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En el pequeño apartamento de madera reinaba el silencio. Eran algo más de las tres de la madrugada y el matrimonio dormía plácidamente en una cama de pequeñas dimensiones sobre un colchón incómodo y arropados con sábanas y mantas que no conocían el suavizante. En su piso de la ciudad todo era confort, pero aquéllos eran algunos de los inconvenientes del campo, respirar aire puro a cambio de la comodidad del hogar. A unos dos metros de la cama del matrimonio, dormía la pequeña Lucía, dentro de su cuna-cuco, ideal para viajes.

El día había resultado duro. Tras acabar la jornada y cerrar su negocio, soportaron horas de atasco para escapar de Barcelona. Pese a todo, nada importaba, eran felices y tan sólo los movió el deseo de llegar a su destino y descargar sus pertenencias en su alojamiento de los próximos tres días.

El esfuerzo valía la pena. Lo tenían todo previamente planificado para disfrutar al límite de sus minivacaciones. Desde la primera hora del día siguiente, tenían programadas varias actividades para disfrutar de la naturaleza en familia. Nada de televisión, ni cines, ni tiendas, sólo ellos tres y el campo. Necesitaban desconectar de la agotadora vida de la ciudad, de su ruido, de su tráfico y de su contaminación.

Rosa dormía junto a su marido, reposando la cabeza sobre su hombro, al tiempo que lo abrazaba, como si emulara una llave de judo. Daba la impresión de que no deseaba que se lo quitaran, incluso durmiendo.

Toc. Toc. Toc.

Luis abrió un ojo. El golpeteo de nudillos en la puerta de entrada le había despertado. Confuso, se cuestionó si lo había soñado o si en realidad habían llamado.

Toc. Toc. Toc.

Ahora sí que estaba seguro. Llamaban a la puerta. Miró el despertador que reposaba en la mesita de noche: las 03.17 de la madrugada. Pese a estar bajo los efectos del sueño, le pareció rarísimo aquel hecho. ¿Quién debía de ser a aquellas horas? Al instante especuló con la posibilidad de que quizá Marc hubiera decidido aceptar su invitación. Al instante, se dibujó una sonrisa de felicidad en su cara.

Se incorporó lentamente, tratando de no despertar a Rosa que se movía inquieta, medio dormida, buscando por toda la cama el confortable cuerpo de su esposo. Se entretuvo un momento para echar una mirada rápida a la cuna de su hijita, cerciorándose de que ésta dormía plácidamente con su chupete en la boca. Luis Méndez sonrió, como lo hace un padre cuando contempla a su bebé y dio gracias a la vida por recompensarlo con un regalo tan bello. Se calzó unas zapatillas y se dirigió hacia la puerta con sumo sigilo.

Y quizá ése fue su error, pensar en lo felices que eran, en la maravillosa mujer que dormía a su lado, en el regalo que le había ofrecido la vida con Lucía, porque cuando abrió la puerta no le asaltó la curiosidad de averiguar quién debía de ser, ni tan sólo por precaución, y ése fue un error que iba a pagar con su propia vida.

Dos disparos resonaron dentro de la casa, seguidos del sonido de un cuerpo desplomándose en el suelo. Luis Méndez había pagado cara su imprudencia y su buena fe. Acto seguido, una figura entró en el interior de la estancia, empuñando un humeante revólver. Rosa se despertó sobresaltada, alertada por los disparos. Cuando se incorporó y lanzó una mirada al pasillo, descubrió horrorizada el cuerpo de Luis en el suelo, en medio de un gran charco de sangre. Dio un grito de terror e instintivamente se lanzó hacia la cuna para tratar de proteger a su hija. No fue lo suficientemente rápida. Se topó de bruces con el asesino. Cuando alzó la vista y lo miró a los ojos se quedó impresionada, como si acabara de ver al mismísimo diablo y se resistiera a admitir que estuviera delante de ella. El asesino no dudó ni un segundo y levantó el brazo. El cañón del revólver brilló en la oscuridad.

—No... no, por favor, no lo hagas. No tienes por qué... —le rogó con el rostro envuelto en lágrimas, suplicando por su vida, por la de su hija.

El diablo no conoce la compasión o, simplemente, es sordo.

Dos disparos. Rosa se derrumbó en el suelo por un lateral de la cama.

Silencio.

El asesino observó su alrededor, envuelto en la leve niebla del humo que desprendía el revólver. De pronto, un lamento estremecedor le devolvió a una época lejana donde conoció la humanidad, distrayéndolo de su momentáneo lapso de paz.

La sombra giró la cabeza y observó con aparente sangre fría a una niñita que lloraba desconsolada.

Cuando Jorge Lafuente salió de su apartamento, alarmado por los extraños tiros, contempló horrorizado cómo alguien se había adelantado a La Nit de Sant Joan.

Una enorme hoguera de más de tres metros iluminaba todo el recinto.

El hombre, enfundado en un pijama de felpa, vislumbró aterrorizado que el bungalow que ocupaba aquel matrimonio de Barcelona era pasto de las llamas.

Las demás personas salieron al exterior y un murmullo general de decenas de voces resonó alrededor de Jorge. Gritos, lamentos. La histeria se había apoderado de los campistas ante el dramático suceso. Incluso algunos se acordaron de Dios, una vía habitualmente utilizada cuando ocurrían desgracias como la que se representaba ante ellos. De pronto, un hombre gritó con tono de urgencia.

«Agua. Agua. Vamos. Tenemos que apagar esas llamas».

Hombres y mujeres obedecieron, y comenzaron a traer cubos llenos de agua, trabajando mano a mano para aplacar el fuego. Las personas, como miembros de un mismo cuerpo, aunaron esfuerzos colectivamente. Jorge Lafuente observó la cooperación de hombres y mujeres en un esfuerzo inútil por detener lo inevitable. Pensó, entre un millón de pensamientos funestos, que los humanos reaccionaban poco más o menos de aquella manera cuando existía una situación crítica. En opinión del campista, era como si dentro de nuestro cerebro saltara un «clip» y toda esa humanidad que utilizábamos con tan escasa frecuencia, se pusiera en marcha.

Jorge Lafuente meneó la cabeza de forma nerviosa mientras contemplaba horrorizado el espectáculo dantesco que se desarrollaba ante sus ojos. Cuando inspeccionó la zona, descubrió que el coche del matrimonio estaba aparcado a unos metros de la casa en llamas. «¡Santo Cielo!», dio un respingo al suponer lo que había sucedido.

«Oh Dios, estaban dentro».

Su mujer le propinó un empujón para que ayudara en la tarea de apagar el incendio. Este obedeció y se unió a los demás. Mientras transportaba un cubo de agua a toda prisa, un breve pensamiento le rondó por la cabeza. El matrimonio había llegado aquella misma tarde, luciendo su impresionante automóvil, su ropa cara y todo su lujo.

«Parecen buena gente y..., desde luego, saben vivir», se dijo al verlos.

Y en esos momentos, horas después, estaban muertos.

El legado de Osiris
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