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El comisario contempló la ciudad de Barcelona a sus pies. Situado en la ladera del Tibidabo, el pico más alto de la sierra de Collserola, a unos 512 metros por encima del nivel del mar, se sintió seguro en el interior de su coche, un Volvo XC90 V8. Aquel lujo de 315 CV se disparaba hasta un precio prohibitivo por encima de los 66.000 euros. Evidentemente, demasiado caro para un simple comisario. No obstante, no era el capricho más caro de Velasco. Su lujosa casa sí se excedía de sus limitaciones salariales, aunque siempre había alegado que se trataba de una herencia de su esposa.
Como la célebre canción de Loquillo, observó los millares de puntitos luminosos que mostraba la Ciudad Condal. Impaciente, le dio una calada a su pitillo. Esperaba la llegada del «guardián», fumando cigarro tras cigarro, intentando aplacar de esa forma la ansiedad. En el exterior, la lluvia caía sin parar. El comisario del Departamento de Policía miró las gotas que chocaban y se acumulaban en la luna del coche. Reparó en la similitud de éstas con sus pecados, deslizándose sobre su conciencia uno a uno.
Cerca del automóvil se hallaba la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Velasco miró el edificio como esperando que aquella obra de piedra expiara sus terribles pecados, aunque dedujo que eso sería bastante improbable. Primero debía creer en Dios y, muy a pesar suyo, no creía en nadie que no fuera él mismo.
Minutos antes, un par de coches habían aparcado cerca. No eran ellos, sino jóvenes buscando un poco de la intimidad que la montaña les ofrecía. Los cristales empañados tras el paso de los minutos así se lo confirmaron. Velasco no tenía intención de pasar por un voyeur, pero no tenía otra alternativa que seguir parado en esa curva. El guardián había sido concreto.
«Tibidabo. Esta noche. Detenga el coche delante de la iglesia».
Estaba aterrado. ¿Qué querían? Le había dado vueltas al asunto y todavía no entendía el motivo real de la reunión. ¿Se debía a Roberto? No estaba seguro, pero conocía bien las precauciones que tomaba la organización en lo referente a la información: siempre en persona, nada de móviles, mensajes o correos electrónicos. La tecnología era una ventaja, sí, pero también tenía agujeros donde espiar. Dedujo que quizá sólo querían recibir la información de sus propios labios. Eso lo tranquilizó en cierta manera. Le dio otra calada al cigarro, convencido de que sus temores eran infundados.
Velasco advirtió que un coche se acercaba a su posición. Abrió la ventanilla, tiró la colilla y la volvió a subir para protegerse de la lluvia. Respiró profundamente, tratando de relajarse.
Las luces de un automóvil se reflejaron en su retrovisor. El Porsche Cayenne de color oscuro circuló con lentitud hasta detenerse en paralelo a su coche. La puerta de atrás se abrió y del automóvil descendió un joven de cabello rubio enfundado en un elegante abrigo negro. Inspeccionó ambos lados de la calle y entró en el de Velasco. Se acomodó en el asiento del copiloto. Sin pronunciar palabra, se alisó la solapa del abrigo con la mano, esforzándose en deshacerse de las gotas de lluvia. Velasco tragó saliva al reconocer a su acompañante. Gilgamesh en persona. El otro automóvil se alejó.
—¿Qué ha respondido tu hombre? —le preguntó de forma áspera. Sus ojos observaron su alrededor sin dignarse mirarlo.
—Es un hombre terco, no ha querido oírme. —Velasco, cabizbajo, tragó saliva por segunda vez—. Ya os dije que sería difícil convencer a Puigcorbé.
Gilgamesh le lanzó una mirada de odio. El policía pudo sentirla hasta en lo más profundo de su cuerpo. Las manos comenzaron a temblarle; siempre le ponía nervioso ese hombre. Su tranquilidad, sus modales exquisitos y su frialdad escondían una rabia animal.
—¿Has acabado con él, entonces? —preguntó sereno. Las órdenes dadas eran claras, convencerlo con palabras o eliminar al sujeto.
—¿Qué? ¿Creéis que puedo disparar a Puigcorbé en un puto cementerio? Ese tío es muy bueno con una jodida arma en la mano. Tendremos que esperar una mejor ocasión.
Gilgamesh resopló, pero en esa ocasión, malhumorado. Con todo, debía aceptar un hecho: el detective de Homicidios era un verdadero incordio, un digno rival con cualidades que incluso competían con las suyas, realidad que lo estaba mortificando.
—Es excepcional, lo sé —respondió el bushi. Las palabras de la máxima figura de la seguridad de la orden sorprendieron al comisario—. Pero esa circunstancia no te dispensa de tu ineptitud, tenías unas órdenes que cumplir.
