58

El policía de Homicidios conducía el automóvil con la mirada fija en la carretera y con el cuerpo tenso al igual que su expresión, sin mover ningún músculo más de los estrictamente necesarios para el manejo del coche. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí, presintiendo un pálpito extraño, como si la inestable situación que atravesaba estuviera a punto de desencadenar en una terrible tormenta de acontecimientos.

«¿Qué tengo que ver yo contigo?»Su preocupación por ellos dos se acrecentaba, pero la voz de Nuria se le había quedado grabada en la mente y la frase se repetía una y otra vez hasta desesperarlo. Debía aceptarlo, se había acabado y nunca volvería a recuperarla. Su ex mujer lo había dejado todo bien claro en su última conversación y tenía que comenzar a asumir que se había convertido en un extraño para ella.

En el asiento del copiloto, Beltrán tecleaba a un ritmo constante el portátil, prosiguiendo en su ardua tarea de reordenar los documentos. Desvelado el truco utilizado por su esposa, ahora se le antojaba imprescindible conocer todo lo relacionado con el templo de Seth, sus miembros, sus enigmas, sus asuntos sucios y negocios para mantener la esperanza de salir airosos del embrollo. No obstante, el trabajo era laborioso y lento. Le llevaría horas reordenar los textos.

Enric Solé, en el asiento de atrás, miraba por la ventanilla, abstraído en sus pensamientos. Trataba de no imaginar a su hermana, ya que su tendencia al negativismo extremo lo conducía a visualizarla sufriendo innumerables tormentos y vejaciones. Soltó un suspiro, convenciéndose de que quien la hubiera raptado lo había hecho con un motivo concreto y que no sufriría ningún daño hasta que ellos les entregaran lo que ansiaban como canje.

A pesar de la extraña desaparición del viejo Jafet, su inesperado salvador y miembro de un culto a la diosa egipcia Isis, habían encontrado el automóvil del policía aparcado a unos metros de la casa.

Como medida de precaución, Puigcorbé cambió la matrícula del automóvil por otra falsa. Según su experta opinión, sus compañeros no tardarían en enterarse —si es que ya a esas alturas no estaban al corriente— que había sacado el coche del depósito policial. La única manera de pasar medianamente desapercibidos era utilizar carreteras secundarias y una matrícula falsa.

Diez minutos después, Marc Beltrán esbozó una sonrisa ahogada, estiró los brazos y observó el paisaje por donde circulaban.

—Ya está.

—¿Tan pronto? ¿Qué dice? —le preguntó Puigcorbé.

Beltrán bostezó y acabó por estirar los músculos de los brazos, agarrotados de estar en la misma posición durante tanto tiempo.

—Bueno, son diferentes ficheros y cada uno de ellos incluye una parte específica de la información. He logrado reorganizar unos cuantos. Los temas son muy diferentes; no obstante, toda la información circula alrededor de «nuestros queridísimos amigos». Templos, negocios, actividades de la logia, y éste en especial —dijo señalando la pantalla con el dedo— contiene los nombres de cada uno de los miembros de la orden.

—¿Con esta información podemos ir a un juez? —preguntó Puigcorbé con la mirada clavada en la carretera.

Enric chasqueó la lengua y se incorporó.

—Me temo que no, agente. Una organización de estas características es como un cáncer que se extiende por cada uno de los organismos gubernamentales.

—¿Es posible? —dijo el policía.

—Enric tiene razón, Roberto —corroboró Beltrán. Movió el ratón y una lista detallada de nombres apareció en la pantalla del ordenador—. Por lo poco que he podido leer, bueno... es impresionante; menuda cueva de cabrones. Entre ellos hay un grupo variopinto de hijos de puta que van desde figuras de primer orden de la política hasta personajes de las finanzas, incluso controlan los medios de información.

Puigcorbé gruñó para dar a entender que había captado el mensaje.

Beltrán sacó un cigarrillo y lo encendió. Bajó la ventanilla y permitió, mientras exhalaba el humo del tabaco, que sus acompañantes asumieran sus descubrimientos. Luego, orientó los ojos hacia la pantalla. Ojeó por encima la lista de «buenos chicos» que el profesor Yaacov le había pasado a su esposa, reparando en que la acción del viejo egiptólogo se podía catalogar como una traición de proporciones gigantescas. Ahora comprendía por qué el culto estaba resuelto a recuperar la información a toda costa. Si los informes caían en manos de alguien con los recursos necesarios para revelar la información a la luz de la opinión pública, podían darse por acabados. De pronto, se detuvo y arqueó la ceja al no terminar de procesar lo que estaba leyendo.

