29

Enric Solé lanzó una mirada de suspicacia al extraño pistolero, asombrado ante la manera tan profesional con la que se había enfrentado a aquellos asesinos. Tras una rápida ojeada al tipo, miró con el rabillo del ojo a Beltrán, buscando que le aclarase algo de lo que acababa de ocurrir. El viudo se encogió de hombros con la respiración entrecortada, a consecuencia del subidón de adrenalina, revelando que no era precisamente un hombre de acción y que no estaba demasiado acostumbrado a esos momentos de violencia y muerte. Puigcorbé, por el contrario, miraba a través del cristal de la ventanilla con el miedo en el cuerpo, pero no con ese canguelo que atenazaba los músculos, sino otro diferente, un miedo tenso que lo mantenía alerta. Con su Colt entre las manos, tenía la mirada fija en la parte posterior del automóvil para asegurarse de que aquellos bastardos no los siguieran.

—¿Quiénes son esos tíos? —preguntó sin apartar la mirada de la carretera.

—Sicarios del templo de Seth —respondió el profesor.

El policía lo miró levantando las cejas. Después, volvió a su labor de vigía.

—¿Y el hijo de puta con el corte de pelo ridículo?

—¿Gilgamesh... el rubio? —consultó extrañado.

Puigcorbé asintió. «Sí, ése precisamente».

Enric Solé sonrió ante la comparación tan sarcástica del detective.

—El guardián superior, la máxima autoridad del brazo armado de la logia.

—Gilgamesh..., ése es su nombre —musitó Puigcorbé con los ojos entrecerrados. El odio entre los dos aumentaba con el transcurso de los acontecimientos.

—Puedo... preguntar el suyo —le solicitó el profesor, dudoso y con sumo respeto.

—Roberto Puigcorbé. Agente de Homicidios. ¿Y el suyo?

Solé no respondió, abriendo la boca cuanto pudo. El nombre no le era desconocido. Le lanzó una mirada inquisidora a Beltrán buscando una explicación, pero éste continuaba demasiado aturdido ante lo sucedido como para dar alguna clase de respuesta lógica. Solé guardó silencio, cabizbajo y pensativo. El policía, al no recibir respuesta, giró la cabeza, centrando sus ojos en el hombrecillo de aspecto intelectual que parecía estar meditando. Tras eso, echó un vistazo al interior del vehículo.

El automóvil en el que viajaban era un monovolumen grande, oscuro, con cuatro asientos en la parte posterior, colocados unos en frente de los otros. En el asiento del conductor, un hombre, del cual sólo podían ver su nuca y su cabello negro, conducía el coche por las calles de la ciudad a gran velocidad. Había otro tipo con ellos, sentado a la derecha del egiptólogo. Era un hombre de unos cuarenta y tantos, con cazadora tejana y pantalones a juego. Llevaba una camiseta negra con el logotipo de la lengua de Rolling Stones y una gorra de Goofy que escondía su larga melena. El tipo, con una curiosa perilla, los observaba serio y en silencio. El policía reparó en que sobre sus piernas mantenía un portátil abierto.

—¿Usted es el subcomisario Puigcorbé? —preguntó alarmado. Los ojos del profesor de Egiptología brillaban de una forma peculiar detrás de sus gafas de montura metálica.

—Sí. ¿Me conoce? —preguntó a su vez el policía. El profesor asintió y tragó saliva—. Ya veo. Bien, pues entonces ya me puede ir explicando qué cojones está sucediendo aquí.

—Por supuesto. Pero antes le rogaría que me enseñara su identificación, por favor.

El policía se contuvo para no encañonarlo con su revólver. Rehusó hacerlo. Exhaló un suspiro de resignación y controló sus nervios, rumiando que lo más inteligente sería seguirles el juego, a ver si de una vez por todas acababa por enterarse de algo en aquel maldito embrollo.

—Sírvase usted mismo —le espetó al tiempo que le lanzaba la cartera de mala gana.

—Muy amable —señaló Solé con gesto de gratitud. Se la dio al hombre que tenía al lado—. Verifícalo.

