26

El despertar no resultó fácil. La botella casi vacía de Jack Daniel's, desparramada en el suelo, era la causa de una elección equivocada.

Marc Beltrán pasó un par de horas rezando el Padrenuestro, el Ave María y toda la jerga religiosa de rodillas y con la cabeza metida en el retrete, en el típico rezo matutino de los borrachos, un antiguo ritual que se remontaba a los albores de la civilización humana. Tras una dosis triple de analgésicos, su cabeza dejó de estar en órbita y pareció aterrizar encima de sus hombros. A media mañana, la canción de Guns N'Roses, You could be mine, había dejado de sonar a todo volumen en su cabeza.

Si emborracharse era la peor de las ideas que había tenido en los últimos días, las consecuencias del atracón de alcohol eran inaguantables. La resaca que disfrutaba era la madre de todas las resacas. Sólo el transcurso del día y que nadie lo molestara conseguirían que, poco a poco, aquel asqueroso malestar desapareciera.

Se equivocó en las dos suposiciones.

Desde el primer momento comprendió que la noche iba a convertirse en una pesadilla y no se sintió con las fuerzas necesarias para afrontarla sin ayuda. Por suerte o por desgracia, el alcohol acudió en su auxilio, mitigando la última de las grandes noticias que su esposa había dispuesto para él un año después de su muerte.

Todavía recordaba, entre mareos, los brindis que le había dedicado a su mujer.

—A tu salud, cariño. Gracias por no decirme que estábamos esperando un hijo —dijo con el brazo en alto, manteniendo con la mano un pequeño vaso. Tras el brindis, un par de chupitos se deslizaron hasta su estómago, no sin antes abrasar su garganta—. A la salud de mis amigos. Gracias por no mencionarme una puta mierda sobre mi próxima paternidad. —Otros dos chupitos—. A la salud de... mi hijo que no nacerá —balbuceó con la emoción agarrándole el cuello—, gracias a un camionero de mierda que no vio el coche de mi querida mujer.

Miró la botella, sentado en el suelo del salón y con la espalda apoyada en el sofá. Tragó saliva y comenzó a llorar de rabia. Se llevó la mano a los ojos y, tras unos segundos, la separó, lanzando lo más lejos que pudo el pequeño vaso, para acabar bebiendo directamente de la botella. A partir de ese momento, ya no se acordaba de nada más. Despertó en su cama, vestido, y con una resaca que le gritaba «pégame un tiro».

Por más que quisiera, no lograba entenderlo. De acuerdo, Silvia había padecido tiempo atrás varios abortos, asunto que los había preocupado. Sin embargo, no comprendía por qué decidió ocultárselo durante tres meses, ya que se suponía que existía comunicación entre ambos y que confiaba en él. Comenzó a percibir que, en ocasiones, las cosas no son como uno las ve. Sin poder evitarlo, su mente comenzó a derribar el pedestal donde había situado a su esposa.

Cuando sonó el timbre de la casa, estaba desorientado y perdido en sus pensamientos. Las secuelas de los últimos meses de la vida de su esposa, el dolor de cabeza insoportable y el estómago revuelto lo mantenían como polizonte en un barco a la deriva en aguas de un océano perdido. Una especie de marinero de agua dulce resacoso y con la brújula averiada. El panorama pintaba fantástico.

Dejó sus gafas sobre la mesa del despacho y se levantó de la silla. A pesar de sus precarias condiciones, había ocupado parte de la mañana en la búsqueda de información sobre Osiris y la mitología egipcia en internet. Dedujo que si quería comprender el mundo de Silvia, debía estar familiarizado con los misterios de la civilización milenaria.

Se aproximó a la puerta sigilosamente.

Echó un vistazo por la mirilla: un hombre trajeado esperaba en la calle, paciente, y con el rostro más serio que había visto jamás. Estudió su cara. Definitivamente, no lo conocía. Dudó de la conveniencia de abrir, no esperaba visita, era un día laborable, y todos sus amigos o conocidos trabajaban. Además, ese tío no parecía un Testigo de Jehová. Por experiencia personal los recordaba más sonrientes y menos intimidatorios. ¿Quién era aquel tipo? La conversación con el profesor de Egiptología lo había convertido en una especie de aprendiz de neurótico y sospechaba hasta del cartero. El timbre volvió a sonar, evidenciando que el hombre no tenía intención de marcharse y que su coche aparcado en la entrada demostraba su presencia en casa. Tras pensarlo unos segundos, se decidió a abrir.

