40

En una situación comprometida. Así se encontraba Marc Beltrán. El informático se esforzaba en respirar, administrar la ansiedad, aunque no sabía si valía la pena alargar la agonía. Jadeó nervioso antes de responder a su misterioso interlocutor.

—¿Quién es usted?

La pregunta era obvia: no podía ser un vendedor de enciclopedias, todavía no utilizaban aquellos métodos tan expeditivos. Las verdaderas razones de la consulta eran otras: ganar tiempo y, si era posible, obtener información.

—Por favor, señor Beltrán. No nos tome por idiotas. Sabe perfectamente quiénes somos —reprochó la voz, calmada y suave como un susurro. Daba la impresión de pertenecer a un hombre de avanzada edad. Sin ningún acento digno de mención, daba miedo tan sólo oírla—. ¿Acaso no le pusieron al corriente los hijos del judío?

¿El judío? Recapacitó. Debía referirse al profesor Yaacov Solé. Dedujo que conocían a los hermanos Solé. Aquella gente estaba al corriente de todos sus movimientos.

—¿El templo de Seth? —preguntó utilizando el supuesto nombre de la logia para aparentar que controlaba la situación—, Y supongo que usted debe ser su... consigliere.

Beltrán escuchó aterrado el suspiro de disgusto prolongado del hombre. Su referencia al consejero de la mafia siciliana le había molestado.

—Su ironía no le va a salvar de esta situación tan... delicada, señor Beltrán. Soy el sumo sacerdote de los adoradores de Seth.

—¿Los hijos de puta que han matado a mis amigos? —replicó indignado. Se le olvidó que lo mantenían como rehén en su propio domicilio y que lo podían matar del mismo modo. Sin embargo, la rabia que provoca una injusticia lo convirtió en un suicida.

En esa ocasión, no hubo ningún sonido como respuesta, sólo unos segundos de silencio que se le hicieron interminables.

—Es cierto, olvidaba que debe acudir a una cita ineludible. No se preocupe, no le robaré demasiado tiempo. Voy a ser lo más conciso posible. Necesitamos su cooperación.

—No conseguirán de mí una mierda. Esa es mi jodida respuesta. ¿Me han entendido bien? ¿He sido lo suficientemente conciso?

De pronto, sintió un fuerte impacto contra su rostro, tan violento que lo tiró de la butaca. Lo recogieron del suelo entre dos y lo colocaron de nuevo en el asiento. La parte izquierda de la cara comenzó a dolerle cuando se le enfrió el golpe. Recordó lo de la tortura y se le secó la boca. Aquella «caricia» sólo había sido el principio.

—¿Está más tranquilo, señor Beltrán?

No respondió, pero agitó la cabeza para dejar claro que iba a ser buen chico a partir de ese momento.

—Mejor. Trate de disculpar a mi ayudante, Gilgamesh —indicó el sumo sacerdote sin perder en ningún momento la compostura. El informático se estremeció al escuchar el dichoso nombre. Aquel loco de cabello rubio también estaba allí—. No posee mi paciencia, pero le advierto por su propio bien que no trate de acabar con la mía. Si ha acabado de insultarnos, podré explicarle lo que queremos de usted.

Beltrán no abrió la boca. Le dolía la cara como si le hubieran golpeado con una barra de hierro.

—Bien, imagino que ahora estará más dispuesto a escucharnos. Seré franco. Debe encontrar tanto los documentos que exponen a un serio peligro el anonimato de nuestra organización como el papiro localizado por Yaacov. Sabemos que su esposa, antes de morir, los tenía en su poder. Devuélvanoslos y no le pasará nada ni a usted ni a la pequeña Lucía. Y, por supuesto, tampoco le sucederá nada a su amiguita... ¿Cómo se llama? Ah sí, Verónica Vila. ¿Ha entendido lo que le he dicho, señor Beltrán?

El informático guardó silencio por unos segundos. Entre el sofocante calor que le generaba la capucha y el dolor de la contusión en el rostro, le costaba pensar deprisa.

—Antes dijo algo sobre volver a la vida a Silvia... ¿También entra en el trato?

El sumo sacerdote no respondió, tomándose su tiempo para valorar la propuesta. Carraspeó y se levantó del asiento para caminar por la habitación.

—Me gusta usted. Lo reconozco. Es un hombre práctico. Mejor para ambos. Sí, señor Beltrán, podré traer de vuelta su Ba. Sólo necesitaré un recipiente, un cuerpo que previamente haya expirado al momento de la ceremonia.

Fantástico. Aquel capullo había picado el anzuelo lanzado.

—¿Quién me dice que está diciendo la verdad?