Puigcorbé resopló molesto, al tiempo que Beltrán miraba ensimismado el portátil con la mente en blanco.

—Le pido que me disculpe, motivos de seguridad —se excusó el profesor mientras limpiaba sus gafas de montura metálica con un pañuelo.

Tras unos segundos, el de la gorra de Goofy levantó la mirada de la pantalla y asintió con la cabeza.

—No miente. Es él.

Enric Solé asintió a su colaborador y esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Gracias, Jimmy.

Se colocó las gafas y observó al policía con el rostro iluminado.

—Es un verdadero placer conocerlo, señor Puigcorbé. Me llamo Enric Solé. Tenemos muy buenas referencias sobre usted.

El policía lo midió con la mirada y le ladró una pregunta.

—¿Quién le habló de mí?

—No importa. Ahora lo realmente importante es la crisis que nos ha reunido. Por suerte, y les ruego que traten de entender, les hemos estado siguiendo, si no...

—Estaríamos muertos, ¿no? —intervino Beltrán.

—No precisamente. A usted, señor Beltrán, no lo quieren muerto, lo necesitan. Su objetivo era el señor Puigcorbé —respondió apuñalando el aire con el dedo y señalando al policía. Este gruñó—. Es una amenaza y no los culpo por pensar así. Su intromisión en este caso es toda una bendición para nosotros. Conocemos su historial y su veteranía en su departamento, sospecho que ellos también están al corriente.

—Pero... ¿quiénes son ellos? Ese templo de Seth, ¿qué quieren, qué buscan? —inquirió Puigcorbé que no conseguía trazar ideas y eso lo estaba volviendo loco.

—Todo a su tiempo, señor Puigcorbé. Les ruego un poco de paciencia, se le responderá a todas sus preguntas dentro de poco. Ahora, les llevaremos a un lugar seguro donde podamos hablar. Mi hermana Hannah nos espera. Ella se lo explicará mejor que yo.

El informático se pasó aquello de esperar por el forro.

—Ustedes conocían a Silvia. Dígame, ¿fue asesinada? —le preguntó desesperado por confirmar sus sospechas.

—Me temo que sí, señor Beltrán. —Enric Solé asintió cabizbajo.

Tomó una carpeta que tenía a su izquierda y se la aproximó. Beltrán la cogió nervioso y comenzó a leer las páginas en su interior. Las fotos y los apuntes sobre el desagradable accidente.

—En ese dossier encontrará las pruebas que así lo confirman. Sospechamos que el automóvil de su esposa fue manipulado. Diferentes indicios nos llevan a sopesar esa hipótesis.

Puigcorbé miró de soslayo la carpeta y volvió la atención hacia el profesor.

—¿Cómo ha tenido acceso a esa información? —preguntó. Su rostro estaba rígido. Su oficio le había enseñado a desconfiar de todo el mundo, y aquel tipo no le daba muy buena espina.

—Tenemos nuestras propias fuentes dentro del Departamento de Policía, pero no somos los únicos, ellos también. Hay miembros de su culto infiltrados en el Cuerpo de Policía. Agente, su poder se extiende por todo el mundo.

—Bobadas —reprochó Puigcorbé con ironía. No obstante, Enric Solé lo miró tranquilo, mientras asentía con la cabeza. Aquel gesto tan confiado lo descolocó—. ¿Insinúa que el Cuerpo de Policía está corrupto?

—Hasta lo más profundo.

Puigcorbé guardó silencio y se acarició las sienes tratando en vano de mantener la calma y pensar. Beltrán levantó la mirada de los papeles y miró a los dos hombres.

—Hay algo que no encaja en todo esto. ¿Por qué matar a mi mujer? Deduzco que estos asesinos siguen buscando algo, ya que supongo que no encontraron lo que presumiblemente escondía Silvia.

—¿Qué quiere decir, señor Beltrán?

—Es sencillo, mataron a mi esposa sin asegurarse del lugar donde escondía ese algo y sin recuperar lo que Silvia poseía, y que supongo usted y su hermana nos explicarán en algún momento. La muerte de Silvia parece una chapuza.