—Joder, a este tío lo conozco. Mamón pedante, o sea, tú también estás metido —le habló a la pantalla.

Roberto Puigcorbé frenó en seco, deteniendo el coche en la cuneta. El automóvil derrapó en la gravilla a consecuencia de la violenta frenada, levantando una gran polvareda. Los dos hombres se quedaron atónitos ante la maniobra tan extraña del policía. Éste quitó la llave del contacto, giró la cabeza y miró con dureza al informático. Su olfato le auguraba malas noticias.

—¿A quién conoces?

—El director del periódico donde trabajaba Silvia: Arturo Santos —señaló con voz queda.

Puigcorbé golpeó con furia el volante con la mano derecha. Estaba fuera de sí, enfurecido como pocas veces lo había estado. Beltrán se dio cuenta del poco tacto que había utilizado al proporcionarle la infortunada noticia, al recordar inmediatamente quién era aquel tipo y qué relación existía entre ambos. Lo observó abatido, mientras éste seguía dándole una buena tunda al volante.

—¿Es...?

—El marido de mi ex mujer —masculló con rabia.

Puigcorbé se apeó del coche poseído por una ira descontrolada que rivalizaba con su frustración. Sacó del bolsillo de la americana el móvil y le montó la batería. Beltrán abrió los ojos alarmado ante lo que se disponía a hacer. Salió del coche con la intención de detenerlo. El policía se había vuelto totalmente loco. Pensó en arrebatarle el celular, pero retrocedió en su acción. No estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar en una circunstancia tan extrema.

—Nos encontrarán... —le advirtió en un esfuerzo inútil por hacerlo recapacitar y manteniéndose a una distancia razonable.

—¿Crees que eso ahora me importa una mierda? —le recriminó, al tiempo que se acercaba el teléfono a la oreja y rogaba para que contestaran.

Tras unos cuantos tonos de espera, alguien descolgó. El sonido que escuchó fue como estar en lo más profundo del Hades, siendo testigo directo de la más horrible de las pesadillas.

—¡Roberto!... ¡Roberto! —vociferó la voz entrecortada y jadeante de una mujer en la lejanía, dando la impresión de estar llorando. La voz de Nuria se le clavó en el pecho como un metal incandescente.

Puigcorbé se llevó la mano a la frente con angustia. Con todo y pese a la presión que sentía en las sienes, dedujo por la voz de su mujer que no parecía tener contusiones en la boca y que posiblemente hablaba a través de un manos libres.

—¡Nuria...! —gritó desesperado.

Nadie respondió, pero alcanzó a oír sollozos amortiguados en un eco lejano que lo arrastraba a las puertas de la locura. De alguna forma, presintió qué iba a ocurrir. Tras el secuestro de Hannah y el monje, sólo quedaba coaccionarlo a él para asegurarse su cooperación en la búsqueda del maldito papiro. Estaba furioso consigo mismo y con la estupidez de Nuria al no tratar de comprenderlo. Sin embargo, algo de él, una parte sombría que nunca confesaría a nadie, se sintió en cierta forma afortunada. Quizá tenía ante sí la posibilidad que estaba esperando, redimirse ante su esposa y recuperar su vida con ella y su hijo.

—Roberto... ¡Tienen a... Arnau!

Cuando oyó la voz de su mujer, los fantasmas y las dos vertientes universales del bien y el mal se esfumaron, arrasados por un sentimiento de protección que inundó su pecho.

—Escúchame, Nuria. Tranquila, todo irá bien. No os pasará nada.

De nuevo, nadie respondió. Tras una pausa que le pareció eterna, una voz conocida respondió, evaporando su miedo y transformándolo en rabia.

—Agente... comenzaba a impacientarme —dijo Gilgamesh con una voz segura y revelando una falsa preocupación que provocó un poco más el volcán que estaba a punto de estallar en el interior de Puigcorbé.

—Como le pongas las manos encima, te juro...

