16

Cementerio de la Almudena. Madrid

Una joven observaba con el semblante serio una lápida de mármol. La verde hierba era una cruel broma del destino, ya que debajo de la floreciente vida vegetal se hallaba todo lo contrario, la faceta inversa de nuestra existencia. A dos metros bajo tierra: dentro de un cajón de madera noble, se descomponían poco a poco, músculos, piel, órganos vitales, un trozo de carne putrefacta que una vez fue su padre. La muchacha sabía que esas dos vertientes, la vida y la muerte, iban unidas a causa de la simetría universal, tal como el fuego y el agua, o como la luz y la oscuridad. Frunció el ceño, sintiendo un escalofrío que le erizó el vello de la nuca, apresurándose a levantar el cuello de su abrigo Cachare] para protegerse del viento gélido de esa mañana.

La lápida, por expreso deseo de su padre, era una auténtica belleza. Un grabado con la forma de la cruz ansata egipcia —el Ankh— estaba situado en el centro de la losa. Encima de la lápida, una escultura de casi dos metros de altura custodiaba el descanso eterno del profesor de Egiptología, recreando la imagen de una deidad egipcia, la diosa Isis. No obstante, según la muchacha, había algo que no acababa de encajar en la iconografía de la escultura. A la diosa egipcia habitualmente se la representaba manteniendo entre sus brazos a su hijo Horus; sin embargo, la figura que tenía delante sostenía entre sus manos un valioso amuleto del Antiguo Egipto. El Ojo de Horus.

Hannah Solé releyó el nombre del inquilino de la fastuosa tumba, Yaacov Solé. Su padre, excéntrico en ocasiones, había dispuesto que su nombre se escribiera con jeroglíficos egipcios dentro de un cartucho, imitando la tendencia de los faraones.

La egiptóloga se inclinó, recolocándose las gafas, con la intención de estudiar más de cerca el extraño mensaje.

Los jeroglíficos que había en la parte inferior de la lápida no tenían explicación y su significado se le antojaba incoherente. La mujer, una experta en egiptología como su progenitor, leyó los jeroglíficos y volvió a observar el amuleto. De nuevo, y como ocurría en cada una de sus visitas a la tumba de su padre, se había quedado sin ideas.

El Ojo de Osiris, así rezaba el epitafio de la tumba de su padre.

Hannah parpadeó y pasó la mano por el frío mármol. Definitivamente, parecía una incongruencia. El Udyat había sido utilizado, según la leyenda, para resucitar a Osiris, pero aquel amuleto pertenecía a su hijo Horas. La única explicación, si es que existía alguna y no se tratara de una simple broma póstuma de su padre, era teorizar en un juego de palabras.

—El Ojo de Osiris... el Ojo de Osiris... ¿Qué pretendías decir, papá? —se preguntó en voz baja.

La vida de su padre se podía resumir en una serie de catastróficas desdichas —tal como en los libros de Lemony Snicket— interrumpida por escasos momentos felices. La vida de Yaacov Solé daba validez a la suprema ley del universo: nada puede existir sin su opuesto. De origen judío, fue el único hijo de un matrimonio compuesto por un profesor catalán de escuela y una joven judía que emigró a la Ciudad Condal. Sus primeros años de vida transcurrieron en la capital catalana. A pesar de tener una infancia acomodada, la felicidad no duró lo suficiente para que disfrutara al máximo de su niñez. Sus padres murieron siendo muy joven y tuvo que marcharse, a la temprana edad de dieciséis años, al hogar de los únicos familiares que le quedaban en Madrid. Por suerte, años después ingresó en la universidad gracias a la familia de su madre, para consagrarse al estudio de su gran pasión: Egipto. «Un alumno brillante —comentaban sus maestros—, pero con ideas descabelladas». Sus teorías eran un reto a la estructura de la egiptología en periodos, jerarquías y, lo más importante, ponían en duda la atribución de algunos monumentos a faraones que únicamente, según la opinión del joven Solé, se habían apoderado de edificaciones ya construidas. Posiblemente, por esa razón detestaba a Khufú, al que habitualmente llamaba déspota y egoísta monarca. Con el paso de los años, se obsesionó con uno de los innumerables mitos egipcios: la leyenda de Osiris, dedicando gran parte de su vida a desvelar los misterios que escondía.

Sin embargo, no todo en la vida de Yaacov Solé fueron los estudios y el Antiguo Egipto. También existió el amor.

Yaacov Solé se casó con la madre de Hannah, del mismo nombre. El matrimonio tuvo dos hijos: Hannah y Enric. De nuevo y a pesar de los pocos recursos económicos que poseían, fue una etapa llena de felicidad. Sin embargo, su esposa enfermó de gravedad a los pocos años de haber dado a luz a Enric. Meses después murió, dejando a los dos pequeños a su cuidado.

Fueron años muy duros para el joven de origen judío, tanto que tuvo que capitular de sus ideas y aceptar las teorías más ortodoxas de la egiptología para lograr trabajo como profesor de Historia de Egipto en una universidad.

Pero algo ocurrió en la vida del profesor, y tanto Hannah Solé como su hermano no lo comprendieron hasta después de su muerte. De la noche a la mañana, pasó de ser la vergüenza de la egiptología a un egiptólogo respetado, otorgándole incluso la dirección en el traslado de un templo y su reconstrucción en Madrid, obsequio de Egipto a España por su ayuda: el templo de Debod, un lugar donde curiosamente se veneraba a la esposa de Osiris, la gran diosa Isis.