Velasco se estremeció. De pronto, supo que su muerte estaba próxima. En ese momento, se acordó de sus hijas, de su esposa, de la lujosa mansión donde vivía. Recordó que nada en esta vida era gratis y que tampoco nadie resultaba imprescindible.
—¿Te has preguntado si la muerte es el final de todo? —le consultó, al tiempo que le enseñaba el puñal que llevaba en la cintura. Velasco abrió los ojos, quedándose pálido—. Nuestra orden dice que no, que somos energía, y esa energía nunca se pierde en el universo. Si he de serte sincero, yo no estoy tan seguro. Y si, en realidad —se detuvo y depositó el pequeño cuchillo en el salpicadero—, cuando perecemos nos desconectamos de la vida sin más. Puede ser que las diversas religiones que el ser humano ha creado sean sólo una forma de aplacar nuestra frustración, y que finalmente no haya nada.
Velasco no contestó. Un frío sudor le recorrió la frente cuando fue consciente de su destino. Con su corazón palpitando con fuerza, hubiera querido gritar: «Lo siento... Lo arreglaré... Se lo juro». Pero sabía que suplicar no era un recurso que fuera a funcionar, como tampoco se le pasaba por la cabeza medirse con «el guardián»; estaba en desventaja. Y si, en un suponer, salía airoso del enfrentamiento, sólo sería cuestión de tiempo que dieran con él. Su sentencia estaba firmada: iba a morir. Pero le quedaba algo por hacer, asegurarse de que su familia estuviera a salvo.
—¿Sabes qué representa este puñal? —preguntó Gilgamesh, desenfundando y mostrándole un puñal que parecía una catana japonesa en miniatura.
Velasco negó con la cabeza con la frente perlada de sudor y con el miedo atenazándole las cuerdas vocales.
—Se llama Tanto, es un arma samurái —explicó mientras lo mantenía en alto y lo giraba moviendo la muñeca. Velasco se quedó hipnotizado con el brillo de la hoja—. Se utilizaba en combate junto con la catana o en la lucha en el cuerpo a cuerpo. No obstante, tenía otra utilidad más honrosa. El samurái recurría a él para proteger su propio honor. Cuando fallaba a su señor, esta arma era la destinada para culminar el suicidio ritual, el Seppuku, o como lo conocemos en Europa en su traducción grotesca, el haraquiri.
El comisario no articuló palabra. Con el ceño fruncido se preguntó cómo un hombre podía estar tan loco como para rajarse las tripas a causa de una estupidez como el honor.
—Ten —dijo ofreciéndole el puñal. Velasco, con el rostro aterrado, vaciló—. Te brindo la oportunidad de acabar con tu vida dignamente. De lo contrario, morirás del mismo modo, y contigo el resto de tu familia. La decisión es sólo tuya.
Velasco miró a Gilgamesh como si estuviera viendo al mismísimo ángel de la muerte o a cualquiera de sus hermanos caídos con otras o similares aptitudes. Con las manos temblorosas y empapadas de sudor, cogió el Tanto. El bushi asintió complacido.
—Te explicaré brevemente el ritual que seguían los samuráis —le indicó con una serenidad inaudita, como si estuviera disfrutando del momento de agonía del comisario. Le entregó un pañuelo blanco y continuó relatándole el terrible ritual—. Coge la empuñadura con este paño. Debes hundir el Tanto en el lado izquierdo de tu vientre y acompañarlo hasta el lado derecho, después vuelve al centro para ascender hasta el esternón. Si no eres lo suficientemente digno, hay otra alternativa: el jigai, una muerte exclusivamente para mujeres. Las seguidoras del Bushido se seccionaban la arteria carótida. Te prometo que tu familia quedará al margen de esto. Obraste con inteligencia al no hablarles de nuestro vínculo y gracias a tu discreción ellos vivirán. Pero reitero, todo depende de ti.
Velasco observó el puñal como la personificación de todos sus errores, el verdugo que acabaría con su sucia entrega a la traición de los sagrados principios de su profesión. ¿Qué podía hacer que no fuera aceptar el castigo? No podía huir. Conocía el poder de la logia.
Comprendió que no se podía vender el alma al diablo y pensar que exclusivamente nos iba a recompensar con riquezas y poder. El demonio siempre regresa, hambriento, recordándonos nuestro pacto y nuestros pecados. Era su particular Juicio Final.
—Me gustaría estar solo... si no le molesta —balbuceó entre suspiros.
Gilgamesh asintió. Le dedicó una última y leve reverencia, abriendo la puerta del coche. Sin embargo, antes de salir, se volvió hacia él.
