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En un bar cercano a la comisaría, Albert le dio un sorbo a su café, sentado en uno de los taburetes que recorrían la barra, mientras leía un periódico. Tras zamparse un bocadillo de fuet con pan con tomate y un zumo de naranja para acompañar, disfrutaba del delicioso sabor amargo de un café solo, al tiempo que hojeaba las noticias del último día.

En una mesa cercana, dos obreros de la construcción finalizaban su comida. Una camarera de origen rumano les depositó sobre la mesa dos cafés solos. Albert aguzó la vista y observó el borde de una de las tazas. En vez de azúcar, uno de aquellos hombres, un joven mofletudo y de mejillas sonrojadas, había optado por sacarina para endulzar el café. El policía exhaló un suspiro de resignación. Aquel jovenzuelo había devorado el primer plato, unos canelones; y el segundo, carne en salsa con una guarnición de patatas fritas, le había durado un suspiro a pesar de haber utilizado el pan en exceso con la deliciosa salsa. El chico, de pelo en forma de cresta y pintado de rubio, había rematado su pesada comida con un postre que no se salvaba en ninguna dieta: un flan con nata. Albert sonrió irónicamente al comprobar el extraño proceder del ¡oven. Reparó en que el ser humano era el único animal que además de dejarse engañar por sus congéneres, se engañaba a sí mismo.

De pronto, el móvil del joven policía comenzó a sonar.

—Dígame.

—Albert, soy Puigcorbé. Necesito que hagas algo...

Al joven agente se le aceleró el corazón. Su idealizado superior le solicitaba ayude y eso significaba un increíble gesto de confianza.

—Claro, por supuesto, señor —respondió atropelladamente—. ¿De qué se trata?

—Busca toda la información que posea la comisaría sobre mujeres que estén relacionadas con Silvia Méndez. Amigas, familiares, conocidas. Todo lo que esté relacionado con esa mujer.

—¿La... la periodista? —tartamudeó—. ¿Ese caso no estaba cerrado?

—Sí, lo está. Pero necesito confirmar una cosa.

—Bien, lo haré. Tan sólo quisiera formularle una pregunta, ¿Qué se supone que estamos buscando?

Puigcorbé no respondió de inmediato, cavilando la conveniencia de explicarle su suposición.

—Señor... —insistió al percibir el mutismo de su superior.

—Escucha, Albert. Sospecho que se nos pasó por alto un dato muy importante en la investigación sobre el accidente de Silvia Méndez. He interrogado al mecánico que arregló el coche de la periodista, y según su testimonio, otra mujer, y no la señora Méndez, recogió el vehículo.

—¿Está insinuando, señor, que esa mujer manipuló el coche y que el accidente fue en realidad un asesinato?

—Es una posibilidad —respondió Puigcorbé reparando en la sagacidad del joven agente.

—¿Le dio el mecánico una descripción?

—Sí: mujer de mediana estatura, físico corpulento, cercana a los treinta años, pelo negro..., aunque sospecho que llevaba peluca.

El joven tomó apuntes, escribiendo en un pequeño bloc la descripción que su superior le había facilitado.

—De acuerdo, señor. Comenzaré a investigar a partir de esa descripción.

—Gracias, Albert. Necesito esa información lo antes posible. Es muy urgente, ¿entiendes?

—Una mujer... —musitó en voz baja.

—¿Qué pasa?

—Señor, si el asesino es una mujer todo cobra sentido.

—Explícate —solicitó Puigcorbé sin comprender.

—Piense por un momento... ¿Es posible que esa desconocida asesina liquidase al matrimonio?

Puigcorbé carraspeó y guardó silencio por unos segundos, evaluando la suposición del joven.

—¿Te refieres a los cuñados de Beltrán?

—Sí. Le parecerá una tontería, pero en fin, me arriesgaré...

Puigcorbé no dejó que continuara.

—¿La niña?

—Quizá ahí tengamos la clave del misterio. Si el señor Beltrán encontró a la niña con vida, pudo ser debido a que nuestro misterioso asesino con escrúpulos fuese en realidad la misma mujer.

Puigcorbé suspiró. La hipótesis era lógica y se acercaba peligrosamente a la que el propio informático le explicó en el hospital. La única pieza que faltaba para encajar en el rompecabezas era el móvil, la razón de los asesinatos. Puigcorbé centró todas sus sospechas en una sola mujer. Una muchacha que había demostrado estar muy interesada por aquel viejo papiro y que, posiblemente, su obsesión la hubiera arrastrado a matar para apoderarse de la reliquia. Puigcorbé tenía en su punto de mira a la hija del profesor judío de Egiptología, Hannah Solé.

—Atiende, Albert. Quiero que busques todo lo relacionado con Hannah Solé.

El joven se atragantó con el café al escuchar el nombre.

—¿La egiptóloga? —preguntó desconcertado. Recordó los parámetros que su superior le había dado para hallar a la extraña mujer. Hannah Solé no le encajaba por ningún lado—. Señor, buscamos a una mujer supuestamente obesa, y ella, bueno, es un bombón.

—Lo sé. Pero tú mismo lo has dicho, «supuestamente obesa». Debes recordar que el accidente ocurrió hace más de un año y que en la muerte del matrimonio no se halló ningún testigo ocular del asesino.

—Entiendo. Me pondré de inmediato con el asunto.

Albert colgó.

Tras marcharse del restaurante, cruzó la avenida y se dirigió a la comisaría.

¿Hannah Solé? Quizá podría ser, aunque el joven policía manejaba otras hipótesis.

El legado de Osiris
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