17
En el parque de La Guineueta, un viejo lanzaba migas de pan al suelo, sentado en un banco de madera, con la misma destreza con que en su tiempo repartía las cartas en alguna timba clandestina. La lluvia no pareció disuadirlo de su tarea, pero por desgracia, ninguna de las innumerables palomas que habitaban Barcelona acudió a su reclamo.
Gruñó y le dio un trago a una botella de cristal. El vino, sin etiqueta ni denominación de origen, lo había comprado en un supermercado cercano y era su mejor aliado para paliar el frío. Tras darse un buen lingotazo, dejó la botella en el suelo y se limpió la boca con la manga del abrigo sin ningún tipo de miramiento, mientras que con su otra mano sostenía un paraguas desvencijado de color negro, un color parecido a su futuro inmediato.
Su apariencia general daba la impresión de haber sobrevivido a una catástrofe. Además de un abrigo mugriento de color oscuro y largo que le llegaba a la altura de los tobillos, llevaba unos tejanos desgastados y unas bambas deportivas sucias y embarradas. Su pelo grisáceo y desordenado era una mezcla entre abundantes canas y otro tanto de pelo moreno que le hostigaba con el recuerdo de que hubo un día en que fue joven y su cabello, oscuro como la noche. Su semblante, arrugado y con profundos surcos, delataba la clase de vida que había llevado, con excesos y adicciones cogidos de la mano. Sus pequeños ojos azules estaban hundidos en sus cuencas y su nariz, rota en el pasado a consecuencia de una pelea callejera, estaba torcida. Sin duda, aquel viejo era la representación de una elección equivocada o no, pero con resultados nefastos.
Los labios del anciano parecieron curvarse en una sonrisa maléfica cuando observó a lo lejos a un grupo de quinceañeras acercándose a su posición, al tiempo que reían y charlaban entre ellas en voz alta. El viejo entrecerró los ojos al observar sus uniformes de colegio. Su buen amigo, el que tanto le había acompañado en noches interminables de juerga, hacía años que había fallecido en acto de servicio. No obstante, ahora hubiera jurado sentir su presencia en su entrepierna al visualizar aquel espectáculo femenino.
—Juventud, divino tesoro... Humm —musitó en voz baja.
No escuchó el chapoteo que producían unos zapatos acercándose a él, pero su experiencia le alertó de que se aproximaban problemas. Ladeó la cabeza e inspeccionó a su espalda. Un tipo trajeado se le acercaba con determinación. Escupió al suelo y maldijo su mala suerte. Sin embargo, percibió que, pese a sus más de setenta años, su olfato seguía intacto. En todo caso, para la opinión del anciano, el capullo que se estaba acercando era la gran madre de los problemas.
El tipo aminoró el paso a unos metros de él y lo estudió con el semblante serio.
—Necesito información...
—Robert, chico, cuánto tiempo —dijo el viejo agarrando la botella y dando a continuación un largo lingotazo. Se volvió a limpiar la boca con la manga, dejando el envase en su posición original. Miró de soslayo a su interlocutor y sonrió, dejándole ver a su acompañante las consecuencias que habían producido el paso del tiempo y las adicciones en su boca. Pocos dientes sobrevivían, y éstos estaban podridos y negros —. ¿Dónde has dejado tu educación?
—Vamos, Víbora, no estoy para tonterías. —Puigcorbé exhaló un suspiro de malestar.
El anciano dejó escapar un suspiro melancólico.
—Víbora... vaya, hacía tanto que nadie me llamaba así... Ahora usan otros términos para dirigirse a mí, como puto viejo, anciano, señor o carcamal. Pocos me conocen como Víbora.
El detective ni le respondió, ignorando aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Aquel viejo era un criminal y, a pesar del tiempo que estuvo entre rejas, nunca había dejado de serlo. Sólo se había convertido en un patético anciano. Descubrió al grupo de jovencitas que pasaban delante de ellos y las migas de pan mojado, desperdigadas por el suelo. Entornó los ojos y blasfemó para sus adentros.
El viejo lo observó con el rabillo del ojo y sonrió levemente.
—¿Tratando de volver a las andadas, Víbora?
El viejo sacudió la cabeza, pero no dejó de mirar con lujuria a las quinceañeras que desfilaban delante de sus ojos.