Se topó con un hombre alto, delgado y musculoso. Su pelo, castaño con abundantes canas, lucía un corte militar. El tipo estaba observando su Audi y giró la cabeza para reconocerlo. Sus ojos se escondían debajo de unas Ray Ban de color negro, pero el informático logró sentir la mirada escrutadora de su inesperado visitante hasta en lo más profundo de sus huesos. Beltrán frunció el ceño y guardó silencio esperando que el hombre le indicara la razón de su visita. No obstante, éste no sonrió, ni pareció mostrar ninguna expresión digna de mención.

—El señor Beltrán... supongo.

—Sí, supone bien... ¿Qué desea? ¿Quién es usted? —le preguntó con la intención de no concederle ni un metro de ventaja a un tipo de presencia tan intimidatoria.

El extraño lo miró detenidamente y Beltrán sintió como si le estuvieran haciendo una radiografía. Después de estudiarlo minuciosamente por el espacio de unos segundos, el hombre suspiró y se quitó las gafas con lentitud. Esbozó una sonrisa forzada que Beltrán interpretó como el mayor esfuerzo que había realizado a lo largo del día.

—Buenos días... me llamo Roberto Puigcorbé —se presentó con un tono un poco más amigable, pero no hasta el punto de ofrecer un trato cordial—. Soy agente de policía. Departamento de Homicidios.

«¿Homicidios? Y, ¿qué quiere de mí un policía?» se preguntó.

La palabra «policía», sobrecogedora de por sí, unida a «homicidios», lograba hacer recular a cualquiera, a pesar de que el único crimen cometido hubiera sido asesinar a sangre fría a un grupo de moscas con un periódico enrollado. Beltrán no era una excepción, aunque no recordaba haber matado a nadie últimamente.

—Quisiera hacerle unas preguntas —le indicó mientras inspeccionaba la calle.

—¿Referentes a qué, si se puede saber? —Beltrán parpadeó.

El policía gruñó y extrajo de la americana una fotografía en blanco y negro. Extendió el brazo y le mostró la imagen. Beltrán se quedó sin aliento, Silvia y un anciano aparecían manteniendo una conversación.

—Sobre su mujer..., señor Beltrán.

Sorprendido, se tomó su tiempo para decidirse. No sabía nada sobre ese tipo y dedujo que podía representar una frivolidad dejar entrar en su domicilio a un extraño. Pese a todo, la curiosidad por conocer la historia de cómo había llegado hasta sus manos la extraña fotografía de su esposa lo convenció. Asintió y con la mano le invitó a entrar.

Acompañó al detective hasta el comedor, realizando un ademán para que tomara asiento en una de las butacas.

—Iba a hacer café... ¿Le apetece?

El subcomisario lo pensó dos segundos y asintió.

—Se lo agradecería... si es tan amable.

—¿Solo? —le preguntó convencido de que aquel tío duro debía de tomar toneladas de cafeína.

—No. Prefiero un café con leche con mucho azúcar.

Beltrán asintió, complacido. Los dos tenían el mismo gusto a la hora de tomar café.

Cuando Beltrán desapareció de la vista del policía, camino a la cocina, éste se incorporó y aprovechó para dar una rápida ojeada al comedor. En el suelo había una botella casi vacía de whisky. Tragó saliva y sintió un escalofrío entre la animadversión y la tentación. Desvió la mirada de aquella manzana del conocimiento con forma de botella e investigó su alrededor.

El salón era, simplemente, bonito, con muebles de buen gusto y de estilo colonial. Puigcorbé esbozó una sonrisa sarcástica, reparando en que la decoración parecía sacada de una fotografía del catálogo de Ikea. Siguió husmeando, posando la vista en un cuadro colgado en la pared central del salón, justo encima de un enorme televisor de plasma. Sobre un fondo negro, destacaba el dibujo de un extraño ojo de color dorado que parecía egipcio.

—Es el Ojo de Horus —dijo Beltrán a espaldas del agente—. Un amuleto para los egipcios.

Beltrán dejó sobre una mesita de madera una bandeja con dos tazas humeantes. El policía se incomodó.