—¡Basta! —recriminó alzando la voz, manifestando en sus palabras que la situación comenzaba a pesarle, adivinándose el temor latente de no poder permitirse un nuevo error—. Se acabaron los jueguecitos, agente. Debo confesar que has sido un digno rival, una inesperada molestia, pero no consentiré que trates de amenazarme.

Puigcorbé contuvo la respiración para dialogar con aquel asesino sin mostrar un ápice de debilidad. Tipos como Gilgamesh, preparados y entrenados en el arte de la guerra, olían el miedo a cientos de kilómetros de distancia, y su voz nerviosa y dubitativa podía colocarlo en una situación de desventaja. Respiró lentamente, permitiendo que el oxígeno llegara pausadamente a la sangre y exhaló el dióxido de carbono poco a poco. Repitió la operación en tres ocasiones hasta apreciar que las palpitaciones de su corazón disminuían. Mente clara y control sobre los nervios y sobre las palabras eran claves para abordar la partida de ajedrez que le enfrentaba a Gilgamesh. De momento, ellos habían optado por eliminar a los amigos del informático, secuestrar a la egiptóloga, al monje y a su mujer e hijo. A cambio, necesitaban recuperar una documentación que los pondría en una situación muy comprometida ante la opinión pública, y por descontado, el papiro. Decidió seguirle el juego y hacerlo con las cartas que el asesino había puesto sobre el tapete.

—¿Me quieres a mí? Dime sólo dónde y cuándo.

Una carcajada teatral y forzada se escuchó a través del celular. El detective apretó los dientes. El tipo comenzaba a cansarle y desalaba su vena violenta; no obstante, admitió en su fuero interno que esperaba una reacción parecida de un personaje tan arrogante. Por su parte, tanto Beltrán, que miraba al policía con un gesto de extrañeza mientras se hacía visera con la mano para protegerse de los rayos solares, como el egiptólogo, observaban la situación con respeto, atentos a los gestos y palabras del agente.

—Tú y yo tenemos asuntos por resolver, es cierto, pero éstos pueden esperar. Os concedo veinticuatro horas para entregarnos la información sobre nuestra sociedad, el manuscrito y el Udyat. El religioso y la muchacha han confesado, ha sido una auténtica suerte. He de informarte de la delicada situación en que nos encontramos. Como comprenderá un hombre de tu veteranía, no necesito decirte que si no se cumplen mis peticiones, ejecutaremos a tu preciosa mujer y a tu hijito. Y por supuesto, el renegado monje y la egiptóloga también serán eliminados. Agente, ¿me he expresado con la suficiente claridad?

—Sí —respondió Puigcorbé sacando fuerzas de flaqueza.

—Si deseas, puedes utilizar este número para ponerte en contacto conmigo. Por cierto, te aconsejo que tengas tu móvil en todo momento operativo... Llegado el momento, te pediré que hagas algo por mí.

Colgó.

Puigcorbé estaba más allá de la simple furia. Amagó con lanzar el móvil y estrellarlo contra alguna de las piedras cercanas. Sin embargo, en el último momento, recapacitó. Sus peores presentimientos se confirmaban y debía admitir que se hallaba en un callejón sin salida. Por un lado, acusado de homicidio y viéndose en la tesitura de cambiar de identidad cada poco tiempo para que no lo cazaran. Por otro lado, la vida de su familia dependía de que fuera un buen chico, «el chico de los recados», y obedeciera las directrices del malvado culto. Estaba atado de pies y manos.

—¿Los han secuestrado? —preguntó Enric.

El policía asintió abatido. Las había pasado canutas en su carrera, pero después de tantos años de servicio comenzaba a comprender el significado del término «derrota».

Beltrán lo estudió a distancia. Sintió la tentación de consolarlo, darle unos golpecitos en el hombro y decirle que todo se arreglaría, que rescataría a su familia como el gran héroe que era... No lo hizo. Por dos buenas razones: la primera, que no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar, había sido testigo del fuerte carácter del agente y no le entusiasmaba la idea de ser un simple muñeco al que sacudir para que desahogara su mal humor; la segunda, más evidente y desgarradora, que no estaba seguro de que todo fuera a salir bien. Salir airosos en aquellas condiciones se le antojaba una empresa complicada, como cazar ballenas con un alfiler. A decir verdad, comenzó a resignarse a emprender un camino sin retorno, un camino que los conduciría a un final incierto.

—Exactamente... ¿qué te han dicho? —preguntó con la voz calmada y tratando de apaciguar los ánimos.

