68

Un pasillo oscuro condujo a los tres hombres a una recámara. Enric iluminó con el haz de luz de la linterna un bloque de piedra de la pared, se giró y les indicó a sus acompañantes que habían llegado a su destino. Beltrán se acercó e iluminó con la linterna un grabado con la forma del Udyat en la pared. El profesor, por su parte, examinó minuciosamente el grabado.

—¿Y ahora? —preguntó Puigcorbé. Su olfato le indicaba que la aparente calma que se respiraba en el lugar no era un buen presagio.

—Déjame el amuleto, Marc —solicitó Enric.

El policía entrecerró los ojos disgustado. Captó la idea del egiptólogo y le pareció que estaba a la altura de la creación de Atum-Ra.

—Profesor, permítame recordarle que usted no es Indiana Jones.

Beltrán se deshizo del colgante y miró alternativamente a ambos. Enric ni se molestó en discutir su hipótesis con el incrédulo agente de la ley.

Con sumo cuidado, deslizó el amuleto por el cordón hasta sacarlo y lo colocó en la pared. Encajaba perfectamente. Respiró y empujó con los dedos la reliquia hacia dentro. De repente, un mecanismo resonó. El bloque de piedra del suelo, de un metro cuadrado de tamaño, tembló. Perplejos, los tres hombres retrocedieron unos pasos. Beltrán se sintió el protagonista de Stargate cuando observó cómo el suelo se separaba y el bloque se deslizaba por debajo de la pared. Puigcorbé, a pesar de la sorpresa, fue el primero que reaccionó.

—Ya podéis empezar a contarme que los egipcios utilizaron tecnología avanzada que provenía de alienígenas, porque después de esto estoy preparado a creerme cualquier cosa —admitió con tono irónico, tratando de aplacar su miedo ante algo que no podía explicar, ni darle lógica alguna.

—No le negaré que existen evidencias de eso —respondió Enric con los ojos clavados en el suelo. Cuando el policía lo miró, descubrió en él un gesto victorioso, sonriente y motivado ante lo que se presentaba ante ellos—. Aunque debo admitir que nunca tendré el valor suficiente para tratar esa hipótesis en un estudio serio. Sin embargo, lo que tenemos ante nosotros no es obra de los antiguos sacerdotes, sino del hombre actual.

Cuando el bloque de piedra terminó por desaparecer de su vista, introduciéndose por debajo de la pared, se materializó ante ellos un agujero que daba acceso a una estrecha escalera que se perdía en la oscuridad. Beltrán analizó la situación, utilizando sus aptitudes y su lógica lateral. Estudió el objeto colocado en la pared y después la escalera. Sonrió y un brillo en sus ojos mostró la sensación que embargaba su mente. Todas sus preguntas sobre el misterio del ojo derecho de Horus quedaban respondidas. Un as en la manga que no compartiría de momento con nadie.

—¿Vamos? —preguntó Enric, ansioso por descubrir qué ocultaba la cripta.

—A eso hemos venido —reconoció Beltrán, menos intrépido que el egiptólogo y con su corazón latiendo a toda máquina.

Extremando las precauciones, descendieron por la escalera de piedra y se toparon con un estrecho pasillo. Bajo una oscuridad absoluta, se apreciaba una humedad muy acentuada y el olor a cerrado. Con Enric al frente de la expedición, recorrieron lentamente el angosto pasadizo en silencio. Las paredes de piedra, lisas y blancas, no disponían, para desconsuelo del egiptólogo, ninguna clase de jeroglífico o grabado identificativo. Tras unos minutos de claustrofobia incertidumbre, el pasadizo desembocó en una cámara subterránea. Cuando enfocó el haz de luz de la linterna hacia el fondo de la habitación, Enric se quedó sin respiración. Una urna de cristal hermética reposaba sobre un soporte de piedra. En el interior de la urna, e iluminada por una tenue luz rojiza, se hallaba un papiro de unos treinta centímetros, enrollado a un soporte cilíndrico de madera. Ante sus ojos estaba el legado de Thot, el conocimiento antiguo más poderoso que había conocido el ser humano, el regalo más valioso que los dioses antiguos decidieron otorgar al hombre y que posiblemente eludía a la muerte. Redactada con la escritura de los mismos dioses, se hallaba la fórmula para resucitar en carne el espíritu de un muerto.