—¿Horus? ¡Ajá! ¿Un dios egipcio? —preguntó vacilante. Sus conocimientos sobre aquella cultura eran escasos.

—Sí. Creo que era la representación del faraón. El dios Halcón —respondió inseguro—. Aunque el título del cuadro no es precisamente ése, lo dibujó mi esposa y lo tituló El Ojo de Osiris.

Puigcorbé le lanzó una mirada escrutadora.

«¿Su esposa...?».

—Curioso. Pero... ¿quién es Osiris?

Beltrán suspiró, tomando entre las manos una taza de café.

—Otro dios egipcio. El padre de Horus, el dios del ultramundo, uno de los dioses más importantes y venerados por los antiguos egipcios.

Puigcorbé asintió, mirando de soslayo el cuadro. Beltrán le dio un sorbo al café con leche, ensimismado. Hasta ese momento, no había caído en el detalle del cuadro, ni en la extraña casualidad de haber sido pintado por Silvia, ni por descontado en su curioso nombre. Recapacitó sobre los nuevos datos mientras miraba por el salón en busca de su paquete de Marlboro. No lo encontró, pero sí una teoría bastante decente sobre el cuadro. El ojo era el símbolo de Horus, pero Silvia había asociado, intencionadamente o no, el símbolo con Osiris.

—¿Le gustaba Egipto?

—Supongo que sí —respondió Beltrán, abstraído—. Le fascinaban sus conocimientos y sus misterios. Era una coleccionista, tenía cientos de libros y documentales sobre esa cultura.

Puigcorbé se sentó y cogió una taza. Dio un sorbo y asintió satisfecho por el sabor. Beltrán sonrió. Ya sabía que el maldito café estaba bueno, lo compraba él mismo.

—¿Conoce a este hombre? —preguntó entregándole la fotografía.

Beltrán la examinó detenidamente y negó con la cabeza.

—No, lo siento. No me suena de nada, pero... esto es Barcelona, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe? —Puigcorbé se atragantó con el café, dedicándole una mirada incrédula.

—Montjuïc —Beltrán le señaló con el dedo el paisaje que aparecía detrás de los dos personajes—. ¿Ve? Se ve al fondo de la fotografía.

Puigcorbé sonrió. Buenos reflejos.

—Entonces... ¿está seguro de que no lo ha visto nunca?

Beltrán volvió a negar con la cabeza y tomó asiento frente al detective. Puigcorbé decidió dar un rodeo en el interrogatorio. La primera tentativa había fallado.

—Sé que su esposa falleció hace un tiempo, pero... dígame, ¿a qué se dedicaba, su profesión?

El informático exhaló un suspiro de malestar y dejó la fotografía sobre la mesa. Le dio un sorbo al café y le hizo un gesto al policía como si tratara de decirle «espere, tengo que encontrar el maldito tabaco».

—Si me disculpa, vuelvo enseguida.

Minutos después, Beltrán regresaba envuelto en una nube blanca y con una expresión más sosegada. Se sentó y, tras una calada al pitillo, dejó el cigarro sobre un cenicero de plata. Puigcorbé, pese a no haber fumado en su vida, comprendía la adicción a algo perjudicial para el organismo y la necesidad de meterse una dosis de veneno en el cuerpo. Un par de años atrás, él había estado metido en aquella mierda hasta las cejas, aunque con la bebida. No obstante, era cosa del pasado y tras acudir a una clínica de desintoxicación, lo tenía superado. Aun así, debía estar siempre alerta. Los cantos de sirena que emitía aquella botella de whisky medio vacía en el suelo lo estaban tentando a darle un buen trago y mitigar el dolor de la muerte de Sebas, la maldita separación con Nuria y el no poder disfrutar de su hijo de una forma normal. Sabía que era imprescindible que no probara el alcohol. Si no, volvería a un pozo donde salir era más difícil incluso que entrar.

—Periodista, redactora en el periódico La Voz de Cataluña.

Puigcorbé sintió que el corazón le daba un vuelco. El nombre del periódico no le era desconocido. Para nada.

—¿Puede ser más concreto? ¿Qué tarea desempeñaba? ¿Sobre qué escribía? ¿Recuerda que estuviera investigando algo antes de fallecer que a usted le pareciera curioso?