—Veinticuatro horas. Es el tiempo que tenemos para encontrar ese trozo de papel viejo y entregarles la documentación. Si no, matarán a mi familia, a Carlos Codina y a la joven. Por cierto, saben lo del amuleto.

—¿Cómo... cómo saben? —balbuceó Beltrán.

Enric estaba con la moral por los suelos y se dio media vuelta, dándoles la espalda y refugiándose en sus propios temores.

—Es posible que conocieran su existencia... o, por el contrario, torturaran a mi hermana y al señor Codina para hacerles confesar —respondió con la voz triste, perdiendo la mirada en la inmensidad del horizonte.

—Joder. No tenemos nada. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Estás seguro de que tu mujer...?

Beltrán puso los ojos en blanco, asesinando con la mirada a Enric que acababa de pronunciar la condenada pregunta. ¿En qué idioma les podía decir que su mujer no le había entregado nada? Es más, Silvia no le había dicho una mierda de todo aquello, apartándolo sin darle un simple voto de confianza, para un año más tarde descolgarse con apariciones fantasmales, sucesos sobrenaturales y jeroglíficos enrevesados. Lo único que había conseguido de ella era una estrella de arcilla que representaba el único recuerdo de unos padres trágicamente asesinados.

De pronto abrió los ojos como si le hubieran dado corriente en la entrepierna.

«¿Y si... la estrella?».

Su mente comenzó a tejer una hipótesis como si, despistado por los continuos sucesos, hubiera pasado un dato importantísimo por alto. Se buscó en los bolsillos de la cazadora y sacó la pieza de barro. La estudió con otros ojos, sintiendo una oleada de entusiasmo desmedido como si la estuviera viendo por primera vez. Ahora comprendía la verdadera importancia del objeto. Cinco puntas.

«Puede ser».

Recordó y comprendió cada una de las pistas que Silvia le había dejado en el camino como pequeñas migas de pan para que las pudiera ir recogiendo y así llegar a su destino en ese momento.

«La estrella que nos une. Orión. Sirio. El hombre de Vitrubio. Cinco letras. Cinco puntas. Cinco», meditó reparando en la evidente conexión entre las pistas, regañándose por no haberlo supuesto antes.

—¿Qué tamaño debe de tener el Udyat? —preguntó sin levantar la vista del objeto que mantenía entre sus manos.

Enric se giró y lo miró atónito. No entendía qué había querido decir. Se percató entonces de lo que el informático tenía entre las manos. Se recolocó las gafas sobre la nariz y lo estudió con una expresión de sorpresa, quedándose quieto como un estatua de sal y con la mirada fija en la pequeña figura de arcilla. Puigcorbé, a pesar del golpe psicológico recibido, también pareció sorprendido ante la extraña pregunta y el inesperado interés de Beltrán por el tamaño de la reliquia.

—No tengo la más mínima idea —respondió Enric. Tras una pausa, decidió lanzar la pregunta que le daba vueltas por la cabeza. El informático no le quitaba ojo a la estrella—. ¿No estarás pensando que tu mujer...?

—Supongo que... sólo hay una forma de comprobarlo.

Dejó caer la estrella de barro, pidiendo perdón mentalmente, comprendiendo que una situación desesperada requería medidas desesperadas. El objeto se precipitó al suelo y se hizo añicos. La mirada de los tres hombres se centró en los fragmentos de arcilla esparcidos. Un reflejo dorado, al converger los rayos solares con el material brillante, los cegó. Beltrán sonrió y soltó un suspiro de alivio que insinuaba un «¡menos mal!». Entre los trozos, un objeto de metal brillante resplandecía.

Enric fue el primero en inclinarse, tomándolo entre las manos con suavidad y extremo cuidado, temiendo que se le fuera a derretir al contacto con sus dedos. La mirada se le iluminó y progresivamente comenzó a irradiar una expresión de asombro. Para el egiptólogo aquello era «la maravilla entre las maravillas». Un ojo egipcio elaborado en oro. Un ojo ligeramente diferente del que estaba tan cansado de ver en fotografías y en otros amuletos. No obstante y a pesar de las innegables diferencias, no había ninguna clase de duda: ante él estaba el legendario Udyat, el Ojo de Horus, el amuleto que la diosa Isis utilizó para resucitar a su esposo... Osiris.

El legado de Osiris
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