No obstante, y en opinión del egiptólogo, había un detalle todavía más sorprendente que el increíble hecho de encontrar el valiosísimo papiro. El soporte donde descansaba el receptáculo cristalino poseía la apariencia de una reliquia conocida, un amuleto significativo y preciso para guardar el secreto más grande del Antiguo Egipto. Enric comenzó a entrever quién había realizado aquella maravillosa obra. Dio unos pasos y levantó la vista para observar el gigante de casi tres metros que se alzaba ante él y que albergaba en su centro la caja de cristal. Se quitó las gafas y gesticuló una mueca de asombro, maravillado ante lo que estaba contemplando. Se trataba de una reproducción gigantesca de la columna vertebral de Osiris.

—El pilar Djed —balbuceó presa del entusiasmo y el desconcierto que agitaba su corazón. Descubrir en aquella cámara un objeto tan significativo y singular de la cultura egipcia era como contemplar la vara de Aarón en los túneles de Jerusalén.

Beltrán lo miró extrañado un instante, para más tarde, clavar su vista y todos sus sentidos en aquella especie de árbol de piedra azulada.

—¿Es el papiro? —preguntó Puigcorbé que una vez más demostraba su pragmatismo. No comprendía que, después de todo lo que habían pasado para encontrar aquel dichoso trozo de papel, el profesor se interesara tan desmesuradamente por la estructura que soportaba la caja transparente.

Enric no contestó, llevándose el dedo índice hasta los labios en un gesto evidente para que el policía guardara silencio. Se aproximó lentamente y estudió el gigantesco amuleto. Una base de piedra sustentaba una columna vertical con cuatro barras paralelas horizontales que cruzaban la columna en la parte superior. A un metro de altura, una plataforma plana de dos metros por dos sobresalía del poste como un improvisado altar. Sobre la superficie horizontal descansaba la cámara hermética de cristal.

—Enric —insistió Beltrán intentando atraer su atención y sacarlo de su trance. Los ojos del egiptólogo seguían absortos en el pilar al tiempo que tocaba con suavidad la piedra azulada, tan trabajada que parecía cerámica—. ¿Qué pasa, Enric?

—Es maravilloso. Es la columna vertebral de Unnefer, el símbolo de la regeneración y la resurrección. Representa la victoria de Osiris sobre su hermano Seth. Esto es fayenza azul —resaltó mientras acariciaba la piedra pulida—, la misma que se utilizaba en el Antiguo Egipto para dar forma al amuleto Djed. El color azul simboliza el color de los dioses, de la resurrección.

—¿Los colores simbolizaban algo para los egipcios?

—Por supuesto, Marc. El color otorgaba vida a sus dibujos y grabados, y gozaba de un gran significado sagrado. Los egipcios utilizaban básicamente cinco colores: negro, blanco, amarillo, verde y azul. El negro representaba la noche, la muerte; en definitiva, el Más Allá. Osiris en su representación de dios de la Muerte, era coloreado con ese tono, utilizado también para pintar las caras de los muertos. El verde, aplicado al rostro de Osiris en su versión de dios agrícola, personificaba la regeneración de la vida. El blanco equivalía a la pureza y era usado en animales que por su divinidad representaban a algún dios en concreto. El amarillo era sencillamente el color del oro, la piel que recubría a los dioses y la representación de la inmortalidad. Por último, el azul se asociaba a lo celestial. También existía el rojo, pero éste representaba la ira y el fuego, tal como el cabello de Seth.

—Muy instructivo, profesor —le interrumpió Puigcorbé con un gesto de desagrado—. Pero ¿por qué no nos concentramos en lo que nos ha traído aquí y dejamos de una puta vez la clase de Historia?

—Tiene razón, agente. Discúlpeme —se justificó Enric sin dejar de mirar la estructura—, me he dejado llevar. De todos modos, debemos descartar la conexión marciana-egipcia. Ahora estoy seguro de que todo esto es obra de mi padre.

—¿Por qué esconderlo aquí precisamente? —preguntó Beltrán inspeccionando la sala: una cámara oscura de unos cincuenta menos cuadrados, pero curiosamente bien ventilada.