Los tres hombres se quedaron mirándolo atónitos. Roberto Puigcorbé sonrió y afirmó con la cabeza.

—Exacto. Eso precisamente pensaba yo.

El profesor Solé meneó las palmas de sus manos para detener el flujo de deducciones de sus dos invitados.

—Les pido un poco de paciencia. Todo tendrá explicación, se lo aseguro.

Otra vez, pero en esta ocasión el policía, no le hizo el más mínimo caso con aquello de no hablar del asunto hasta reunirse con la hermana del egiptólogo.

—Únicamente una cosa más, profesor... Humm... Solé. ¿Conoce al hombre de la foto? —le preguntó mostrándole la fotografía en blanco y negro.

Enric Solé observó la fotografía y asintió quitándose las gafas en un movimiento lento y pesado. Se masajeó los ojos, con síntomas evidentes de cansancio.

—Sí, agente. Es mi padre. Yaacov Solé.

El detective frunció el ceño.

—¿Su padre? Tendría que hablar con él.

Enric Solé negó con la cabeza mientras posaba dos dedos en el puente de la nariz y entornaba los ojos.

—Eso va ser del todo imposible, agente. Mi padre está muerto.

El automóvil salió de Barcelona y tomó dirección Martorell. Tras dejar atrás Olesa de Montserrat, Sant Vicenç de Castellet y Manresa, llegó a un pueblecito del interior de Cataluña: Cardona.

Tanto Beltrán como Puigcorbé conocían el pueblo y el castillo que se erigía en la localidad, el castillo de Cardona, la fortaleza medieval más importante del pueblo catalán.

El coche subió por las empinadas rampas del promontorio, atravesó un gran arco y tomó el último repecho hasta detenerse en la entrada del hotel, reconstruido como parador turístico. Dos hombres les abrieron las puertas y con un ademán los invitaron a descender. Un anciano de pelo blanco y abundante barba se aproximó a Enric Solé y le saludó afectuosamente.

—¿Dónde está mi hermana?

El viejo le señaló un camino que llevaba a la colegiata de Sant Vicenç.

—Te espera en la cripta de la iglesia —respondió al tiempo que le hacía señas con las cejas refiriéndose a los dos extraños personajes—. ¿Quiénes son?

—Te lo contaré más tarde, Jafet. Haz que preparen algo de comer.

El anciano asintió humildemente y se marchó.

—Por favor, síganme. Mi hermana nos aguarda.

Tras dejar atrás un claustro de estilo gótico, caminaron por un patio que conducía a la iglesia de Sant Vicenç, el máximo exponente de la arquitectura lombarda en Cataluña. Ante el grupo, formado por Beltrán, Puigcorbé, Enric Solé y dos hombres que cuidaban de la seguridad del profesor, se materializó una edificación extraordinaria. La fachada de la iglesia mostraba dos ventanas, una de forma rectangular y arqueada en la parte superior, y un óculo circular por encima de ella. La entrada a la nave estaba formada por cinco aberturas rectangulares con la parte superior arqueada. La central, considerablemente más ancha, daba acceso a la colegiata. Tras cruzar el atrio, entraron por una puerta de chapa de acero con pomos de bronce.

Tanto Puigcorbé como el informático se quedaron asombrados ante la majestuosidad de la colegiata de Sant Vicenç, un lugar de increíble belleza e impactante sobriedad, con una inmensa bóveda y unos ventanales por las que entraba la luz a raudales. Nunca habían visto tanta iluminación en un lugar de aquellas características. El silencio era absoluto y únicamente la reverberación de los zapatos de la comitiva al caminar sobre el pavimento rompió la calma que se respiraba en el ambiente. Puigcorbé inclinó el rostro y descubrió que sus pies estaban pisando suelo santo. Observó tumbas colocadas a lo largo del pavimento, pertenecientes a algunos de los abades del lugar que según la tradición eran enterrados allí. Al final de la nave central y justo en el centro había un altar elevado sobre el nivel de la nave. Debajo del altar, divisaron una abertura que conducía a una sala subterránea.

