61

El término coacción seguía resonando dentro de la cabeza de Beltrán y el secuestro de la familia del policía no hacía más que acrecentar su preocupación. Alarmado, montó la batería del móvil y buscó en la agenda el número de Verónica. Por su parte, Enric estudiaba a unos metros de su posición y en compañía del policía, el extraño objeto de oro que escondía la estrella de arcilla.

La pantalla del móvil parpadeó, alertándole de que tenía tres SMS. Leyó el primero, era de Verónica:

He ido a visitar a mis padres. Intenté ponerme en contacto contigo, pero debes de estar sin cobertura o sin batería. Lucía está conmigo. Llámame cuando puedas. Tranquilo, la niña está bien. Un beso. Por cierto, me gustó mucho tu despedida.

Exhaló un suspiro de alivio. Los dos mensajes restantes decían lo mismo. «Chica previsora, mandó tres mensajes iguales para que alguno me llegara». Dedujo que no era el momento de tener una conversación, había cosas más importantes que resolver.

«Estoy bien. Siento no poder llamarte, lo haré cuando me sea posible. A mí también me gustó tu despedida. Ojalá todas sean iguales a partir de ahora», fue su escueto mensaje por el móvil.

Cuando desconectó el móvil, pensó que quizá su mensaje resultaba un tanto frívolo. Sin embargo, por alguna extraña razón necesitaba sentir el cariño de alguien, y esa necesidad se concretaba en la persona de Verónica. Se sentía solo, sus amigos habían muerto y lo que más necesitaba era saber que había dos personas esperándolo, dándole sentido a toda aquella historia.

Al regresar junto a sus dos acompañantes, encontró a Puigcorbé de pie, con los brazos cruzados, observando al egiptólogo. Éste, por el contrario, estaba sentado en una mesa de hormigón cercana, contemplando el amuleto con una expresión radiante en el rostro, como si fuera el acertante a la lotería que guarda entres sus manos el boleto premiado. Hipnotizado, analizaba en una concentración absoluta cada recoveco del objeto mientras gesticulaba continuamente con asombro y admiración.

—Profesor, ¿es el ojo? —preguntó Puigcorbé, impaciente. La parsimonia del egiptólogo lo sacaba de sus casillas.

Beltrán miró a Enric y prefirió darle unos minutos para que acabara su análisis del amuleto.

—¡Fabuloso! Simplemente... es extraordinario —acertó a murmurar Enric.

—¿Es el Ojo de Horus? —preguntó esta vez Beltrán al ver que el egiptólogo seguía ensimismado con sus descubrimientos.

Enric levantó la mirada para reconocer a Marc. Las miradas de los tres se entrecruzaron, unos esperando la ansiada respuesta y el profesor preguntándose a qué venía tanta prisa. Tras un cómico momento de silencio, Enric comprendió y se disculpó haciendo una pequeña reverencia.

—¿Es el Udyat?

—Sí... eso creo.

—¿Eso cree? —le reprendió el agente, con el tono de voz de un maestro de escuela al regañar a un alumno que no conoce la respuesta.

—Agente... compréndame —dijo tratando de disculparse—, esto escapa a mis conocimientos.

—¿No es usted egiptólogo? —le recriminó.

—Lo soy, pero nunca antes había visto nada parecido. A pesar de que su similitud con el Ojo de Horus que conocemos es más que evidente, estamos ante un objeto que tiene una antigüedad de entre doce mil y quince mil años. Eso suponiendo que la leyenda sea cierta y que este amuleto fuera el utilizado por Isis para resucitar a su marido Osiris. Quince mil años es una cifra más que considerable para aventurarse a dar una respuesta rápida después de un simple reconocimiento visual.

—Y según tu opinión... —intervino Beltrán, más calmado que el rudo policía.

—Puede ser que se trate del Ojo original del dios Horus, el que, según cuenta la leyenda, Thot le ofreció a cambio del que perdió en su batalla contra su malvado tío Seth.

—Seth le arrancó el ojo, ¿no?