—¿Por qué no? Éste es un lugar sagrado, aquí se guardaban en una especie de biblioteca los pergaminos con los escritos sagrados.

Sin duda, la consagración de este templo a Amón-Ra y a Isis, lo convertía en el emplazamiento idóneo para salvaguardar el papiro —explicó Enric, que al instante dirigió su mirada a la urna transparente, abriendo los ojos y ladeando la cabeza de un lado a otro para no perder detalle de un descubrimiento tan extraordinario—. O sea que es éste... el papiro que contiene las pócimas mágicas del libro de Thot sobre la resurrección.

—¿Puede ser el original? —preguntó Beltrán, que de igual modo se había asomado a través del cristal para escrutar el trozo de papel antiguo. El informático sintió vértigo al calcular la edad real del papiro.

El egiptólogo le pagó con una mirada de incredulidad, considerando que Marc había sido demasiado iluso con la pregunta al pretender aceptar que ese texto hubiera sido escrito por la mano del dios Thot.

—¿Te refieres a que... si el mismísimo Thot lo escribió de su propio puño y letra? —Beltrán asintió sin percatarse de la sutil ironía que escondía la pregunta del profesor—. No lo creo. Posiblemente algún sacerdote del culto a Isis conocía el paradero de la tumba del faraón y lo depositó allí para que el secreto quedara sellado. Es mi teoría, y sé que es algo diferente de la de mi padre, pero es posible que un sacerdote del poder y el conocimiento de Imhotep poseyera los secretos del libro de Thot.

—¿Imhotep, el de la momia? —Beltrán recordó la célebre película de Hollywood.

Enric trató de ser cortés, pero no pudo disimular su resignación ante un comentario tan absurdo y afirmó con la cabeza al tiempo que soltaba un suspiro de disgusto. El informático se percató de su torpeza y optó por quedarse calladito.

—Imhotep era sumo sacerdote en Heliópolis, además de sabio, astrólogo, arquitecto y médico. Llegó incluso a ser la primera autoridad después del propio faraón. Tu esposa idolatraba a Leonardo Da Vinci. Pues bien, Imhotep era el Da Vinci egipcio, un auténtico genio. Como inventor de la medicina, fue divinizado como el mismísimo dios de la medicina y la sabiduría, llegando incluso a identificarse con su posible maestro, Thot. Los griegos también llegaron a adorarlo. Una leyenda egipcia cuenta que Imhotep recibió un libro de gran poder que provenía del mismo Cielo. A raíz de ese acontecimiento, comenzaron a aparecer en tumbas y pirámides textos antiguos sobre pócimas mágicas y conjuros que ayudarían a los muertos en su camino hacia el Más Allá, ya sabéis... el célebre Libro de los Muertos. Además, Imhotep fue el arquitecto de la pirámide escalonada de Zoser en la necrópolis conocida por el nombre de Sakkara, la primera gran pirámide realizada únicamente por el hombre.

—¿Únicamente por el hombre? ¿Quieres decir que según tu...?

—Sí, en eso estoy totalmente de acuerdo con mi padre. Las pirámides de la meseta de Gizeh fueron obra de los dioses, fueran quienes fuesen. Imhotep sólo trató de rendir culto con su pirámide a los dioses, de los cuales había recibido el conocimiento. En resumen, mi hipótesis es que este sacerdote fue quien colocó este papiro en la tumba de Osiris, una cámara subterránea localizada en alguno de los pasadizos que se encuentran debajo de la zona de las pirámides y la esfinge en Gizeh. Y lo curioso es que empecé a pensar en esta posibilidad cuando vi la imagen de un Imhotep divinizado en un grabado de este mismo templo al lado del césar Augusto.

Beltrán asintió conforme, pero su mente no había captado las últimas aclaraciones del egiptólogo, ya que otro detalle requería de todos sus sentidos. En la banda derecha de la urna, unas lucecitas parpadeantes brillaban intermitentemente en lo que parecía a simple vista un panel electrónico. No sabía a ciencia cierta qué papel desempeñaban aquellos botones y aún menos el pequeño monitor y el teclado que había de la pantalla.