La pregunta tenía gracia, pensó Beltrán, eso precisamente se repetía continuamente. ¿Qué demonios estaba investigando su mujer? Negó con la cabeza. El policía pareció desconcertado.

—¿Nada? ¿Acaso me está diciendo que no estaba al corriente de la vida de su mujer y de su trabajo? —preguntó con cierta ironía.

Beltrán necesitaba doble ración. Le dio un sorbo al café y otra calada al cigarrillo. Se mesó el cabello exhalando un suspiro de agobio.

—Si he de serle sincero, señor Puigcorbé —dijo al tiempo que se hundía en la butaca y se encogía de hombros—, sé lo mismo que usted. En los últimos días, estoy descubriendo que conocía muy poco a mi mujer y a lo que se dedicaba.

El subcomisario frunció el ceño. Quizá aquél era otro matrimonio con problemas de comunicación o, simplemente, con problemas y punto.

—¿A qué se refiere?

Beltrán entrecerró los ojos y estudió al policía. A simple vista, le pareció un buen hombre, serio y formal hasta la saciedad, el tipo de persona en la que uno podía confiar, aunque revelarle las peripecias por las que había pasado en los últimos días y los extraños contactos con su difunta esposa le parecían demasiado extravagantes y no deseaba que lo confundiera con un maldito loco.

—Antes de responderle, me gustaría formularle una pregunta... ¿A qué viene su interés por mi esposa? Y, ¿cómo ha conseguido esa fotografía y quién es ese anciano?

Puigcorbé gruñó. Odiaba que lo coaccionaran, pero no tenía más remedio que darle carrete y facilitarle algunas respuestas si quería conseguir información. Tensó los músculos de la cara cuando recordó que estaba de vacaciones y que eso significaba una sutil forma de decir que estaba temporalmente fuera de servicio, por tanto, tenía que tratar el asunto con tacto y mucha mano izquierda si quería llegar al fondo de la cuestión.

—Está bien, se lo diré. Estoy investigando un asesinato. Hace dos días mataron a un hombre en el puerto. Mi compañero y yo fuimos a registrar el apartamento del difunto, pero cuando llegamos había alguien más en el domicilio y hubo un tiroteo. Mi ayudante murió.

Beltrán gesticuló una mueca de condolencia.

—Lo siento. Pero... no logro entender... ¿Qué tiene que ver mi mujer con todo esto? —preguntó. De pronto, palideció—. ¿Me está diciendo que encontró esa foto en el piso de ese tío?

—Exacto. Aquellos tipos estaban recogiendo todos los papeles que tenía el difunto en su despacho. El muerto era un detective privado que había sido mi mentor —explicó en su afán de aclarar ciertos términos. Beltrán cabeceó, percibiendo que el asunto se había convertido en algo personal—. Supongo que su intención era hacerlos desaparecer para que nadie tuviera acceso a ellos, y supongo que esos documentos contenían información de algún asunto que desconozco y donde estaba involucrada su mujer. No sé si entiende la gravedad del caso. El difunto Jordi Puig... —dijo pronunciando las palabras con suma lentitud. Se detuvo, interrogándole con la mirada con la intención de cerciorarse si le sonaba aquel nombre. Beltrán negó con la cabeza—. Bien, como le iba diciendo, sospecho que el señor Puig había investigado a su esposa y a su entorno. Además, me figuro que fue contratado por esos desconocidos, que más tarde decidieron prescindir de sus servicios.

Beltrán no dijo nada y observó al agente con cara de seguir como al principio.

—Y...

El policía refunfuñó. Le había parecido más listo en una primera impresión.

—He revisado los detalles del accidente de su mujer.

Beltrán sintió un zarpazo en el estómago, como si le arrancaran de cuajo las tripas. El simple recuerdo de aquel día se transformaba en un pugio, un enorme puñal utilizado por los soldados de las legiones romanas, abriéndole de nuevo una herida que no había acabado de cicatrizar. Puigcorbé presintió los sentimientos que se despertaban en el viudo. Carraspeó y trató de no ser demasiado directo.

—No quisiera molestarle, pero hay cosas que no me encajan.

—¿Qué no le encaja?