—Exacto, Marc. Según el mito, Thot se lo curó con su saliva. Sin embargo, Horus hizo lo propio con los genitales de su tío.

Tanto el policía como el informático parpadearon ante la agresividad exhibida por las leyendas egipcias. La etimología egipcia sobre la castración era, por lo menos, impactante.

Enric continuó relatándoles la gran importancia del objeto que mantenía entre las manos.

—El Ojo de Horus significaba el símbolo del orden establecido y los egipcios lo utilizaron como amuleto para defenderse del mal de ojo, de enfermedades de la vista y para cuidar de los difuntos. Además, fue un arcaico sistema de numeración fraccionado en divisiones de capacidad en el Antiguo Egipto. Para que entendáis la importancia y repercusión del Udyat os diré que organizaciones secretas como los masones o los iluminatis lo convirtieron en uno de sus principales símbolos. En un simple billete de un dólar se puede observar el Ojo de Horus dentro de una pirámide representando el ojo que todo lo ve, el ojo del Gran Arquitecto del Universo. Es curioso que ese mismo símbolo personificara la Santísima Trinidad, la mirada divina para los cristianos, ya que el triángulo, posiblemente la alegoría de una pirámide, representa el número tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo, o lo que es lo mismo, Osiris, Isis y Horus. Incluso diferentes empresas en la actualidad utilizan el Ojo de Horus y lo camuflan en sus logotipos. Simplemente, os estoy diciendo que el poder de este símbolo ha perdurado durante millones de años en la mente humana. Los antiguos pueblos aztecas dibujaban en sus códices lo que llamaban «el ojo del cielo», y en las leyendas de los pueblos nórdicos, Odín sacrificó un ojo para alcanzar la sabiduría. Durante el transcurso de los tiempos, ha estado siempre presente y ha sido representado en las grandes culturas que anteceden a la nuestra, como en Mesopotamia, en la Grecia antigua o en Roma, hasta llegar a nuestros días. Fijaos por ejemplo en el ojo de Sauron, en la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, o en el símbolo que utilizan los médicos en sus recetas, el Responsum Raphaelis, Rp o Rx. Este símbolo moderno se derivó de la combinación entre el Ojo de Horus y el signo de Júpiter.

—Gracias por las explicaciones, profesor —le interrumpió Puigcorbé—. Pero, sobre el objeto, ¿qué ha averiguado? ¿Lo había visto antes? ¿Se le ocurre cualquier cosa que pueda sernos útil para encontrar el papiro?

Enric tomó una bocanada de aire y sonrió.

—Eso era lo que les iba a explicar, agente. Hay una buena noticia de la que debo informar. A pesar de que el Udyat que conoce la egiptología es ligeramente diferente, por otro lado lógico al ser posterior a éste, ya había visto este objeto en otro lugar, en un grabado que levantó en su momento una gran controversia entre los egiptólogos. No puedo creer que mi padre lo escondiera allí.

—¿Dónde?

Beltrán frunció el ceño y ordenó sus ideas. No dejó que el egiptólogo tuviera su momento de gloria e inconscientemente respondió:

—El templo de Debod.

Enric no se molestó ante la intervención del informático, algo que hacía resaltar su personalidad apacible. Sonrió y asintió a Marc.

—Exacto. En una de sus estancias, la que teóricamente conduce a la antigua cripta, existe un grabado, esculpido en un bloque de piedra, con la forma idéntica a la de este amuleto. Estoy seguro de que detrás de esas paredes se oculta el papiro.

—Puede ser... pura coincidencia —reprochó Puigcorbé en tono escéptico.

—Agente... existen más evidencias que me hacen pensar en esa posibilidad. Éste es el ojo derecho de Horus. Observen su posición —dijo mostrando la reliquia. Los dos alargaron el cuello para estudiar el amuleto. Efectivamente, su posición indicaba que Enric estaba en lo cierto. Sin embargo, no entendían lo que el egiptólogo quería demostrar.