Puigcorbé inspeccionó por su parte los cables que daban corriente al dispositivo y que se perdían por un hueco de una pared cercana.

Beltrán necesitaba pensar, y decidió meterse una dosis de nicotina. Cuando estaba a punto de encender el cigarro, Enric le detuvo.

—Yo no haría eso, Marc. El tabaco es un contaminante y debemos evitar a toda costa que el papiro se enfrente a cualquier cuerpo que lo pueda deteriorar. Lo que veis aquí es una cámara hermética —reveló mientras revisaba el interior de la pequeña urna y los botones del panel—. Este dispositivo aísla al documento tanto del calor como de la humedad y de los ácidos naturales del aire que habitualmente respiramos, ya que el propio oxígeno es un oxidante que puede dañar la tinta con que esté escrito.

Puigcorbé asintió complacido; el egiptólogo había bajado de su nube y estaba concentrado en lo que importaba en esos momentos, dejando a un lado explicaciones tediosas sobre amuletos con forma de árbol sin ramas y de un sacerdote idolatrado que incluso habían divinizado.

—¿Cómo la abriremos? —preguntó el policía, que ya tenía varias formas de hacerlo, todas utilizando sus propias ideas y que incluían la violencia. Escudriñó el semblante del hacker. Éste daba a entender por la expresión de su rostro que tenía la respuesta—. Marc...

—Parece un dispositivo para conservar el papiro y a la vez una caja de seguridad. Este cristal —dijo señalando el frontal de la urna— está dividido en dos hojas y es posible que se desplacen lateralmente. Fijaos en las diminutas regatas que hay en la parte de arriba y en la parte de abajo. Estoy seguro de que son guías por donde se desliza el cristal.

—¿Y cómo se abren? —le interrumpió Enric.

—Yo os diré cómo —intervino Puigcorbé alzando su brazo y apuntando al cristal con su Colt. Temía ser testigo de otra charla entre aquellos dos empollones sobre seguridad y el proceso de construcción de la cámara hermética.

—¿Está loco? —El profesor se lanzó sobre su brazo para impedir que cometiera un disparate—. ¿Acaso pretende que nos quedemos aquí para el resto de nuestra vida? Si la cámara padece un simple y minúsculo desperfecto o si intentamos forzarla, seguramente el dispositivo de seguridad se activará y se cerrará la compuerta del piso de arriba. Haga el favor de tranquilizarse, debemos buscar otra manera.

Puigcorbé bajó el brazo y guardó el arma. Enric se había dirigido a él con autoridad, sin perder sus exquisitos modales, pero con convicción y algún resquicio de ira. Sin sentirse en absoluto cohibido por el frágil egiptólogo, prefirió darles margen de maniobra para que hallaran una solución.

—Creo que sé cómo...

Las células grises del hacker habían decidido salir de su largo letargo invernal y ponerse a trabajar. Tanto el agente como el profesor lo observaron, posicionado delante del monitor con una actitud confiada. Sin demasiados preámbulos, oprimió la tecla Enter del teclado.

—Buenas noches, profesor Solé. —Una femenina voz robótica resonó en la cámara—. Pronuncie la siguiente secuencia de símbolos —añadió la misma voz. La pantalla se iluminó y en ella aparecieron diferentes caracteres que parecían jeroglíficos egipcios—. Cuando esté dispuesto, presione Enter.

—¡Ajá, lo sabía! Es un dispositivo de voz —exclamó. Estaba orgulloso de su presentimiento, sintiéndose como un mago que acierta el color de una carta de la baraja sin verla.

Enric se aproximó y estudió los símbolos que aparecían en la pantalla. Con el ceño fruncido, sus ojos iban de un lado a otro del pequeño monitor. Al parecer y reparando en la expresión de su cara, parecía que algo le extrañaba en aquellos caracteres. Beltrán se dio cuenta con inquietud. Esperaba algo más que el semblante de un tipo que daba la impresión de estar leyendo chino sin saber nada del idioma.

—Sabes pronunciarlos, ¿verdad? —le preguntó temeroso.