Descendieron por unas escalinatas. La cripta mostraba una ambientación sombría. Era una estancia cubierta con una bóveda de cañón, formada por dos filas de tres columnas de fuste monolítico, unidas por arcos.

Una mujer de espaldas a ellos parecía leer un librito que tenía entre las manos, situada junto a una de las cuatro ventanas.

—Hannah...

La mujer dejó su lectura al oír la voz de su hermano y se dio media vuelta para reconocer al grupo.

Hannah Solé era, sin duda, una mujer muy atractiva. Su extensa melena negra y ondulada le caía por los hombros y armonizaba con su piel bronceada y sus rasgos mediterráneos. Beltrán, desde el primer momento y arrastrado por los nervios, reparó en el físico de la mujer, aunque inmediatamente se sintió estúpido, comprendiendo que la situación no era la más propicia para dejarse llevar por los más antiguos instintos masculinos. Por el contrario, Puigcorbé se mostró frío como el hielo. Sólo pretendía comprender de una vez toda aquella trama. La mujer no le decía demasiado, era guapa sí, pero necesitaría más tiempo para hacerse una impresión más formada de ella.

Enric Solé se aproximó a su hermana y le susurró al oído, ésta ladeó la cabeza y le lanzó una mirada de asombro al policía.

—¿Subcomisario Puigcorbé? ¡Qué grata sorpresa! —dijo acercándose. Les tendió la mano a los dos hombres—. Es un honor conocerle, agente. También a usted... señor Beltrán. Al fin descubro a la mente tan excepcional de la que presumía su esposa.

—¿Puede explicarme qué pasa aquí? —le preguntó el policía mientras le estrechaba la mano. Beltrán arqueó la ceja y lo miró con el rabillo del ojo, le había quitado las palabras de la boca.

—Por supuesto. Y espero su cooperación y discreción. Hay mucho en juego, agente.

Hannah hizo un gesto con la mano para que los guardaespaldas abandonaran la cripta. Se retocó el pelo y volvió a mirar a los dos hombres. Puigcorbé gruñó. Antes de ofrecer su cooperación quería respuestas.

—Primero explíquenme de qué va todo esto. Después, ya veremos si decido ayudarlos.

—Bien, me parece justo —asintió la mujer—. Mi nombre es Hannah Solé, y tanto mi hermano como yo somos egiptólogos, tal como lo era nuestro padre, Yaacov Solé, aunque debo admitir que ni por asomo somos tan brillantes como él.

—¿Éste? —preguntó Puigcorbé enseñándole la fotografía.

—Sí, agente, es él.

Hannah, visiblemente alterada, sacó una cajetilla de Marlboro Light y encendió un cigarro. Marc Beltrán, que se había quedado sin tabaco, vio un mar azul, un cielo radiante con gaviotas y una isla pequeña con una palmera. La joven se percató y le ofreció la cajetilla, el informático se abalanzó sobre el paquete sin pensarlo dos veces y cogió un pitillo, llevándoselo a la boca sin contemplaciones. Los dos fumaron ante la inexpresiva mirada del policía y la del profesor Solé.

—Bien, antes de comenzar a relatarles el porqué están ustedes dos aquí y la relación que unía a mi padre con Silvia Méndez, me gustaría advertirles de algo que juzgo imprescindible para que comprendan la situación —dijo tras darle una calada al cigarro. Exhaló el humo denso del tabaco y prosiguió—. Bajo este mundo pragmático en el cual vivimos, existe otro escondido a los ojos de la sociedad, fuerzas ocultas que se mantienen en el anonimato con el único deseo de dominar y subyugar a los hombres. Ustedes habrán oído hablar de ellas, pero con diferentes nombres. Sociedades secretas, clubes privados de personas que ansían riquezas y el dominio del mundo, organizaciones iniciáticas portadoras de conocimientos antiguos y secretos sobre poderes que escapan a nuestra comprensión humana actual. A este tipo de amenaza nos enfrentamos.