—Te ruego que no trates de hacer ninguna estupidez, comisario. Piensa en tu familia, no me obligues...
Velasco asintió. Gilgamesh lo estudió con la mirada.
—De acuerdo, agente. Te daré la intimidad que me solicitas. Estaré fuera, cerca.
El comisario observó el Tanto como si el arma fuera a cobrar vida de un momento a otro para reclamar la suya. Lo acercó a su estómago y sintió una oleada de pánico. Rajarse la barriga le produciría un dolor insufrible. Obedeció a su mente, retirándolo unos centímetros. Demasiado cobarde. No podía hacerlo. No obstante, era crucial si deseaba que su familia viviera. El seguro y la paga de viudedad le proporcionaría a su esposa una vida apacible, y sus tres hijas podrían crecer, ir a la universidad, casarse y formar una familia. Pero para que ese futuro se convirtiera en una realidad, él debía sacrificarse.
Un minuto después volvió a colocar la punta del puñal sobre su camisa. Intentó de nuevo calcular el dolor que agitaría su mente cuando hundiera el puñal en su barriga. Cerró los ojos y resopló angustiado. Su mente le jugó una mala pasada y pensó en la otra variante, el jigai. Cavilar con la suposición de rajarse la arteria carótida acentuó más su aprensión al dolor, no pretendía degollarse y morir como un cerdo.
Angustiado, dejó el puñal en el asiento del acompañante. Encendió un cigarro. Miró la calle con el rabillo del ojo. A través de la ventanilla logró distinguir la figura del asesino, esperando en medio de la lluvia a que finalizara con el maldito ritual. Le dio una calada a su último cigarrillo y fantaseó con la posibilidad de desenfundar el revólver y disparar al monstruo por la espalda. Podía ser una primera fase para un plan más laborioso. Le pegaba un tiro, escapaba, cogía a su familia y desaparecían para siempre. La idea prometía, tanto que incluso acercó su mano a su cintura, pero al instante, se arrepintió. ¿Toda la vida huyendo? ¿Era ésa la clase de vida que quería para sus hijas? Le dio otra calada al pitillo y observó cómo las volutas de humo blanco se evaporaban con su ficticio plan de fuga.
Miró el Tanto con recelo y decidió dejarlo sobre el asiento del acompañante. No utilizaría el puñal japonés, inclinándose por una muerte más acorde con su profesión, una que no levantara sospechas. Sacó de su funda su arma reglamentaria. Tensó los músculos de la cara y respiró profundamente. Por última vez, le dio una larga calada a su cigarro y quitó el seguro del revólver. Echó atrás la cabeza y colocó el arma debajo de su barbilla. Un último pensamiento pasó por su mente, siendo tan leve que desapareció con la última ráfaga del humo que expulsaron sus pulmones. Apretó el gatillo.
Un disparo resonó en la noche. Un destello de luz, salpicado por la explosión de un líquido rojo y viscoso.
Después, silencio. Nada.
Gilgamesh se giró sobresaltado por el estruendoso disparo. Caminó apresurado hasta el coche. Cuando abrió la puerta observó una secuencia que a otros les hubiera hecho vomitar, pero que a él ni le inmutó. El interior del automóvil parecía una maldita matanza. La sangre resbalaba por los cristales de las ventanillas, por la luna delantera y cientos de trocitos de masa encefálica se repartían por toda la moqueta. Gilgamesh guardó el puñal y le dedicó una mirada de repulsa al policía. Éste estaba recostado en el asiento del conductor, muerto, y su cara destrozada mostraba un extraño rictus. Aquel hombre había resultado un cobarde hasta en su final, un ser indigno que bien merecía la muerte.
Gilgamesh se alejó del coche, sin prisas, y sin ningún tipo de miedo. ¿Qué clase de temor podía tener «el guardián» de los dueños del mundo? Nadie podía hacerles frente y los gobiernos humanos eran simples marionetas para la orden.
La muerte de Velasco estaba planificada. El policía conocía la organización y el tiempo les había enseñado a no confiar en la lealtad humana. Además, serviría como una seria advertencia para el rebelde agente de la ley, una muestra de lo que le ocurriría si no consideraba su propuesta.
Gilgamesh llegó hasta el automóvil y uno de sus hombres le abrió la puerta. Tomó asiento. Dio una orden, como siempre, firme y escueta.
—Vámonos.
Observó a través de la ventanilla cómo la lluvia no dejaba de caer sobre la ciudad. De pronto, ideó una nueva estrategia que el comisario les había brindado con su suicidio. Tomó el móvil e hizo una llamada, convencido de que había encontrado una alternativa para cazar a Puigcorbé, si éste se negaba a ser eliminado.