25
Gilgamesh caminó con paso firme por el amplio pasillo. Su rostro frío y carente de emociones revelaba una gran concentración, un control físico y mental ejercitado durante años. Su puesto en el organigrama de la organización no le permitía demasiadas concesiones, y aquella noche las había concedido. Él era un guardián, un hombre de la guerra... un bushi. En esos momentos, su mente ordenaba de manera minuciosa y hasta obsesiva cada detalle de esa noche, consciente de la delicada situación en que se hallaba la organización. Un pequeño error daría al traste con el trabajo de todos aquellos años. Su culto se encontraba cerca... muy cerca de su máximo objetivo y no quería ser recordado como el guardián que había fallado.
Gilgamesh continuó su marcha por el interminable pasadizo del húmedo castillo. Su sombra alargada, a causa de la iluminación oscilante de las antorchas, reflejaba sobre el pulido suelo la imagen amenazante de un asesino que no se detenía ante nada, enorgulleciéndose de ser un perfecto ejecutor en su cometido. Sin embargo, la aparición de un insignificante miembro de la ley le había hecho tomar conciencia de su condición de mortal y que, incluso él, podía fallar. La leve herida en su hombro le recordaba, como un testigo mudo, que su inesperado enemigo sería un hueso difícil de roer, un verdadero quebradero de cabeza que estaba dispuesto a eliminar. En la próxima ocasión que se encontraran no iba a subestimarle: el subcomisario de Homicidios, Roberto Puigcorbé, había firmado su sentencia de muerte.
Dos hombres debidamente uniformados con sendos trajes negros custodiaban la gran puerta de madera noble al final del pasillo.
Uno de ellos, de considerable estatura, levantó la mirada y observó la imagen de un ángel de cabellos dorados y rostro angelical que se acercaba a su posición. El gigantón tragó saliva y tensó los músculos de la cara. Gilgamesh esbozó una sutil sonrisa de satisfacción al percibir la reacción, reparando cómo el cuerpo del tipo se tensaba y adoptaba una posición de sumo respeto. Le abrió un ala del portón, al tiempo que realizaba un gesto de confirmación, dándole su beneplácito para que entrara en la ceremonia litúrgica. El bushi se mostró frío como de costumbre y ni se dignó mirar a su lacayo.
La sala sombría mostraba un inquietante ambiente.
La tenue luz que inundaba la estancia provenía de un grupo de antorchas colgadas en la pared que circundaban la gran habitación. En el centro del hemiciclo, una joven desnuda se hallaba sobre un altar rudimentario de piedra. El guardián atisbo entre la negrura las manos y los pies de la joven atados con cuerdas, revelándole la verdadera razón de la reunión: un sacrificio humano a su dios Seth. Detrás del altar, una figura oscura ataviada con un hábito se dirigía a un grupo de personas enfundadas con idénticos hábitos. Aquellos monjes eran simples espectadores de la ceremonia, sentados en sus lujosas sillas, formando un círculo místico alrededor del altar. Sobre el pecho de los presentes sobresalía un símbolo de color rojo, como el pelo del mítico dios, que contrastaba con el color negro del hábito. El símbolo del culto: la serpiente sagrada enroscándose a una pirámide.
Gilgamesh cruzó los brazos y se apoyó en una columna esperando la conclusión de la ceremonia, que no era otra que la muerte de la jovencita de esbelta figura y pelo dorado.
La sangre de la virgen calmaría a su dios, el dios de la guerra, la deidad oscura que veneraban los egipcios, aunque según sabía, su adoración fue únicamente iniciática y exclusivamente algunos sacerdotes del Antiguo Egipto mantuvieron su credo en secreto hasta la actualidad.
El sacrificio humano los ayudaría a llevar a cabo su misión y descubrir el secreto de Osiris.
El guardián era escéptico con toda aquella parte espiritual de su organización, una parafernalia que no acababa de comprender. Él respiraba y vivía entregado a su misión: cuidar de los intereses de la logia y la protección de su maestro. Le debía gratitud eterna. El sumo sacerdote había proporcionado una nueva vida y un propósito a un huérfano que subsistía como podía en un maldito orfanato olvidado por el resto de la humanidad. Le ofreció una educación consistente en una preparación física y mental, gozando de la bendición de acceder a conocimientos secretos y a los más convencionales para la sociedad moderna, al tiempo que preparaba su cuerpo con un estricto entrenamiento diario en la lucha cuerpo a cuerpo y en el uso de armas. Tras años de preparación, se había convertido en lo que era... en el mejor guardián... el mejor bushi.
