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Días después. Vall d'Hebron. Barcelona

El hospital estaba atestado de gente. Urgencias, como el tráfico de Hong Kong, era un verdadero caos.

Un hombre de poca estatura y con un sobrepeso evidente caminaba con paso tranquilo por un pasillo iluminado por la luz artificial de los fluorescentes al tiempo que sorteaba a las personas que le salían al paso. Llevaba en la mano unos cuantos periódicos.

Su destino era uno de los puntos más «calientes» del edificio, la UCI. Al igual que la planta donde estaban los enfermos terminales, personas que daban sus últimos coletazos tratando de aferrarse a la vida, se hallaba aquel departamento, personificación perfecta de la lucha de la medicina moderna por negarse a aceptar lo inevitable.

Se detuvo delante de una puerta blanca. Oprimió el timbre y esperó pacientemente a que acudieran a su reclamo mientras silbaba una melodía. Tras unos minutos, una enfermera abrió la puerta. La mujer lo repasó con la mirada de arriba abajo y con una curiosa expresión grabada en el semblante. Aquel hombre necesitaba una plancha de inmediato.

—Buenos días. ¿Qué desea? —le preguntó seria y con un timbre de voz cansado.

—Buenas, vengo a ver un amigo.

—¿Su nombre?

—¿El mío? —preguntó Santamaría con una media sonrisa burlona. La enfermera torció el gesto, asesinándolo en varias ocasiones con una sola mirada gélida.

—El suyo no, señor. El de su amigo —respondió con un suspiro de malestar.

—Puigcorbé. Roberto Puigcorbé.

—El policía, ¿no es cierto? —dijo esbozando una sonrisa.

Santamaría asintió, guiñándole un ojo. La enfermera cambió su expresión sonriente a otra que reflejaba el malestar que sentía por aquella clase de tipos. Extendió el brazo y le hizo un gesto con la mano.

—Puede pasar.

Santamaría acompañó a la enfermera por un pasillo hasta topar con una gran sala. El policía inspeccionó la estancia. En medio de ésta había un centro de mandos con varios ordenadores encendidos y un par de celadores tecleando informes. La sala era cuadrada, y alrededor de una hilera de mesas se ubicaban habitaciones pequeñas sin puertas, ocultas a ojos indiscretos por simples cortinas, ofreciendo cierta intimidad a los enfermos y facilitando el trabajo de las enfermeras.

Santamaría echó una ojeada rápida a las habitaciones. Torció el gesto. Entre las rendijas de las cortinas, observó a hombres, mujeres, ancianos e incluso niños, ocupando las camas con un millón de cacharros y tubos a su alrededor. Luchaban por vivir, sí, pero Santamaría sintió cómo se le revolvían las tripas al reparar en lo insignificante que era el ser humano y lo débil que era nuestro organismo. En cierta manera, el lugar le parecía susurrar que él, tarde o temprano, pasaría por allí. La UCI era como un enorme altavoz de su conciencia. Sus hábitos y sus vicios le harían pasar, en un futuro no muy lejano, unas fabulosas vacaciones como huésped de alguna de aquellas habitaciones. El tabaco, el alcohol, su mala alimentación a base de colesterol refrito con más colesterol estarían creando, casi con total seguridad, un colosal atasco en sus venas.

Quizá aquélla era la razón por la que nadie le gustaba, ni se sentía a gusto, en un hospital. Pisar su suelo era aceptar una invitación a una fiesta a la cual no te entusiasmaba asistir.

«Vuelve cuando quieras, te estaremos esperando. El personal médico de este hospital piensa en ti».

Sin embargo, existía un lugar maravilloso en aquel edificio y que Santamaría denominaba «Esperanza». Maternidad era una fuente inagotable de felicidad, consiguiendo que los seres humanos no estuviéramos eternamente preocupados al percibir que nuestra vida era un chiste con un triste final. El policía reparó en el curioso contrasentido de que la muerte y la esperanza de una nueva vida estuvieran a tan sólo unos metros de distancia.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó a la enfermera tratando de olvidar su aprensión.

