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Aeropuerto del Prat. Barcelona
Una joven de esbelta figura miró el cielo y suspiró. Estaba en casa. Verónica Vilà, tras un largo viaje desde Estados Unidos, acababa de descender del avión y se encontraba otra vez en su amada tierra catalana.
Tras recoger las maletas, solicitó un taxi. El taxista le ayudó con su equipaje, colocándolo con sumo cuidado en el maletero, y le abrió la puerta cortésmente para que accediera al interior del automóvil.
—Bon dia, señorita. ¿Dónde le llevo?
Verónica no contestó de inmediato, dibujando una sonrisa de felicidad al escuchar su idioma natal.
—Barcelona, ya le indicaré —respondió acompañando sus palabras con un suspiro de satisfacción.
El taxista, un hombre pequeño y de cabello blanco, asintió complacido y tomó rumbo a la metrópoli. Verónica emitió un pequeño y poco disimulado bostezo. El viaje había resultado agotador. Sin embargo, el cansancio se disipó al observar la entrada a Barcelona. Mar y montaña. Para su humilde opinión, la ciudad más bonita del mundo.
Durante el último año había trabajado en Nueva York y, aunque su inglés era perfecto, necesitaba como el respirar aire puro volver a escuchar el español o el catalán. Dejar Barcelona por Nueva York no había resultado una decisión fácil. Existían demasiados lazos sentimentales que la ataban a la Ciudad Condal. No obstante, la oferta de trabajo estadounidense se presentó como una oportunidad única, abriéndose ante ella grandes expectativas que no podía rechazar. Elegir en la vida nunca resultaba sencillo, pero dedujo que debía comenzar a ser un poco egoísta y aprovechar aquella ocasión.
Vivir en la Gran Manzana fue una experiencia increíble. Representaba estar en el centro económico del mundo, de los negocios y de las finanzas, la segunda área metropolitana más grande del planeta. Todo era espectacular, como sus museos y galerías. Sus monumentos, la Estatua de la Libertad, el Empire State o el World Trade Center, lugar del desdichado atentado de las Torres Gemelas y donde se construyó la Freedow Tower —Torre de la Libertad en español—, eran increíbles y le recordaban, en cierta medida, los impresionantes monumentos de Barcelona. De todos los lugares fascinantes de la ciudad, sabía que lo que más echaría de menos sería Central Park, un parque urbano situado en Manhattan, y Times Square. Por el contrario, lo que menos añoraría sería el tráfico, el ruido y una estrecha calle entre Manhattan y Broadway, la conocida Wall Street. Durante el último año había trabajado en el prestigioso periódico neoyorquino The Wall Street Journal, terminando saturada del ambiente frenético que se respiraba en el centro de finanzas del planeta.
Pese a la experiencia, lo que más deseaba era volver a sus orígenes, y en la medida de lo posible, recuperar su vida anterior.
—¿Vacaciones, señorita? —le preguntó el taxista tratando de sacar un tema de conversación, despertándola de su trance melancólico.
Verónica sacudió la cabeza.
—No. Vengo para quedarme —respondió al pasar a la altura de la estatua de Colón.
Sonrió tímidamente al vislumbrar, a través de la ventanilla del taxi, la vida que mostraba la ciudad a aquellas horas de la mañana.
—Hace muy bien. Barcelona tiene un clima magnífico, aunque estos días está el tiempo un poco revuelto —explicó el hombre con un tono de voz muy simpático—. Usted no se preocupe, es por culpa de la época del año en la que estamos. Dentro de unos días, verá. Barcelona es uno de los mejores lugares para vivir.
Verónica Vila sonrió, confirmando las palabras del taxista mientras proseguía devorando la imagen que veía a través de la ventanilla.
—Lo sé, soy de aquí —respondió para que el taxista desistiera en su papel de guía turístico y no la abrumara con datos de la ciudad barcelonesa y de todas sus excelencias que, por otro lado, conocía por adelantado.
El taxista miró de reojo por el retrovisor y asintió sonriente.
Verónica sólo tenía una idea en mente: volver a empezar. Por suerte, todavía le quedaban algunos amigos, miembros de la panda que formaban siendo jóvenes en su pueblo natal. Lo primero que haría, tras dejar sus pertenencias en un pequeño apartamento que había alquilado, sería visitar a Rosa, la que podía considerar su mejor amiga. Ardía en deseos de conversar con ella y, por descontado, preguntarle cómo se encontraba un amigo de ambas que en el pasado había sido su novio. En realidad, no lo podía negar, ni mentirse a sí misma. Uno de los motivos que le habían empujado a regresar a Barcelona era volver a ver a Marc Beltrán.