Cuando el maestro hundió el cuchillo en el cuello de la chica no sintió nada, ni resentimientos, ni arrepentimiento. Cuando los gritos ahogados de la joven, vociferando su agonía, reverberaron por toda la estancia, únicamente se dedicó a chasquear la lengua de puro aburrimiento. En realidad, estaba muy lejos de sentir debilidad, ni ninguna de las sensaciones que lo podían convertir en un humano corriente. Entrecerró los ojos al contemplar cómo la sangre de la virgen recorría los surcos del altar, dibujando en la piedra la imagen del dios, dándole la impresión de que la deidad egipcia abrazaba a la joven doncella. No obstante y pese al siniestro espectáculo, no perdió en ningún momento la serenidad en su rostro, ni un ápice de concentración.
Diez minutos después, Gilgamesh esperaba paciente en una habitación anexa, con las manos entrelazadas por detrás de su espalda, a que su señor se reuniera con él. Cuando la puerta se abrió, se cuadró, realizando una humilde reverencia.
—Gilgamesh, me honras con tu presencia.
El maestro lucía el hábito negro y ocultaba su cara debajo de la capucha. Su voz grave era como un susurro y el guardián necesitó aguzar el oído, obligándose a prestar más de la acostumbrada atención. El monje hizo un ademán con la mano para que tomara asiento en una de las butacas, situadas alrededor de una mesa de despacho. Gilgamesh se hundió en una de ellas y esperó, paciente y cabizbajo, las palabras del sumo sacerdote.
—¿Me ha hecho llamar..., maestro?
El silencio de su señor le hizo sentirse vulnerable. El monje se tomó su tiempo y pareció estudiar a su súbdito. Tomó asiento y exhaló un suspiro de resignación que intranquilizó a Gilgamesh.
—Sí, hijo mío. Necesito que me informes. Debo dar cuentas al consejo y no quisiera ser portador de malas noticias.
—Ha habido complicaciones... —Gilgamesh carraspeó.
—Lo sé, por ese motivo estás aquí —le reprochó. El maestro se acomodó en su butaca y entrelazó sus manos, apoyando los codos en los bordes del asiento.
Sus palabras revelaban una advertencia velada. A pesar de que su tono de voz no había cambiado y mantenía un discurso sereno, el modo en que las había pronunciado produjo una creciente sensación de incertidumbre en Gilgamesh.
—Un agente de policía... del Departamento de Homicidios está investigando.
El maestro asintió. El guardián enarcó las cejas al percibir que éste estaba al corriente del inesperado contratiempo.
—Lo sé, nuestro hombre me ha puesto al corriente del sujeto —señaló con un tono de voz molesto. Tomó una carpeta de encima de la mesa y se la lanzó a su ayudante. Gilgamesh la agarró y, tras unos segundos vacilante, la abrió y leyó con avidez su contenido. El monje prosiguió hablando—. Roberto Puigcorbé, subcomisario de Homicidios. Según me ha revelado nuestro hombre, se trata de un buen policía; diría más, el mejor del departamento —advirtió con la lentitud de un camaleón, pero con la misma precisión en sus palabras que el reptil atacando—. Gilgamesh, debes ser consciente de que no se trata de un policía normal ni de una insignificante complicación, sino de un serio contratiempo.
El joven levantó la vista del informe y estudió con la mirada el rostro de su maestro.
—Lo arreglaré, señor —respondió con seguridad.
—No me cabe la menor duda, hijo; eres el mejor guardián que tenemos. Ese hombre debe desaparecer por un simple motivo: según el informe, no está en venta, es rebelde, imprevisible y excelente en su oficio. En pocas palabras, puede poner en peligro la misión. Sin su ayuda, los otros tres son más vulnerables y más sencillos de manipular.
Gilgamesh asintió al tiempo que leía de soslayo el historial de su nuevo enemigo.
—Estoy de acuerdo, maestro.
El monje se levantó de la silla y se acercó a Gilgamesh, colocándole la mano sobre el hombro.
—Confío en ti y sé que conseguirás tu objetivo —dijo mientras apretaba su mano contra el hombro del joven. Gilgamesh sintió la mano del maestro en la herida y trató de evadirse del dolor, pero estaba ahí y lo contuvo como pudo. Apretó los dientes intentando no dar muestras de flaqueza—. Pero recuerda, en ocasiones la vanidad nos juega malas pasadas. Ese Puigcorbé es un soldado entrenado, un profesional como tú, que no ocupa un escalafón más alto en su profesión porque es íntegro, independiente e ingobernable. Sin duda, será la clase de prueba que estás esperando, Gilgamesh. Con todo, debes tener un dato muy presente: no será sencillo.
Cuando su maestro retiró la mano, Gilgamesh sintió cierto alivio. Afirmó con la cabeza, guardando silencio.
—Sobre el marido de la periodista... ¿Qué me puedes decir?
—Esta mañana ha contactado con uno de los hermanos.
—¿Enric Solé?
El guardián asintió.