Hannah Solé meditó por unos minutos en la extraña historia de su padre y admitió que todavía quedaban muchos cabos por atar. Tras su muerte, reparó en que conocía muy poco a su progenitor. Estaba agradecida por la fortuna que habían heredado de él y que, de alguna manera, hubiera compartido su pasión por la egiptología con sus dos hijos, dos respetados egiptólogos a pesar de su edad. No obstante, su padre se llevó consigo a la tumba un secreto que abría demasiadas interrogantes sobre quién era en realidad Yaacov Solé. Un secreto que no había visto conveniente compartir con sus dos hijos y sí con una desconocida, una periodista catalana, fallecida en un trágico accidente de circulación. Hannah conocía a esas alturas casi toda la verdad del secreto de su padre y, en cierta manera, podía excusar y comprender su forma de actuar. La vida secreta de su padre y el porqué nunca les reveló nada de ella tenía un sentido, un sentido paternal: salvar sus vidas. Ahora era plenamente consciente del motivo de sus continuos viajes a Egipto, adonde siempre iba solo o acompañado por su inseparable ayudante, Jafet; de su despacho personal en la mansión familiar, sellado a ojos indiscretos y dotado de una cerradura electrónica de la cual únicamente su padre conocía la clave; y hasta de sus extrañas reuniones a altas horas de la noche y sus raras amistades de las que nunca quiso hablar. Hannah comprendía su proceder y no podía reprocharle nada.

De pronto, una melodía la despistó de sus pensamientos. Parpadeó como si saliera de una especie de trance con el pasado y se miró el bolsillo del abrigo.

El teléfono mostraba el nombre de su hermano. Respondió.

—Hola... Ricky.

—Hola, hermana. Ha llegado el momento.

Hannah arqueó la ceja y un extraño brillo atravesó sus ojos por un instante.

—¿Has hablado con él?

—En efecto, he tenido una conversación con el marido. Comienza a percibir a la periodista —confirmó una voz masculina con una gran modulación.

—Tal como habíamos previsto.

Hannah escuchó cómo su hermano suspiraba, aunque no sabía si de entusiasmo o de miedo al cerciorarse de que todo aquel misterio tenía una base cimentada.

—Sí... según parece la leyenda es cierta, con todas las consecuencias que eso conlleva, Hannah. ¿Qué sugieres?

La joven respiró profundamente y trató de ordenar sus ideas.

—Búscalo, tenemos que hablar con él y explicarle en lo que andaba metida su mujer.

Un silencio incómodo se hizo eterno entre los dos. El hombre parecía rumiar y Hannah le permitió tiempo para hacerlo.

—¿Crees que es lo más conveniente? ¿Tan pronto? —preguntó tras un momento de pausa donde consideró la propuesta de su hermana.

—Del todo, Ricky. Necesitamos saber dónde lo escondió y su esposo puede ser la clave para descifrar el enigma. Contacta con él, es trascendental para nuestros intereses, si es que queremos saber por qué papá nos lo ocultó. Cogeré de inmediato un vuelo hacia Barcelona, os estaré esperando en el parador.

—De acuerdo, así lo haré.

—Ricky...

—Dime.

La joven se permitió unos segundos para hablar, algo le angustiaba pero no quería alarmar a su hermano pequeño. Debía escoger muy bien las palabras.

—Ten muchísimo cuidado. Ellos pueden estar tras vuestra pista. Sé precavido.

—No te preocupes, lo seré. Y no me llames más Ricky, ya no somos unos niños —le reprendió con un tono de voz a medio camino entre el enfado y el cariño—. Te llamaré cuando tenga más noticias. Adiós.

Hannah Solé cerró el móvil y dejó escapar un suspiro de angustia. Se retocó la melena de pelo negro ondulado que le caía a la altura de los hombros y observó la lápida, pensativa. En su rostro se dibujó una mueca de concentración, como si aguardase a que su padre la iluminara de algún modo para poder llevar la situación de la forma más correcta. Ella era una egiptóloga que había vivido entre las alas protectoras de su padre. No obstante, las circunstancias habían cambiado. Indefensa, debía enfrentarse a un misterio de miles de años y a una siniestra organización que los mataría sin piedad si llegaban a sospechar que se estaban inmiscuyendo en sus asuntos. Pese al miedo de no saber hasta dónde llegaba ese misterio y la amenaza de aquellos hombres, no tenía opción, se lo debía a su padre y a su memoria.

Después de unos segundos de introspección, se giró sobre sus talones y se encaminó hacia un automóvil plateado aparcado a unos metros. Un hombre trajeado, alto y corpulento, le abrió la puerta. Ya en el interior, y sintiendo cómo la calefacción del coche disipaba la sensación de frío, dio una orden.

—Al aeropuerto.

El coche se alejó de la tumba lentamente. Hannah se asomó a la ventanilla y observó aquel espectáculo tétrico de muerte y dolor. Tumbas, tumbas y más tumbas, personas enterradas, cuerpos en descomposición. Volvió a sentir un escalofrío de respeto y horror. Definitivamente, incinerarían sus restos y, puestos a elegir, les pediría a sus familiares que desperdigaran sus cenizas en el Valle de los Reyes o en la meseta de Gizeh. Lo que fuera antes de pudrirse en un cajón de madera.

El automóvil recorrió la calzada hasta salir del cementerio, tomando rumbo al aeropuerto de Barajas. Hannah Solé sólo deseaba desvelar el secreto de su padre al marido de la periodista antes de que ellos pudieran encontrarlo.

El legado de Osiris
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