—Mejor. Todavía sigue inconsciente, pero ya ha pasado el peligro —le respondió con una sonrisa forzada—. Se le ha disminuido la dosis del sedante y posiblemente se despierte a lo largo del día. —La enfermera exhaló un suspiro de felicidad—. Es un milagro que aún viva —dijo mirando a aquel hombre de extraña indumentaria. Su olor corporal tampoco se podía catalogar como una exquisita delicia.

«Dígamelo a mí», pensó Santamaría.

El policía recreó mentalmente la escena con la que se topó al llegar al claustro. Encontró al indestructible Puigcorbé en los brazos de Nuria y bañándose en un charco de su propia sangre. Sin embargo, su superior debía tener un pacto con Dios o con Satanás, tanto daba, porque todavía no se explicaba cómo había sido capaz de salir con vida de aquello. Por el contrario, el rubito ya estaba criando malvas. Aquel psicópata se había abierto en canal y Puigcorbé lo había rematado con un disparo certero a la cabeza.

—Su mujer está con él —le comentó la enfermera sacándolo de golpe de sus recuerdos—. Esa mujer necesita descansar, lleva muchos días aquí.

Santamaría frunció el ceño. ¿Mujer? Debía de referirse a Nuria. El policía suspiró. Aquella mujer debía de sufrir algún complejo masoquista. Repudió a Roberto durante años y tuvo que esperar a que éste se jugara la vida por ella para darse cuenta de que lo quería. Santamaría resopló.

«Mujeres, un misterio que, aun en nuestros días, se le resiste al hombre», refunfuñó en voz baja. «Sin embargo, bien está lo que bien acaba», pensó, siguiendo con sus cavilaciones.

—No se preocupe. Le diré que vaya a descansar.

Llegaron a su destino. La enfermera descorrió la cortina de la habitación y Santamaría asomó la cabeza, encontrándose con una escena que le robó una sonrisa sincera de satisfacción.

Nuria, sentada en un incómodo butacón de color negro, leía un libro mientras acariciaba la mano de Roberto. Santamaría observó a su compañero de profesión y arrugó la frente al reparar en su estado. La imagen de su superior, pálida, inconsciente y con el rostro demacrado, difería un abismo de cómo lo recordaba. Pese a eso, no podía pasar por alto que le acababa de dar otro brutal esquinazo a la muerte, y si evaluaba las circunstancias, debía confesar que tenía buen aspecto.

—Hola, Nuria.

La mujer levantó la vista del libro y sonrió.

—Hola, Santamaría.

Santamaría dio unos pasos y se colocó al borde de la cama.

—¿Cómo esta nuestro Jesucristo? —preguntó sin apartar la mirada de Puigcorbé. En realidad, no tenía ni idea de lo que decía la Biblia y el porqué los hombres se peleaban entre ellos por ver quién la interpretaba mejor, pero, según las películas que emitían en televisión cada Semana Santa, al mesías judío lo hirieron en el costado y tras matarlo resucitó a los tres días. Las comparaciones eran obvias y contundentes.

Nuria sonrió ante la ocurrencia y le dedicó una mirada, a medio camino entre la tristeza y la felicidad, a su ex marido. Le apretó la mano con suavidad.

—El doctor dice que está fuera de peligro.

Santamaría dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza, sonriente.

—Es fuerte.

—Sí, eso parece.

Con el rabillo del ojo, el policía se percató de las pronunciadas ojeras de Nuria. Se mordió el labio intentando encontrar la mejor forma de insinuarle que debía irse a casa.

—Pareces cansada. Deberías irte a descansar.

—No, estoy bien. Gracias.

—Nuria... —le recriminó—, no me obligues a detenerte.

Una joven enfermera de cabello moreno se personó en la habitación. Tras un leve reconocimiento a la pareja, realizó un movimiento casi imperceptible con la cabeza que el grueso agente interpretó como un buenos días de lo más escueto. Se ocupó de los cuidados del paciente.

—No te preocupes, de verdad. Estoy bien.