—Creo que comienza a atar cabos.
El sumo sacerdote pareció meditar sobre aquella circunstancia.
—Interesante. La ceremonia de la abertura de la boca ha sido todo un éxito. Los sentidos de la periodista han despertado en la otra realidad, confirmando que tenía en su poder los documentos que buscamos. Bien, de una forma u otra, llevará a su marido hasta ellos. ¿Qué información has obtenido sobre el señor Beltrán?
—Es un programador de sistemas operativos. En la actualidad trabaja para Microsoft, en una de sus delegaciones en Barcelona.
—Un informático, curiosa coincidencia —musitó con un hilo de voz. Gilgamesh estrechó los ojos, sin perder detalle de la expresión de su maestro—. Esos informáticos son verdaderos magos en esta sociedad moderna. Su conocimiento sobre programación los convierte en personas inteligentes, mentes creadoras e intuitivas capaces de dominar un mundo tan necesitado de la informática. Su poder reside en las palabras, en los textos que utilizan en su idioma de programación. Cualquiera de ellos lograría dominar el poder del Heka.
Gilgamesh arrugó la frente al percibir la conexión.
—¿Los jeroglíficos egipcios, maestro?
El sumo sacerdote hizo un leve gesto de asentimiento caminando de un lado a otro de la habitación por detrás de la espalda de su discípulo.
—Uno de los lenguajes que utilizan los programadores informáticos evolucionará en una época lejana, hasta convertirse en simples símbolos o jeroglíficos...
—¿Qué quiere decir...? —le interrumpió.
El monje suspiró.
—Dejemos este tema para otro momento, Gilgamesh, y centrémonos en la situación que nos afecta. Debes estar preparado y ordenar a tus hombres que lo vigilen día y noche. Los hijos de Yaacov contactarán con él tarde o temprano, poniéndole al corriente de la relación de su adorable mujercita con el judío.
El joven de cabellos dorados no dijo nada. Una pregunta revoloteaba por su mente.
—¿Se me permite una pregunta..., maestro? —preguntó prudente. El monje asintió a su espalda.
—Adelante.
—¿Cree realmente que ese papiro existe? Llevamos años buscándolo con las teorías de un viejo loco como única base. Con todos mis respetos... deberíamos centrarnos en la búsqueda de los documentos que ponen al descubierto la identidad de los miembros de la sociedad.
El maestro deambuló de un extremo al otro de la habitación, pensativo.
—No eres creyente, ¿verdad?
Gilgamesh sacudió la cabeza, cabizbajo. Se avergonzaba por su falta de fe, pero era inútil negar lo evidente.
—Entiendo. Te honra tu sinceridad, cualidad que siempre he admirado de ti. He de confesar que me entristece tu ausencia de fe. Pero, por otro lado, me sirves bien y sé que darías tu vida si te lo pidiera. Respecto a si existe o no ese papiro, la respuesta es afirmativa... existe. El hermano mayor de nuestro señor regresó de la muerte y condujo.su alma hasta su cuerpo para volver a la vida terrenal. Los antiguos egipcios creían en esa leyenda, pero desconocían el sortilegio utilizado por Isis para traer de vuelta a su esposo. Sólo los sacerdotes de las primeras dinastías conocían y dominaban el poder de la magia de la diosa. Cuando el sobrino del gran Seth, Horus, lo venció, sus súbditos fueron desposeídos de ese conocimiento, siendo escondido en la tumba de Osiris. Sin embargo, el conocimiento fue traspasado oralmente entre los sacerdotes setistas hasta nosotros. Yaacov, al que tú llamas tan ligeramente «viejo loco», encontró el papiro y demostró que sus teorías eran ciertas. Su traición a la orden refuerza mi suposición. Yaacov Solé encontró el papiro y lo escondió.
—¿Qué desea que haga?
—Vigila los pasos de ese tal señor Beltrán. Según sabemos, no tiene familia a excepción de un matrimonio, el único hermano de la periodista. Si es necesario, arranca de cuajo ese soporte que todavía le queda: eso le impulsará a buscar respuestas. Pero te lo advierto, no quiero fallos como en la muerte de la periodista. Si no fuera por tu imprudencia, ahora tendríamos en nuestro poder la posibilidad de alcanzar la inmortalidad.
Gilgamesh tensó los músculos de la cara y no ratificó las palabras de su señor. Su ético manual de conducta se lo prohibía. El monje refunfuñó al percibir el gesto de su fiel súbdito como un acto de rebeldía.
—Pronto los hermanos Solé tratarán de ponerse en contacto con él. Debes estar atento y no hacer nada hasta que estés realmente seguro de que tienen los documentos, ¿lo has entendido?
—Sí, maestro. Se hará como desee. ¿Y respecto al policía...?
—Mátalo.