Marc Beltrán recurrió a una técnica hacker que empleaba en el pasado y comenzó a pensar en lo último que acababa de decir el profesor. En su búsqueda por obtener un nuevo y mejor enfoque del misterio había utilizado la lógica lateral.

—¿Insinúas que hay dos ojos? —le preguntó.

Enric se estremeció ante el apabullante instinto lógico del programador. Tragó saliva, todavía impresionado, y asintió.

—Hay quien opina que es el mismo, sin importar que su posición indique el derecho o el izquierdo, pero es una idea errónea desde sus cimientos. El ojo derecho representa a Ra, el dios Sol para los egipcios, la deidad solar en Heliópolis, la ciudad del Sol, la más importante en el Antiguo Bajo Egipto. Ra representaba la luz de la estrella celeste, origen de la vida, y era el encargado de custodiar el ciclo de la muerte y la resurrección. El ojo izquierdo, por el contrario, representa otro cuerpo celeste, la Luna, astro asociado a la propia Isis, la reina del cielo. Isis adquirió su poder sobre el Heka cuando descubrió el nombre secreto de Ra, que más adelante, durante el Imperio Medio, se le identificó con Amón, dándole el nombre de Amón-Ra. Imaginen, dos dioses, lo masculino y lo femenino, dos ojos, el Sol y la Luna.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con el templo de Debod?

—El templo de Madrid es el único que divide su culto en dos deidades. Podéis hacer vuestras propias apuestas sobre a qué clase de deidades me estoy refiriendo.

—¿Amón-Ra e Isis?

—Sí. ¿No os parece fantástico el simbolismo utilizado por mi padre para esconder el papiro? Debéis saber que este templo es particularmente inaudito, ya que los templos egipcios eran dedicados a un solo dios principal, aunque se adorara a otros dioses en su interior.

—De acuerdo... dos dioses... Fabuloso sí, pero ¿y qué nos dice eso? —preguntó Puigcorbé, que no encontraba aún la conexión.

—Amón es en realidad Ra, el Sol. Isis es, por el contrario, la personificación de la Luna. El Sol y la Luna, el ojo derecho y el ojo izquierdo de Horus. Significa sencillamente que ese templo ocultaba el misterio de la leyenda de Osiris. En otras palabras, quizá mi padre, conociendo la importancia de Debod, escondiera allí el papiro, justo en el epicentro del enigma, en el único templo que existe con una dualidad de culto tan significativa. Por no mencionar el grabado, que parece una flecha que indica la ubicación del tesoro.

—¿Puede existir otro amuleto? ¿El izquierdo?

—Lo dudo, Marc. Además, como dije antes, Isis obtuvo su poder sobre la magia, el Heka, mediante el conocimiento del nombre secreto de Ra, el dios Sol, el ojo derecho de Horus, éste precisamente —respondió mostrando el amuleto—. Para los antiguos egipcios este amuletum, usando el término latino, poseía poderes sobrenaturales que le otorgaban ciertas fórmulas mágicas. El amuleto se llenaba de ese poder y no lo perdía hasta que su forma se deteriorase o fuera destruido. Por tanto, tenemos en este objeto las dos deidades reunidas, el poder del dios Sol, Amón-Ra, y el poder del Heka que poseía Isis.

Beltrán se rascó la parte posterior de la cabeza, pensativo.

—¿Cómo llegó a las manos de mi mujer?

—Quizá... mi padre se lo entregara. Se sabe que los egipcios enterraban amuletos de gran poder debajo de los cimientos de sus templos, tratando de consagrar el edificio en un acto mágico para el culto a su dios y para protegerlo. Mi padre estuvo presente en el desmontaje del templo de Debod en su ubicación original y, posiblemente, lo encontró debajo de los bloques de piedra. Otra hipótesis nos conduce a especular que los padres de tu esposa se lo transmitieran de algún modo. Ya oíste a Jafet, los padres de Silvia eran custodios de un gran secreto. Lamentándolo mucho, nunca sabremos cuándo comenzaron a trabajar conjuntamente tu esposa y mi padre, y quién de los dos poseía el amuleto.