—Bueno, quizá el accidente no fuera casual y fortuito —respondió serio, pero procurando no darle a entender «tío, asesinaron a tu mujer. Lo siento chico, mala suerte»—. Tengo sospechas fundadas para creer que en realidad fue un asesinato.

—Pienso lo mismo.

Puigcorbé esperaba sollozos o quizá algún insulto. Miró aturdido al tipo que tenía en frente mientras éste conservaba una calma aparente, con la mirada perdida en el fondo de la estancia, sujetando sin apenas interés la taza con ambas manos.

El detective no entendió una reacción tan fría y cerebral. La respuesta no tenía lógica, a no ser que aquel capullo la hubiera asesinado y estuviera de mierda hasta el cuello. Depositó la taza sobre la mesita y se levantó del asiento.

—¿El lavabo?

Beltrán le indicó que al final del pasillo, detrás de una puerta con un gracioso cartelito de un tío vestido de época, estaba el servicio.

—Gracias.

En el servicio se preguntó por qué demonios ese hombre pensaba que su mujer había sido asesinada. Quizá aquel tipo con cara de buen muchacho no era tal, y de una forma u otra, estaba involucrado en el asunto. Con la cabeza ocupada en pensamientos y en posibles hipótesis, regresó al comedor... y entonces, encontró la respuesta.

Sobre una estantería, reparó en un papel mal doblado.

Giró la cabeza y miró de reojo al tipo. Éste seguía ensimismado en el vacío. Se acercó lentamente a la estantería y cogió el papel, desdoblándolo con cuidado. Los ojos del agente se entornaron, arrepintiéndose al momento de no haber traído las esposas. En el papel había un dibujo mal hecho a lápiz, una especie de triángulo o pirámide con una serpiente enroscada. Al instante le vino a la memoria dónde lo había visto, el enmascarado lo tenía tatuado debajo del cuello. Frunció el ceño y se dio la vuelta, plantándose delante del viudo; éste lo observó con una mirada desconcertante. El policía tensó la mandíbula y le mostró el papel con la intención de que le aclarase sus dudas.

—¿De dónde ha sacado este dibujo? ¿Lo ha hecho usted? ¿Qué sabe?

Beltrán dio un sorbo de café, aparentemente tranquilo. Extendió el brazo y con la mano le señaló la televisión.

Puigcorbé siguió con los ojos la dirección que indicaba el informático.

—¿La televisión? —preguntó sorprendido.

—¿Sabe qué son las psicoimágenes?

Puigcorbé cabeceó sin estar completamente convencido.

—Hace un par de noches vi ese símbolo en la niebla que emite la televisión al terminar la programación —respondió abatido. Puigcorbé refunfuñó, incrédulo. Beltrán continuó hablando, haciendo caso omiso a las señales parpadeantes de su mente que le advertían que estaba otra vez con toda aquella increíble historia de lo sobrenatural—. Es un mensaje de Silvia... y no es el único que he recibido.

Puigcorbé lo miró por debajo de las cejas con una expresión de asombro. Le había parecido un tipo sensato; sin embargo, ahora se estaba comportando como un desequilibrado.

«¿Qué cojones me estás contando, chico?».

Beltrán percibió lo que le debía de rondar por la cabeza al policía y alzó la mirada.

—No me mire así, agente, lo sé, no tiene sentido y parece un disparate, pero ¿serviría de algo jurarle que es cierto? Además, hay una persona que me habló de ese símbolo.

Puigcorbé le lanzó una mirada penetrante. La impaciencia lo devoraba y sentía la necesidad de cogerlo por la camisa y zarandearlo mientras le gritaba: «Venga... desembucha de una maldita vez». No obstante, prefirió actuar con cautela.

—¿Quién...? ¿Qué representa?

—El Templo de Seth.

«Que me ahorquen si lo entiendo», pensó.

—¿Seth? No me lo diga... otro dios egipcio.

Beltrán asintió, levantándose de la butaca. Deambuló sin dirección por el extenso salón, tratando de ordenar sus ideas.

—Es el emblema de un culto antiguo... una logia poderosa.

Puigcorbé arrugó la frente, necesitado de toda su paciencia para tratar de no cabrearse más e intentar escuchar lo que le quería decir aquel hombre. La cosa era tan extravagante que por fuerza tenía que tener algún sentido.

—¿Quién le dijo eso?

—Un profesor de Egiptología.