—Deberá confiar en mí. El papiro contiene las pócimas que los sacerdotes egipcios decidieron no incluir en sus textos. Dos fórmulas con las cuales es posible eludir a la muerte, manteniéndose entre las dos realidades y regresar cuando sea preciso. Debo confesarle que algunos faraones conocían el conjuro. En el funeral del difunto faraón, su hijo primogénito entraba con los sacerdotes en la tumba de su padre, entonces se llevaba a cabo una ceremonia que no consta en ningún jeroglífico, ni en ninguna pintura, ni grabado. Los sacerdotes daban muerte al futuro faraón, ahogándolo con sus propias manos para que su cuerpo y sus órganos estuvieran intactos. Tras eso, pronunciaban las palabras de Thot que recogen el poder del Heka. El Ba del difunto faraón regresaba para ocupar el cuerpo de su fallecido hijo. El antiguo faraón gobernaría de nuevo su país, pero con el nombre y el cuerpo de su hijo varón.

Después de la clase de historia gratuita, Beltrán encaminó la conversación hacia donde le interesaba, obviando poner objeción a una teoría que le sonaba a chorrada mística.

—¿Y mis amigos?

—¿Se refiere a sus cuñados?

El informático cabeceó en varias ocasiones.

—Lo lamento, pero el difunto debe conocer y haber pronunciado con anterioridad un conjuro previo. Su mujer lo conocía y lo usó antes de su muerte. Lo sucedido con sus amigos debe servirle de advertencia. Todo puede ser más fácil para usted si coopera con nosotros.

«¿Lo lamento, cabrón?».

Si no hubiera estado atado, encapuchado y preso, le habría dado su merecido. Pero no era así, y debía utilizar la inteligencia. Llegado a ese punto, tenía claro que lo necesitaban, de otro modo ya sería pasto de los peces con unos buenos zapatos de cemento. Debía aprovechar la oportunidad.

—Piense en lo que le he propuesto, por su bien y por lo que ama.

En silencio, Beltrán notó que su interlocutor volvía a ocupar la silla.

—Por cierto, estamos al corriente de sus conocimientos informáticos y de programación. Es usted un enigma, un auténtico fantasma, señor Beltrán, y no hay rastro alguno de su presencia en la red. No obstante, los indicios que hemos recopilado sobre usted y sobre la curiosa protección que tiene en su computadora muestran que goza de un gran conocimiento en programación. Hemos rastreado su pasado y sus roces con la justicia. En la actualidad trabaja para Microsoft por alguna oscura razón que todavía desconocemos, pero no se preocupe, acabaremos por descubrirlo. Por ese motivo, es mi obligación advertirle. No piense en comunicar, ni filtrar la identidad de nuestros miembros en internet. Sería inútil y nos desagradaría en gran medida. Nuestro poder no se concentra exclusivamente en el mundo real, también se extiende por la red. Téngalo presente.

Beltrán no contestó.

Después de unos segundos de silencio, le desataron las manos. Soltó un suspiro de alivio mientras las estiraba y se acariciaba las muñecas para recuperar la circulación. De pronto, escuchó cómo la puerta de su domicilio se cerraba, y al instante se deshizo de la capucha. Estaba solo. Suspiró más reconfortado. Por lo menos, continuaba con vida y con la posibilidad de pensar cómo salir de una situación de extrema gravedad.

Se levantó y de nuevo sintió el dolor en el rostro. El golpe que le habían propinado dolía, aunque más incómodo era el recordatorio de lo que le podría pasar en un futuro poco alentador. Apretó los dientes mientras se pasaba la lengua por la comisura de los labios. Aquellos capullos, sin saberlo, habían tocado su orgullo.

«No piense en comunicar, ni filtrar la identidad de nuestros miembros en internet, le sería inútil y nos desagradaría en gran medida».

Sus enemigos habían cometido un gravísimo error. A un hacker de su nivel no se le podía tentar con un desafío así.

En su despacho personal, debajo de su mesa de trabajo, encontró una bolsa negra. La depositó sobre la mesa y la abrió. Allí estaba, en perfecto estado, su ordenador portátil, su «Caja de Pandora». Tecleó la clave personal e inspeccionó que todo estuviera en orden. Mientras observaba la pantalla, recordó un dato importantísimo. En el sueño había contemplado un programa ejecutándose y una palabra como encabezamiento, refiriéndose al nombre del programa. Heka. Buscó archivos o carpetas que guardaran o contuvieran relación con la palabra. Y, voilà, a los pocos segundos apareció una carpeta oculta que respondía al mencionado nombre. El enigmático archivo había sido creado hacía un año y un mes. Pensativo, trató de recapacitar. Después de un buen rato, recordó una escena del pasado y se vio a sí mismo sorprendiendo a Silvia hurgando en su portátil.

El legado de Osiris
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