Beltrán meneó la cabeza. La suposición del egiptólogo no le parecía verosímil.

—Eso importa poco en estos momentos —intervino Puigcorbé con el sentido de la urgencia pinchándole en el pecho. Estaba harto de tanto dato y parafernalia egipcia y había que tomar decisiones—. Si estás en lo cierto y ese templo guarda lo que andamos buscando, deberíamos ponernos en camino. Tenemos unas siete horas de trayecto hasta Madrid. Durante el viaje, ya tendréis tiempo de aclarar esas minucias.

Los dos hombres no tuvieron más remedio que aceptar las palabras del policía como la alternativa más coherente. Debían marcharse, y de inmediato.

Durante varios minutos nadie habló en el interior del automóvil. Beltrán observaba el horizonte con la mirada perdida. No acababa de encajar todas las piezas en el rompecabezas. A su lado, Puigcorbé conducía con el rostro tenso. Sus ojos brillaban como los de un felino enjaulado y daba la impresión de que el animal que llevaba dentro esperaba pacientemente a que las puertas de su prisión se abrieran para abalanzarse sobre su enemigo. Sereno, aguardaba su momento con la tranquilidad que inunda un campo de batalla instantes antes de que comiencen las hostilidades. En el asiento de atrás, Enríe seguía estudiando el objeto con meticulosidad. El descubrimiento del amuleto lo tenía fascinado y, de los tres, era con diferencia el que estaba más abstraído en la situación por la que atravesaban. Escribía unas notas en su cuadernillo cuando, de pronto, se incorporó y extendió el brazo, ofreciéndole el Udyat al informático.

—Pruébatelo.

Beltrán giró la cabeza y arqueó la ceja, sorprendido. Escrudiñó intermitentemente el amuleto y a Enric, que interpretando el papel de joyero, había convertido el objeto en un improvisado colgante, pasando un cordón negro por una ranura minúscula situada en la parte superior del ojo. Beltrán accedió a ello sin comprender qué se traía entre manos. Para su sorpresa, el colgante le quedó a la altura del corazón.

—¿Qué se supone que estáis haciendo? —les preguntó el policía mirando por el retrovisor, sin entender a qué estaban jugando.

—Para que el amuleto funcionara, los egipcios creían que debía estar a la altura del corazón, como se lo colocaban a sus momias. Además, su portador debía tener una razón de peso para recitar el sortilegio, un sentimiento que escapara a la comprensión humana, como por ejemplo el amor —explicó Enric con un tono de voz sosegado. Sin duda, las personalidades del policía y el egiptólogo eran contrapuestas como lo son el día y la noche. Miró a Beltrán y le sonrió—. Guárdalo, en realidad es tuyo.

—Enric, llegado el momento, ¿sabrías traducir el sortilegio?

Enric se quedó pensativo, revelando que no las tenía todas consigo.

—Puede ser... aunque no te aseguro nada. Los jeroglíficos egipcios siguen siendo un misterio y todavía no sabemos si su interpretación es la correcta. No sé si sabéis que los jeroglíficos egipcios se consiguieron descifrar gracias a una piedra encontrada en un puerto comercial de una población egipcia llamada Al-Rashid, aunque los europeos la llamaron Rosetta. Los franceses, al mando de Napoleón, hicieron ese increíble hallazgo que hoy en día se expone en el Museo Británico de Londres. Es conocida como la Piedra de Rosetta. Es una piedra granítica escrita con tres tipos de escritura: con jeroglíficos, «la escritura de las palabras divinas» para los egipcios; en demótico, la escritura del pueblo, y por último, en griego. Jean-François Champollion fue quien consiguió descifrar los jeroglíficos y su funcionamiento a partir del estudio de otras lenguas como la copta, idioma que provenía de los antiguos egipcios. No obstante, hay quien afirma que su significado es más amplio que la traducción a nuestro abecedario.

—¿Crees que Champollion no logró descifrarlos correctamente?