—¿Un profesor de Egiptología le habló de una supuesta logia secreta? —curioseó Puigcorbé con cierto matiz burlón en sus palabras.

Beltrán no pareció captar el olor que desprendía la frase virulenta del policía y siguió hablando.

—Conocía a mi mujer, dijo que ella estaba investigando sobre esa organización y que poseía información sobre la identidad de sus miembros.

El policía rebobinó en la conversación y recordó cómo el viudo había confesado que no conocía nada del trabajo de su fallecida esposa.

—Antes dijo que usted no sabía...

—Mire, agente... —le interrumpió. Encendió un cigarro y se masajeó los párpados antes de continuar—, le voy a ser sincero. Aunque no lo crea, llevo unos días muy jodidos, y presiento que... —se tomó un descanso antes de pronunciar aquella animalada— el fantasma de mi mujer quiere decirme algo, darme pistas para que yo aclare el misterio. Hace dos días, un cartel con la publicidad de una conferencia se estampó contra el parabrisas de mi coche. Acudí más por curiosidad que por convicción, pero el conferenciante acabó siendo un profesor de Egiptología que conocía a mi esposa. Sé que suena absurdo, pero le estoy diciendo la verdad.

Puigcorbé se quedó desconcertado. Se preguntaba qué acababa de escuchar y si realmente aquel tipo de aspecto sensato se había expresado correctamente. ¿Fantasmas, psicoimágenes, logias secretas? ¡Por todos los demonios! ¡¿Qué clase de broma pesada era aquélla?! Se le amontonó un verdadero arsenal de preguntas con que acribillarle, pero no logró articular palabra, excepto una que sonó a chiste.

—Pero...

—No puedo ayudarle en nada más, ayer bebí más de la cuenta y me duele la cabeza —dijo llevándose la mano a la frente. Puigcorbé asintió, la botella vacía era una clara evidencia y aunque odiara admitirlo, entendía por la situación que atravesaba aquel hombre—. Mi mujer estaba embarazada de tres meses cuando murió... y yo ni lo sabía. Puede hacerse cargo de cómo me encuentro, ¿no?

Puigcorbé tragó saliva. Menudo calvario debía de estar padeciendo. En cierta manera, le recordó a él. Pensó que en los viejos tiempos se hubieran cogido juntos una jodida borrachera de vértigo y hubieran paseado por un jardín imaginario lleno de tulipanes, olvidando sus penas por unas horas.

—Por supuesto, señor Beltrán —dijo con un hilo de voz.

Beltrán lo miró, agradeciendo el gesto compasivo de un hombre tan serio. De repente, recordó un detalle que se le había escapado en la conversación.

—Lo que aún no entiendo es cómo usted sabe algo de ese símbolo, porque tengo claro que lo conoce.

—El hombre que abatí —explicó el policía mirando el papel— lo llevaba tatuado debajo del cuello.

—Parece que todo encaja... ¿no cree? —Beltrán estrechó los ojos y cabeceó, pensativo.

—Eso parece.

Un silencio se hizo eterno entre los dos hombres mientras meditaban, tratando de ordenar las piezas. Beltrán levantó la mirada y observó al agente con un extraño brillo en los ojos. A causa de su estado emocional, su ánimo cambiaba continuamente, y ahora parecía dispuesto a luchar.

—¿Y qué propone que hagamos?

Puigcorbé pareció desconcertado ante la pregunta.

—¿Usted y yo?

—Ésa es la idea, agente. Con su ayuda o sin ella, estoy dispuesto a llegar al fondo de este embrollo.

—¿Qué piensa hacer?

—Espere un momento. Quiero que vea algo.

Beltrán subió a la segunda planta. Al regresar, llevaba consigo la agenda de su esposa. Se la entregó al policía.

—Es la agenda de Silvia. En su interior hay reuniones concertadas, lugares donde debía ir, cosas que hacer. He repasado cada página y he encontrado algo realmente curioso. En los últimos meses, no existe anotación alguna sobre reuniones en el periódico, ni con su director. ¿No le parece extraño?

Puigcorbé se encogió de hombros mientras repasaba por encima los diferentes meses, días y anotaciones de la agenda.

—Quizá se veían cada día...

—No lo creo, agente. Silvia era independiente, pero muy minuciosa. Anotaba todo lo que debía hacer, hasta el último detalle.