Santamaría gruñó. La enfermera se giró un instante mientras cambiaba la botella del suero.

—Al caballero se le subirá a planta esta misma tarde —intervino al percatarse del debate entre el hombre y la mujer.

Nuria sonrió y miró con ternura a Roberto.

—Nuria, no quiero parecer pesado, pero ya has oído. Vete a descansar unas horas. Aprovecha y trae al chaval; a Roberto le encantará verlo cuando despierte. Puedes irte tranquila, yo me quedo con él.

La mujer asintió, y tras acariciar la mejilla de Puigcorbé, se despidió de Santamaría y se marchó.

Media hora más tarde, Roberto Puigcorbé emitió un sonido de malestar y abrió los ojos. Soñoliento, giró la cabeza en ambas direcciones. A su izquierda halló a Santamaría, sentado en una butaca, ojeando tranquilamente un periódico.

—Santamaría —balbuceó con un hilo de voz, cansado.

El grueso policía levantó la vista de su lectura y sonrió.

—Caramba, Puigcorbé, menuda siesta. Imagino que lo primero que querrías ver al despertar no sería mi cara, pero ya ves, ironías del destino —dijo entre risas socarronas.

Puigcorbé sonrió e inmediatamente gesticuló una mueca de dolor.

—¿Qué ha pasado?

—Poca cosa, la verdad. Ganaron los buenos. Y tú, ya ves, te llevaste de recuerdo una preciosa cicatriz en el estómago.

Puigcorbé asintió entornando los ojos.

—¿Y Nuria? Pensé que... —preguntó confuso. El policía hubiera jurado sentir su presencia a su lado.

—Tranquilo, Romeo —le interrumpió dándole unos golpecitos en el brazo—. Ha estado contigo todo este tiempo. Una enfermera nos ha informado de que esta tarde sales de la UCI y que te darán una habitación. Le aconsejé que fuera a casa a descansar y que más tarde volviera con el crío. Imaginé que te haría gracia verlos a los dos.

Puigcorbé asintió y hundió la cabeza en la almohada gesticulando otra mueca de dolor.

—Explícame mejor eso de los buenos y los malos... —le solicitó pasado unos minutos. Pese al dolor y lo confuso que se sentía a consecuencia de la medicación, no podía negar la realidad: era un policía y daba igual las circunstancias en que se encontrara. El instinto siempre predominaba.

Santamaría asintió con la cabeza y le alargó un periódico para que él mismo viera su contenido.

—Es el diario del día después..., lee —le invitó con una risita picara.

Puigcorbé leyó con gran esfuerzo el titular que su compañero le indicaba con el dedo.

Desarticulada una secta satánica en L'Alt Empordà. Una docena de detenidos en el monasterio de Sant Pere de Rodes tras una macabra ceremonia.

Puigcorbé levantó las cejas interrogando a Santamaría con los ojos.

—¿Secta satánica? —preguntó con el rostro serio. No comprendía la similitud.

—Te juro que no he tenido nada que ver. Son cosas de tus nuevos amigos. Pero, eso no es todo. Todavía hay más.

Pasó una página y le señaló otro artículo con el dedo.

Los Mossos d'Esquadra desarticulan una red de pornografía infantil por internet. Entre los detenidos, se hallan hombres con altos cargos en la política y empresarios famosos. En una de las más grandes redadas efectuadas a escala mundial, se han coordinado los diferentes organismos gubernamentales y departamentos de los países afectados.

Puigcorbé frunció el ceño lanzándole a Santamaría una mirada interrogante. Este se encogió de hombros en un gesto cómico.

—Ese amigo tuyo..., el tal señor Beltrán, puede ser una pieza de cuidado si se lo propone.

«¿Marc?», se cuestionó Puigcorbé.

Volvió a leer la noticia, preguntándose si todo aquello había sido perpetrado como represalia contra los miembros del culto por obra y gracia del informático.

«Joder, con la cara de buen muchacho que tenía».