Beltrán se quedó aturdido, pero Puigcorbé gruñó con una mueca de incredulidad.

—¿Está hablando en serio? Conozco a esos charlatanes, esos masones, iluminatis, rosacruces y demás. Todos son unos fanáticos descerebrados con mucho tiempo libre para perderlo con sueños de dominación.

Hannah lo observó con los ojos entornados, dejando escapar el humo del cigarro en un suspiro de malestar. Sin duda, el policía iba a ser un hueso difícil de roer.

—Los nombres que ha mencionado son exclusivamente fuego de artificio, artimañas que utiliza el enemigo para desviar la atención y confundir la mente humana. Y de veras que han obtenido su objetivo. La proliferación de las llamadas organizaciones secretas es hoy día una realidad, logrando que alguien como usted crea que no existe tal amenaza. Usted piensa que simplemente son grupos privados de banqueros gordos y viejos que juegan a ser dioses, pero, por desgracia, no es así.

Roberto Puigcorbé enarcó las cejas, meneando la cabeza de manera airada. Hannah lo midió con la mirada.

—Está en su derecho de no aceptar lo que le expongo. Usted confía en lo que cuentan los medios de comunicación, un mundo pragmático sin sombras, ni enigmas inexplicables, sin conspiraciones ni guerras internas de poder. Pero todo lo que ocurre en este mundo está totalmente planificado. Las guerras, el terrorismo, la economía mundial, las enfermedades... todo está planificado para dominar a los seres humanos. Pensamos que somos libres, que tenemos la opción de elegir, nos erigimos autosuficientes y nos jactamos de nuestra elevada cultura, pero la triste realidad es que seguimos esclavizados por los intereses de unos pocos.

El policía arrugó la frente, pensativo. Quizá la egiptóloga tenía razón, aunque le costaba un mundo aceptar esa posibilidad. Por su parte, Marc Beltrán escuchaba atentamente a la mujer y trataba de comprender cada una de sus palabras. Hannah continuó con su disertación.

—No podemos dar la espalda a eso y dejarnos narcotizar por lo que vemos en la televisión y lo que leemos en los medios de comunicación. ¿Cree que los líderes mundiales dominan el mundo? Adelante, créalo y vivirá en su ignorancia. Sin embargo, yo le muestro otra realidad, más dura, desde luego, pero auténtica. Además, tenemos pruebas que confirman nuestras sospechas.

—¿Qué clase de pruebas?

—Mi padre era miembro del templo de Seth, señor Beltrán. Antes de suicidarse —Hannah Solé se detuvo e inclinó el rostro. Las palabras salían de su garganta como fragmentos de cristal que herían su boca— contactó con una joven periodista que estaba investigando al culto, proporcionándole los nombres de todos los miembros de la organización. Todos menos uno... el del sumo sacerdote. Incluso mi padre desconocía su identidad. Asimismo, le entregó un tesoro de incalculable valor. Un secreto que no podía caer en manos malignas. Esa periodista era su esposa, señor Beltrán.

—¿Cómo lo saben? —curioseó Puigcorbé.

—Al morir mi padre, heredamos toda su fortuna, y con ella se nos entregó una carta escrita de su propia mano y su diario personal. En la carta nos pedía perdón y nos ponía al corriente de todo este misterio. En este diario —señaló mostrándoles el librito que tenía entre las manos— se explica todo.

Puigcorbé entrecruzó los brazos, mordiéndose el labio inferior. Ahora llegaba lo interesante. Lo presentía.

—¿Qué es el templo de Seth?

