2
Cementerio de Montjuïc. Un año después
El día despertó gris, con la amenaza de que en cualquier momento comenzaría a llover. Aquella mañana lánguida envolvía con su nostalgia a un hombre que observaba cómo el cielo se había propuesto acompañarlo en su penitencia. Una leve neblina inundaba la ciudad y la brisa impasible acarició su semblante. Marc Beltrán prestaba exclusivamente atención a una lápida, revelando con la mirada el sufrimiento que sólo conoce el que ha perdido lo que más amaba.
Aquel impresionante cementerio no era muy diferente de cualquier otra necrópolis: un lugar solitario reservado al descanso eterno de los muertos; un trozo de terreno santo que amplificaba las sensaciones que agitan el corazón de un humano, el vacío y la soledad; un espacio donde hombres y mujeres entierran el amor, donde se incineran recuerdos, pero donde nos negamos a despedirnos de lo que no volverá jamás.
Beltrán suspiró con angustia. A pesar del paso del tiempo, no podía borrar de su memoria el pasado, y ese sentimiento de desesperación le ardía dentro, consiguiendo resquebrajar su interior con tanta fuerza que percibía que un pedazo de él había perecido con ella. El panorama se presentaba duro para un hombre que pese a desear con todas sus fuerzas que el tiempo lo curase todo, comprendía que su vida se había convertido en una grotesca pesadilla de donde no conseguía salir. El cruel destino se la había jugado transformando su existencia en una absurda broma, arrancándole de un zarpazo lo que más quería.
Los ojos de Beltrán, entornados y enrojecidos, revelaban un dolor agudo y sus pronunciadas ojeras, noches sin dormir. Un dolor devastador que minimizaba todas las cosas positivas que todavía existían en su vida y acrecentaba el recuerdo de su esposa, transformándolo en una ola gigantesca que lo arrasaba todo a su paso. Lentamente, como si en ese preciso momento el tiempo se hubiera detenido y hubiera dejado de tener valor, se inclinó y depositó, con una mano temblorosa, un bello ramo de flores sobre el frío mármol. Esbozó una pequeña sonrisa, ahogándola instantes después entre su tristeza. Sacudió la cabeza y entrecerró los ojos, notando cómo la ansiedad hacía acto de presencia en el peor de los momentos para volver a apretar su cuello con tanta fuerza que le impedía respirar. Trató de sacudirse aquella sensación asfixiante, recordando los besos de su mujer, una dulce miel que saboreaba y que lograba volverlo loco. En ese preciso momento, pareció sentirlos como la primera vez. Cerró los ojos y deseó conmemorar una época lejana. No lo consiguió, llevándose la mano a la frente en un intento de tratar de paliar el terrible dolor de cabeza. La cruda realidad le recordó que su vida se había convertido en un mal sueño y que nunca volvería a ser como en el pasado. Frunció el ceño. Su mente le había jugado de nuevo una mala pasada, recobrando la sensatez al reparar en el nombre de la ocupante de la tumba. La propietaria de la angustiosa lápida era su esposa, Silvia Méndez.
Se incorporó paulatinamente con el peso del dolor agarrado a sus piernas. La fotografía de una mujer sonriente en el lado derecho de la repisa de la tumba era una maldita burla que llegaba a desesperarlo. Ella ya no estaba y por más que se esforzara en guardar con intensidad su recuerdo, ella nunca volvería. Ésa era la dura verdad.