—Venga, Robert. Cualquier chica de éstas me daría un rodillazo y saldría corriendo. Soy un jodido viejo inofensivo. Imagino que no hay nada malo en dejar volar la imaginación, es lo único que la «trena» no ha conseguido arrebatarme.
El subcomisario de Homicidios no respondió y se permitió unos segundos para continuar hablando, tiempo necesario para que aquellas niñas desaparecieran de su vista, ignorando al monstruo que las estaba observando.
—Además, no quedó probado que yo tuviera algo que ver en las muertes —añadió con una grotesca sonrisa dibujada en sus arrugados labios.
Puigcorbé sintió cómo se le revolvían las tripas. Aquel aparente viejo vagabundo que se dedicaba a dar de comer a los pájaros era uno de los hijos de puta más horribles con quienes se había topado. Un bastardo al que diez años atrás había metido en la cárcel por una serie de brutales asesinatos a jovencitas. Seis chicas murieron degolladas tras haberlas violado, y únicamente el testimonio de una superviviente a la brutal agresión hizo que el Víbora fuera condenado a veinte años. Sin embargo, no le llegaron a imputar los otros cinco crímenes y por buena conducta sólo cumplió ocho años de pena. El Víbora siempre lo llamaba Robert en referencia al padre del movimiento Boy Scout, el teniente general sir Robert Stephenson Smith Baden-Powell.
—Necesito información sobre Jordi Puig... —señaló con brusquedad, obligándose a no pensar más en que el viejo disfrutaba de libertad a pesar de sus crímenes.
El Víbora levantó la vista y lo miró con una expresión de indiferencia.
—Chúpamela, joven Robert. Yo no soy la putita del departamento. Búscate a otro informador.
El policía enarcó las cejas. Gruñó, al tiempo que se desabrochaba la americana para permitirle al viejo observar su revólver dentro de la cartuchera que llevaba sujeta al cinturón de sus pantalones. El Víbora se revolvió al escuchar el seguro del arma. Chasqueó la lengua en un par de ocasiones mientras meneaba la cabeza. Dedujo que a aquellas alturas de su vida debía estar acostumbrado a las coacciones sutiles de los chicos buenos del Departamento de Policía. Y, entre todos los maderos, ahora debía vérselas con el cabrón más peligroso e inestable. Exhaló un suspiro de resignación, consciente de que debía someterse a la hábil exigencia de un tipo que en el pasado lo metió entre rejas.
—¿Puig, tu maestro? ¿Qué quieres saber de ese capullo?
—Su domicilio.
—¿Tienes tabaco? —preguntó mientras se rebuscaba entre los bolsillos del abrigo. Puigcorbé negó con la cabeza—. Mierda, no me acordaba que el pequeño Robert no fuma. Que contrariedad, aunque... —el viejo lo estudió con una expresión de insultante entusiasmo—, me chivaron cosas sobre ti. Me contaron que te separaste de tu bonita mujer y que le pegaste fuerte a la botella. Dime, ¿qué se siente al no ser tan inexpugnable?
Puigcorbé ya había supuesto que sacarle algo de información a aquel maleante no resultaría tarea fácil, pero por nada del mundo se habría imaginado que la conversación iba a transcurrir por su vida privada.
—Escúchame, Víbora, voy a ser muy claro. Sé por qué estás aquí y a lo que te dedicas desde hace un par de años. Dame la información que necesito y te dejaré en paz. Si no, volveré a meterte en prisión. ¿He sido suficientemente explícito?
El anciano asintió casi imperceptiblemente y le pegó otro trago a la botella. El vino era barato, pero hacía desaparecer los temblores.
—¿Por qué tanto interés con ese polaco?
—Ha muerto.
El viejo dio un respingo y arrugó la frente.
—¿La ha palmado tirándose a alguna de esas guarras que frecuentaba o se lo han cargado?
—Asesinato.
El Víbora soltó un silbido y echó una ojeada a su alrededor.
De pronto, vislumbró a un joven enfundado en un chándal que esperaba, a cobijo de un árbol, su turno. Levantó la mirada y le hizo un ademán con la cabeza al policía. Puigcorbé inspeccionó el perímetro y al instante reparó en aquel tipo delgado y demacrado que esperaba su momento para comprar su mercancía. Gruñó y se cruzó de brazos.