—Un culto antiguo, una organización anónima infiltrada en nuestra humanidad. Sus miembros, hombres que desempeñan importantes puestos en la sociedad, se lucran económicamente de su poder y de sus conocimientos herméticos. Su origen se remonta al Antiguo Egipto, cuna de sociedades secretas, sacerdotes que veneraban a una deidad maligna y oscura, el dios Seth. Con el tiempo, su clero se extendió por Grecia y más tarde por Roma. En la actualidad, la componen un nutrido grupo de hombres poderosos que poseen conocimientos secretos de los antiguos sacerdotes egipcios. Cuando mi padre conoció la orden, era un joven egiptólogo sin dinero y de insólitas teorías. Estaba obsesionado con una leyenda egipcia, el relato de Osiris. Según cuenta el mito, Osiris fue un faraón sabio que murió a manos de su hermano. Seth descuartizó su cuerpo y lo esparció por todo Egipto. Su esposa, Isis, consiguió reunir todos los trozos del cuerpo de su difunto marido y con la ayuda de Thot, Anubis y Neftis, devolvió la vida a su esposo con el poder del Heka, la magia egipcia. Osiris se convirtió entonces en el dios del ultramundo, y su hijo Horus se vengaría más tarde de la muerte de su progenitor. Mi padre basó su vida en el estudio de la leyenda con el firme convencimiento de que era real. Conjeturó que el cuerpo de Osiris, que según la leyenda había sido escondido por Isis en un lugar donde nunca nadie lo encontraría, podía hallarse en la meseta de Gizeh, en una cámara subterránea entre la esfinge y la pirámide de Kefrén. Según mi padre, las tres pirámides fueron el sepulcro real de la tríada egipcia: Osiris, Isis y Horus.

Los dos hombres escucharon con atención a la mujer. Tenía un don en la oratoria, dándole fuerza a sus palabras. Con total seguridad, podría convencer a un esquimal para que pusiera un negocio de helados. Como vendedora de humo era impagable. Enric Solé miraba a través de las gafas a los dos hombres tratando de medir su interés por creer una historia tan fantástica.

—Una noche, un hombre se acercó a mi padre y le ofreció ayuda económica para que probara sus teorías. Decía representar a un grupo de personas interesadas en los tesoros egipcios. Mi padre no tenía dinero y estaba obsesionado con su trabajo, por tanto, no dudó y aceptó. El extraño sólo le pidió algo a cambio, un papiro, un documento antiguo que se había perdido en los albores de los tiempos, un trozo del libro sagrado de Thot. Ese papiro estaba escondido en la tumba de Osiris.

—¿Thot? —preguntó Beltrán—. ¿El Libro de los Muertos?

—No precisamente —intervino Enric Solé tomando la palabra—. Thot es el dios egipcio de la sabiduría, el escriba del conocimiento y el creador de la escritura. Él le dio la pócima a Isis para que devolviera la vida a su marido. El Libro de los Muertos es simplemente una porción del gran libro de Thot.

—Y tenían sumo interés en el dichoso papiro. ¿Por qué?

—Sencillo, agente —prosiguió Hannah—, el papiro contiene la fórmula para obtener la vida eterna terrenal. La resurrección. En pocas palabras, engañar a la muerte.

Puigcorbé abrió los ojos, asombrado. Después, soltó una teatral carcajada.

—¿Están ustedes locos? Pero ¿qué tontería es ésa...?

—Pregúntele al señor Beltrán —replicó Hannah.

Todos los ojos se encontraron en la figura del informático. Éste se encogió de hombros, cabizbajo.

—¿Quiere decir que mi mujer conocía la existencia de ese papiro? —preguntó pensativo.

—No sólo lo conocía, sino que lo utilizó —respondió el profesor Solé.

—Por eso... la presiento —murmuró planeando por un mundo desconocido.

—Sí, señor Beltrán, por eso ha tratado de ponerse en contacto con usted. Silvia tenía en su poder el papiro, lo leyó y recurrió a él. No obstante, murió antes de que pudiera revelar a nadie cuál era su paradero, y ahora está intentando decírselo a usted.

—Pero... yo no sé nada. Se lo aseguro —dijo desconcertado. A pesar de sus intentos por poner en orden sus ideas, no había conseguido entender el mensaje de su mujer.

Los hermanos se miraron extrañados.

—Le creemos —dijo Hannah—. Será cuestión de tiempo que todo cobre sentido. De momento, les aconsejaría que pasaran la noche en el parador, tenemos la suficiente seguridad para protegerlos. Si les parece, podemos comer y seguir conversando.

El legado de Osiris
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