una vejez prematura que se advertía en las sinuosas arrugas que recorrían su cara.

Robson sonrió y ladeó la cabeza indicando a su compañero que le pasara al chico. Lo dejó con cuidado en el suelo. Le acarició el cabello y se volvió hacia Nuria.

—Aquí tiene a su hijo, tal como prometí.

Nuria se abalanzó sobre Arnau y lo abrazó con fuerza contra su pecho. Le quitó las gruesas cuerdas que tenía alrededor de sus delicadas manos. Lo colmó de besos, pero Arnau rompió a llorar asustado. Levantó la vista y miró al soldado.

—Gracias.

Robson hizo una humilde reverencia y cerró la vieja puerta de rejas de hierro, montando guardia en el exterior, flanqueado por dos de sus hombres.

Mientras besaba a su hijo y lo abrazaba con fuerza, Nuria sintió entre la oscuridad una presencia extraña. Se giró en un movimiento rápido y asustadizo, escondiendo a su hijo de una posible amenaza.

—No llores, pequeño. Todo forma parte de un juego en busca del tesoro.

La voz provenía del fondo de la pequeña celda. Instantes después, una sombra se materializó ante ella. Era una joven atractiva, de esbelta figura y de cabello negro. Nuria la observó con precaución. Su semblante amigable escondía un temor compartido por las dos mujeres.

—Está asustado —dijo Hannah dando unos pasos hacia ellos.

—¿Quién eres? ¿Dónde estamos? —preguntó Nuria con la voz entrecortada.

—Me llamo Hannah... ¿y tú?

De pronto, unos pasos enérgicos resonaron en el exterior de la celda. Nuria orientó su vista hacia la puerta. Tras unos segundos, reconoció la silueta que se acercaba. Apretó los labios de rabia, sintiendo un dedo de fuego en el estómago. Se trataba de Arturo.

—Pueden retirarse —ordenó a los guardianes.

Robson le regaló una mirada gélida, no sin antes repasarlo de arriba abajo. Aquel tipo pedante pedía a gritos que alguien le bajara los humos. Sin embargo, era miembro del culto y, como tal, estaba por encima de sus competencias. Robson suspiró y les indicó con la cabeza a los vigilantes que obedecieran. Estos, tras una rápida reverencia, se alejaron unos metros en compañía de Robson.

Arturo se aproximó y se situó delante de la reja de la celda. Sonrió con una expresión de autosuficiencia. Con las manos entrecruzadas por detrás de su espalda, guardó silencio por unos segundos, disfrutando con la angustia de su mujer. Nuria lo miró aterrada y abrazó con más fuerza a su hijo.

—No debiste inmiscuirte en mis asuntos, querida. Como comprenderás, me has colocado en una situación muy embarazosa de cara a mis asociados. Si hubieras sido una esposa sumisa y obediente, y no una estúpida curiosa, metiendo las narices en mis cosas, todo hubiera seguido como siempre —dijo Arturo. Pronunciaba cada palabra como si la saboreara en los labios, dándole una excesiva entonación, vocalizando tanto que acababa por empalagar.

Nuria guardó silencio y se dedicó a mirarlo con frialdad, mostrando el desprecio que sentía por él.

—De veras que no me importaba lo más mínimo seguir con la farsa de nuestro matrimonio. Necesito de una buena imagen social para mis objetivos y tú, bueno, eres atractiva y... una excelente amante.

Arturo volvió a esbozar una sonrisa amplia que resumía a la perfección la falsedad que imperaba en su vida. Esperó una contestación de Nuria sin perder en ningún momento la compostura y sabiendo que sus palabras contenían veneno suficiente para despertar en ella la ira. Hubo una larga pausa y Nuria no respondió. Durante años, había sido esposa de un policía y, en cierta manera, estaba indirectamente instruida en no caer en la provocación.

—No te castigues demasiado, cielo. Lo sucedido tiene una fácil explicación y se debe a que has sido presa de tus debilidades como mujer. No debiste haber creído a tu ex marido. Deduzco que todavía sigues enamorada del gran Puigcorbé. He de confesar que me entristece admitir que su sombra es alargada y que no he estado a la altura.

—No eres ni la mitad de hombre que él —masculló Nuria. Había llegado el momento y permitió que sus palabras, hirientes y punzantes sobre su supuesta masculinidad, se convirtieran en latigazos en el costado del hombre.

—Ya veo. Tendría que haberte pegado, ¿verdad? —le preguntó acercándose un poco más a la celda. Sus palabras, pese a la forma melosa en que eran pronunciadas, desprendían malicia—. ¿Es eso lo que te pone?

A pesar de que las palabras dolían como un puñal retorciéndose en su abdomen, Nuria aguantó la ira y sólo le regaló otra mirada gélida, capaz de helar una gran parte de la costa mediterránea. El director del periódico trató de guardar la compostura como pauta principal en sus modales, pero estaba claro que le incomodaba la actitud de su mujer. La había imaginado, histérica, pidiendo clemencia. No obstante, no hizo nada de eso. Por lo visto, los años al lado de Roberto le habían enseñado a soportar el dolor y no mostrar sus debilidades.

—Disfruta de tu estancia. Estos muros serán lo último que vas a ver. Tu hijo correrá la misma suerte que su madre.

Nuria se sacó el anillo de casados y se lo lanzó a la cara. Sin embargo, éste le impactó a Arturo en el pecho y cayó al suelo. Sin perder los nervios, él se inclinó y lo recogió.

—Me costó mucho dinero, querida. Qué poco tacto. Nunca has sido una mujer de modales exquisitos.

—Que te jodan, Arturo.

—Adiós, Nuria. Debo dejarte, tengo asuntos que resolver y papeles que rellenar para mi futura viudedad.

Arturo se volvió y se aproximó a Robson y a los dos guardianes para darles instrucciones. Tras atenderle, éstos regresaron a su puesto de vigilancia, aunque Robson se marchó con Arturo. Hannah, todavía impresionada ante la forma con la que Nuria se había enfrentado a la situación, se acercó y se arrodilló al lado de Arnau.

—Entonces, ¿tú eres el hijo de Puigcorbé? —le preguntó al pequeño. Éste asintió asustado—. ¿Cómo te llamas?

—Arnau.

—Ah, precioso nombre. Encantada de conocerte, Arnau —dijo acariciándole el brazo.

—¿Conoces a Roberto? —preguntó Nuria.

—Sí, lo conozco. Su ex marido me contó que tenía un hijo.

—¿De qué conoce a Roberto? ¿Sabe dónde está?

—Puigcorbé ha estado ayudándonos. Es un gran hombre, parco en palabras, pero con un coraje que nunca había visto. Gracias a él sigo viva.

Nuria estudió a la atractiva mujer sintiendo un nudo en el estómago. «¿Un gran hombre?», se preguntó a sí misma.

—¿Puedes explicarme lo que está sucediendo, por favor?

—Claro. —Hannah asintió y se sentó sobre el frío suelo—. Nuria, ¿verdad?

Nuria asintió sin demasiado énfasis y sentó a su hijo sobre su regazo.

—Bien, Nuria. Te explicaré lo sucedido hasta ahora.

El legado de Osiris
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