—¿Puedo? Luego te digo dónde se escondía esa rata.
—Adelante.
Puigcorbé retrocedió unos pasos.
El viejo tiró unas migas de pan y su cliente arrancó en su dirección. Posiblemente, el gesto del pan era una especie de contraseña para indicar que el terreno estaba limpio de maderos. El muchacho le dio unos billetes y el anciano a cambio una papelina con una sustancia marrón. El chaval se la guardó en un bolsillo con una inoperancia y una ineptitud que Puigcorbé sintió en lo más hondo de su interior. Aquel yonqui no debía de tener más de veinticinco años y para el detective no era más que un zombi sin vida. Su expresión, su palidez y sus ojos entornados, mostraban que la adicción lo había empujado a sus últimas consecuencias. Un descuido o una simple extralimitación en la dosis y sería historia. Para Puigcorbé, aquel chico estaba, si no se cruzaba ante él la Providencia o alguna clínica especializada en el tratamiento de la drogodependencia, sencillamente muerto.
El joven pronunció unas palabras ininteligibles entre temblores y se marchó. El Víbora se guardó el dinero y le dio otro trago a la botella. Puigcorbé se acercó con un semblante que delataba la animadversión que sentía.
—Gracias, Robert.
El policía sintió la necesidad de cachearlo a conciencia y meterlo en el talego para que se pudriera. No obstante, necesitaba la maldita información y aquel viejo era el único que podía facilitársela.
—Bueno, no es que me entristezca que ese antiguo madero la haya pifiado, pero tampoco me alegra. Puig era un verdadero cabronazo, pero también era legal, incluso más legal que tú, Robert.
A Puigcorbé se le estaba acabando la paciencia y estaba decidido a sacarle la dirección de su mentor aunque fuera a hostias.
—Ese cerdo de detective privado vivía en mi barrio. Bueno, en uno de sus domicilios. Según sé, las cosas le iban de puta madre y se lo había montado de lujo.
—¿Sabes en lo que andaba metido?
El viejo se encogió de hombros, al tiempo que contaba un fajo de dinero.
—No. Ya sabes que ese capullo era muy mirado para sus cosas. En realidad, nadie sabía a qué se dedicaba, sólo que se movía por las altas esferas y que era la putita de un buen número de peces gordos. Ya sabes, cabrones con mucho poder.
—Vale. Dame la dirección.
El Víbora le facilitó la dirección.
Pasados unos segundos, el viejo vislumbró a una pareja entre los matorrales, acercándose hacia ellos dando tumbos por el medio del parque.
—Si me disculpas, tengo trabajo. Espero que tengamos un trato —tanteó guiñándole un ojo y asintiendo en varias ocasiones. Puigcorbé tragó saliva y realizó una rápida inclinación de cabeza—. Perfecto, joven Robert. Vuelve cuando quieras, te estaré esperando.
El policía observó a aquellos dos chicos que se acercaban y sintió cómo la ira le subía por la garganta como un río de lava. El joven no tenía más de veinte años y la chica que lo acompañaba seguramente era menor de edad. Blasfemó contra la droga y todo el sucio negocio montado alrededor de ella. Miró con rabia al anciano que se estaba dedicando a desparramar migas de pan por el suelo.
—Hasta pronto, Víbora.
El viejo se despidió con un gesto vacilante con la mano y siguió con su tarea.
Puigcorbé comenzó a alejarse. Hubiera deseado pillar a aquel viejo y meterlo entre rejas para que pagara todos sus crímenes, y por descontado, para acallar una vocecilla en su cabeza que le exigía que cumpliera con su cometido como policía. Pero, por desgracia, tenía asuntos que atender. Dedujo que quizá habría una mejor ocasión. De todos modos, a menudo se preguntaba qué hubiera sentido si a alguna de aquellas niñas brutalmente asesinadas hubiera resultado ser su hija. Supuso que posiblemente, si era sincero consigo mismo y reparaba en su fuerte carácter, hubiera acabado acribillándolo a balazos, respondiendo de esta manera al derecho humano de la venganza. En definitiva, tarde o temprano debería actuar ante la injusticia que suponía la libertad de aquel criminal. Trató de no darle más vueltas a un asunto que le quemaba la conciencia, y apretó el paso hacia su próximo destino.