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Beltrán conducía a gran velocidad. El cuentakilómetros mostraba que estaba rebasando los 160 km por hora y daba la impresión de que el mismo diablo estuviera persiguiéndolos. A su lado, Puigcorbé se retorcía de dolor, vigilado cada medio minuto por el informático, que sentía una creciente preocupación por el estado de su amigo y que pisaba el acelerador a fondo. Debían detenerse y curarlo, pero éste les había repetido en varias ocasiones que podía aguantar, insistiendo en que lo más importante en esos momentos era poner tierra de por medio con sus perseguidores.
—¿Cómo nos han encontrado? —preguntó Beltrán mirando al viejo por el retrovisor. Los demás se habían quedado mudos, asombrados y aterrorizados a partes iguales por la terrible experiencia de estar tan cerca de la muerte. Para Beltrán, ya era la segunda vez y sobrellevaba la situación como una circunstancia un tanto habitual en los últimos días.
—Llevan sus móviles encendidos, ¿verdad? —les preguntó Jafet sin dejar de mirar por la ventanilla—. Deberían quitarles la batería. Hay muchas formas de localizar a una persona mediante esos cacharros.
El viejo podría tener razón, y así lo hicieron. Todos los integrantes del automóvil desconectaron sus teléfonos, extrayendo las baterías.
Enric miró por la ventanilla temiendo que aquellos monstruos los siguieran.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó inquieto. Al igual que sus acompañantes, no sabía cuál era su próximo destino, ni la razón de la inesperada y crucial intervención del viejo ayudante de su padre, presentándose ante ellos con un curioso hábito blanco.
—Señor Beltrán... ¿conoce una localidad llamada Besalú?
Beltrán asintió mirando de reojo al anciano a través del espejo retrovisor. Conocía la ciudad medieval de la provincia de Girona, en la comarca de la Garrotxa.
—Conozco un lugar seguro donde este hombre podrá descansar —indicó el viejo con la voz pausada y cansada. Atendiendo a su pronunciación, parecía resignado a ayudar a aquel grupo de jóvenes.
—De acuerdo —respondió Beltrán, meditando en la manera más rápida de llegar al municipio. Miró a Puigcorbé, hundido en el asiento—, Pero antes haremos una parada. Roberto... ¿tienes algún botiquín de primeros auxilios?
El policía asintió con la cabeza mientras cerraba los ojos y se apretaba la herida del brazo.
—Atrás, en el maletero —masculló con la respiración entrecortada.
—Vale. Dame cinco minutos más y te curaremos esas heridas.