—Son distintos —murmuró el egiptólogo. Estudió los caracteres y tragó saliva—. Nunca había visto jeroglíficos como éstos. Se parecen a los que la egiptología actual conoce, pero poseen pequeñas diferencias. Qué extraño, parece que sea la forma original de escritura de la cual evolucionaron los jeroglíficos más convencionales.

Beltrán sintió cómo la sangre abandonaba su rostro, al tiempo que su frente se llenaba de gotitas de sudor. Las dudas y el rostro de Enric, cada vez mas perplejo, lo estaban asustando más de lo que estaba dispuesto a admitir y se veía de regreso a Barcelona con las manos vacías.

—¿Puedes o no? —preguntó nervioso. El miedo había dado paso a la ansiedad.

—Supongo. Dame unos segundos.

Enric se hundió en el estudio de aquellos extraños y antiguos caracteres. Tras un buen rato, asintió lentamente.

—¿Preparado entonces? —insistió Beltrán siendo consciente de la dificultad que requería la traducción.

—Pulsa Enter...

Enric Solé trató de vocalizar lo mejor que supo, dándole la entonación que consideraba correcta. Pese a su esfuerzo, una luz roja giratoria se encendió en la parte superior de la urna.

—Secuencia incorrecta. Diagnóstico de errores: voz no reconocida como usuario Yaacov Solé.

Enric dio un respingo y se llevó las manos a la cabeza. Beltrán soltó una palabrota recordando a los familiares fallecidos de la computadora. Puigcorbé comenzaba a desesperarse, aquellos dos no se aclaraban.

—¿Qué ha pasado? —preguntó malhumorado.

La voz femenina volvió a comunicar un mensaje conocido.

—Profesor Solé, pronuncie la siguiente secuencia de símbolos. Recuerde, únicamente posee dos posibilidades. Si no, el dispositivo de seguridad bloqueará el programa. Cuando esté dispuesto, presione Enter.

Beltrán exhaló un suspiro de angustia, incapaz de pensar en una posible solución o en una explicación lógica a lo que acababa de ocurrir.

—Estamos jodidos, realmente jodidos —exclamó fuera de sí—. El programa sólo reconoce la voz del profesor Yaacov. Pensé que Enric, al ser su hijo, tendría un patrón de voz parecido, pero me equivoqué.

Enric dejó caer los brazos por su propio peso, vencido y sin fuerzas ni energía para continuar luchando. El golpe había sido demasiado fuerte y difícil de asimilar. Su padre estaba muerto y sólo él podía pronunciar los extraños símbolos. Puigcorbé resopló angustiado, se le agotaba la paciencia y su idea de agujerear el cristal volvía a cobrar fuerza.

—¿Y ahora qué? —les preguntó con un tono de voz que daba a entender una orden para buscar soluciones, no una petición para solicitar consejo.

Beltrán se encogió de hombros y tensó los músculos de la cara. Un cigarro, necesitaba un maldito pitillo... aunque fueran un par de caladas rápidas, le serían de mucha ayuda. Se derrumbó en el suelo, abatido. Acababan de fallar estrepitosamente y no les quedaba más remedio que aceptarlo. Puigcorbé los miró a ambos, y sólo vio a dos hombres derrotados.

—Vamos... decid algo, vosotros sois los genios. ¿Cómo nos las vamos a ingeniar para reproducir la voz de un hombre muerto? ¿Por arte de magia? —gritó.

Beltrán, el hacker, el tipo de la supuesta mente superdotada, levantó la mirada, observó al policía y orientó los ojos hacia la maléfica caja de cristal. Magia... necesitaban el poder de la magia. Sonrió, levantándose del suelo con fuerzas renovadas. Depositó la bolsa de su portátil sobre la piedra que soportaba la urna y extrajo el ordenador.

—Espero que tenga batería —murmuró.

—¿Qué haces? —Enric lo miraba extrañado.

—Esperad, tengo una idea. Roberto, eres un genio —le dijo al policía ofreciéndole una sonrisa y rehusando la necia idea de darle un beso en la mejilla para agradecerle sus palabras. Por su parte, Puigcorbé no sabía muy bien qué pensar y se dedicó a observarlo con escepticismo. Deseó que al informático no le estuviera pasando factura la presión y se estuviera volviendo completamente loco.

El legado de Osiris
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