Sin embargo, no hay ninguna reunión en el periódico. Además, fíjese... —le indicó, arrebatándole la agenda de las manos y comenzando a pasar páginas y páginas a una velocidad frenética. Puigcorbé lo observó con gesto curioso—, unos meses antes de morir estuvo en Madrid, dijo que iba a una convención, pero... mintió. He investigado su tarjeta de crédito, la utilizó para pagar la entrada a un templo, un templo egipcio: el templo de Debod, asociado a Isis.

Puigcorbé frunció el ceño, impresionado. El aluvión de información amenazaba con ahogarlo.

—Un momento... espere, ¿qué me quiere decir? ¿Quién es Isis y qué hace un templo egipcio en Madrid?

Beltrán exhaló un suspiro para desacelerar. Su mente estaba «enchufada» y posiblemente había perdido al policía por el camino de su narración.

—Isis era la mujer de Osiris, una deidad femenina egipcia adorada hasta el tiempo del Imperio romano. El templo de Debod fue un regalo de Egipto a España por su ayuda en la remodelación de su país.

—¿Y qué me quiere decir con todo esto?

—Mi mujer actuó de forma muy extraña los últimos meses de su vida. Creo que deberíamos hablar con ese profesor.

El detective cabeceó, parecía buena idea. En realidad, la única que tenía para empezar a investigar.

—¿Puede ponerse en contacto con él?

Beltrán asintió sacando una tarjeta de uno de los bolsillos del pantalón. Se la entregó al policía.

—Me dio esto. Llamaré y concertaré una reunión, pero antes me gustaría hacerle unas preguntas al director del periódico —indicó Beltrán excitado y convertido en un improvisado detective privado. Incluso se atrevió una osadía que desconcertó del todo al agente de Homicidios—. ¿Quiere acompañarme?

Puigcorbé pareció dudar. Miró la agenda, el papel y la tarjeta con el nombre de Enric Solé. Luego dirigió los ojos al viudo, que esperaba impaciente a que se decidiera. Carraspeó y se encogió de hombros.

—Debo confesarle un asunto, señor Beltrán...

—Marc...

—De acuerdo, Marc. No estoy oficialmente de servicio. Me apartaron del caso y me premiaron con unas jodidas vacaciones. Demasiado implicado... dijeron.

Beltrán hizo una rápida inclinación de cabeza. Algo parecido le había sucedido a él, demasiado implicado siendo esposo o cuñado para contarle una mierda. Era increíble lo que se parecían sus vidas.

—Ya... comprendo. Y, sin embargo, está aquí. Supongo que su compañero era un buen amigo, ¿me equivoco? —le preguntó consciente de los lazos que logran unir a dos seres humanos cuando conviven bastante tiempo juntos. Puigcorbé inclinó el rostro y asintió abatido—. Entiendo. Parece que el destino nos ha alcanzado a los dos, estamos en la misma situación y los dos hemos perdido a alguien que queríamos.

Puigcorbé rumió a lo largo de algunos segundos.

—Está bien. Le acompañaré —accedió con un gruñido—. Pero hablará usted, en mi situación no puedo arriesgarme.

Puigcorbé sintió náuseas a causa de su comportamiento. Su situación profesional no era la razón. Conocía al director de La Voz de Cataluña y no estaba dispuesto a perder lo poco que quedaba de lo que una vez fue su vida... una vida feliz en familia.

Una hora después, el automóvil de Roberto Puigcorbé estaba estacionado en el aparcamiento del periódico, ubicado en la conocida Diagonal de Barcelona. El detective le había dado instrucciones precisas sobre lo que tenía que preguntar y la forma en que debía hacerlo. Beltrán había atendido como un alumno disciplinado y parecía preparado para representar su papel, un marido preocupado que tan sólo necesitaba cierta información sobre el trabajo de su difunta esposa en los últimos meses de su vida. El plan era sencillo, nadie sospecharía de un esposo torturado por el recuerdo de su mujer y, de paso, conseguirían información valiosísima.

Puigcorbé vio alejarse al viudo y entrar en una pequeña habitación para tomar el ascensor. Bajó el cristal de la ventanilla de su todoterreno y reposó el brazo sobre la puerta.

El legado de Osiris
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