—No me atrevería a tanto, Marc. Únicamente sugiero que debemos recordar que son símbolos que transmiten una idea, no simples palabras en un idioma antiguo. Además, si el papiro existe, tenemos que hacernos a la idea de que vamos a toparnos con unos jeroglíficos diferentes, por decirlo de algún modo, ya que ese papiro es en realidad el texto más antiguo que se conoce en la historia de la humanidad y supongo que se trata de un sistema de signos parecidos a los que la egiptología moderna conoce, pero en un estado menos evolutivo...

Enric exhaló un suspiro de resignación y se quitó las gafas. Beltrán lo miró, extrañado.

—¿Qué ibas a decir?

—Bueno, es una teoría algo extravagante, pero hay investigadores que mantienen que lo que Egipto sufrió en realidad fue una regresión» y no una evolución lógica a consecuencia del paso de las dinastías. Lo prueban al exponer que las primeras dinastías, como la cuarta, realizaron obras de una elaborada ingeniería y que construyeron impresionantes monumentos, demostrando avanzados conocimientos matemáticos y arquitectónicos que otras dinastías posteriores no fueron capaces de superar. En pocas palabras, las primeras dinastías poseían conocimientos más avanzados que las dinastías subsiguientes. A eso me refería con el término «regresión».

—¿Cómo pudo pasar algo así?

—Algunos investigadores piensan que antes de la era predinástica egipcia, existió un cambio climático que arrasó Egipto. La población, los pocos que sobrevivieron a una terrible hambruna, tuvieron que comenzar con los conocimientos que atesoraban en su memoria porque los sacerdotes eran reacios a escribir lo que denominaban «el conocimiento de los dioses» en piedra o en papiros. Por tanto, ese vasto conocimiento se fue evaporando poco a poco. Te pondré un ejemplo. Imagínate que la actual sociedad queda desolada por un nuevo y terrible cataclismo y que sólo unos pocos sobreviven. ¿Serías capaz de explicarle a un niño lo que representaba o era un ordenador si ya no existiera tal tecnología? Sin duda, el pequeño comprendería que una vez existió una especie de caja de metal que realizaba diferentes tareas increíbles, pero su mente nunca llegaría a abarcar lo que realmente representaba un ordenador y cuando se lo relatara a su hijo, la realidad de aquel objeto y sus funciones quedarían desvirtuadas. Hazte una idea en qué estado llegaría la información sobre lo que era un ordenador a partir de la décima generación.

—¿Quieres decir que los egipcios fueron olvidando unos conocimientos primigenios mucho mayores de lo que nos podemos imaginar?

Enric esbozó una sonrisa forzada y se encogió de hombros.

—Es de locos, ¿verdad?

—No, para nada. No es que discuta la hipótesis, pero, en lo referente a los jeroglíficos, ¿en qué nos afectaría?

Enric suspiró. No quería ni imaginarse de que la posibilidad pudiera darse.

—Nos encontraríamos con una escritura más avanzada. Marc, una escritura tan avanzada que reuniría el conocimiento completo del Universo.

Beltrán asintió y guardó el amuleto por debajo de su camiseta. No estaba tranquilo, había una pieza suelta que por más que le diera vueltas y vueltas no encajaba en ningún hueco. Sus quebraderos de cabeza se concentraban precisamente en el Ojo de Horus, y no en el que llevaba colgado del cuello, sino, en el otro... en ese supuesto ojo izquierdo que Enric se negaba a aceptar que existiera. Su representación con la Luna y que se relacionara con la diosa Isis eran evidencias demasiado palpables para desestimarlas totalmente. A pesar de que Enric hubiera matizado la inexistencia del objeto, su instinto le decía lo contrario, ya que Isis era la clave de todo aquel enrevesado misterio. Su experiencia le indicaba que el enigma acababa de comenzar. Con los ojos clavados en la carretera se repetía la misma pregunta vez tras vez.

«¿Dónde está el ojo izquierdo... y qué poder esconde?».

El legado de Osiris
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