Santamaría carraspeó, solicitando la atención de su superior, que se había quedado en silencio y con una expresión de estupor en el rostro. Cuando Puigcorbé alzó la mirada y contempló a su compañero, éste le colocó entre las manos otro periódico y repitió la misma operación, señalándole otro titular con el dedo. Por lo que intuyó Puigcorbé, el «destrozo» realizado por el hacker contra la organización no se acababa allí.

—Este es el de hoy. Lee y alucina.

Puigcorbé clavó los ojos en el papel, sorprendido y con la expectación haciendo gala en su semblante.

Agentes del Departamento de Asuntos Internos de la policía de Barcelona, envueltos en un escándalo de prostitución y trata de blancas.

Puigcorbé abrió los ojos como platos. Su amigo no exageraba lo más mínimo; indudablemente, era para alucinar.

Santamaría soltó un silbido y asintió sonriente.

—Lo que yo te diga, un auténtico cabroncete cibernético.

Puigcorbé se sentía aturdido ante la inesperada presentación de Marc Beltrán como una especie de vengador en las sombras de la Red.

—¿Quieres decir que...? —Puigcorbé tragó saliva, impresionado—. ¿Me estás diciendo que esto es obra de Marc Beltrán?

—Sí, señor. ¿No te parece increíble? Ese chaval es un peligro público. Por suerte, lo tenemos de nuestro lado.

—¿Por qué?

—Por qué... ¿qué? —No entendió la reacción de Puigcorbé al enterarse de las andanzas y los ajustes de cuentas del informático.

Puigcorbé tenía la boca seca, estaba todavía atontado por los tranquilizantes y le dolía el estómago. Aun así, no comprendía la razón por la que el hacker utilizara esa línea de contraataque contra los integrantes de la organización, en lugar de desenmascararlos como lo que realmente eran, miembros de un culto secreto.

—¿Y la investigación del culto? ¿Por qué no se los incrimina por su relación con una organización peligrosa?

—Será mejor que te lo explique él. La cosa es complicada. Me hablaron de posibles inconvenientes si se tomaba esa vía —respondió Santamaría, que se había levantado de la butaca y observaba embobado un trozo de pared de la habitación desde donde sobresalía una mancha de humedad—. Joder, la Seguridad Social está cada vez peor —dijo con un gesto burlón y tratando de cambiar de tema.

Puigcorbé guardó silencio, meditando sobre la situación.

—Ah, se me olvidaba —apuntó Santamaría dándose unos golpecitos en la frente. Se volvió y miró a Puigcorbé con una expresión traviesa—. No busques en el periódico porque no viene, pero te puedo adelantar una primicia. El actual marido de tu mujer —el orondo policía se detuvo. Reflexionó sobre la solemne tontería que acababa de decir, una contradicción que a buen seguro no le habría hecho la más mínima gracia a su superior—, bueno, ya sabes, el marido de Nuria.

Puigcorbé le lanzó una mirada gélida. En ocasiones, Santamaría podía desesperar a cualquiera.

—Sí..., vale, el marido de Nuria, te he entendido. ¿Qué coño pasa con él?

—Lo encontraron en su casa al día siguiente de lo ocurrido en el monasterio, atado a su jodido sofá y amordazado. Un chivatazo de una fuente desconocida le reveló al Departamento de Estupefacientes que el director del periódico La Voz de Cataluña estaba metido en negocios turbios. Cuando llegaron a su domicilio con una orden de registro, lo encontraron como te he comentado.

—¿Santos, un traficante? Pero ¿qué cojones me estás contando, Santamaría?

—Encontraron un kilo de coca en su despacho —respondió con aparente tranquilidad.

—¿Cocaína? ¿Santos? ¿Me estás diciendo que Beltrán...?

Santamaría dibujó una sonrisilla malvada y sacudió la cabeza. Puigcorbé se quedó todavía más pálido.

—No habrás tenido nada que ver, ¿verdad?

Santamaría fingió haberse sentido ofendido con la insinuación.

—¿Yo? ¿Por quién me tomas? — dijo alisándose la solapa de la americana—. Yo soy un policía honesto, incapaz de hacer algo así.

Puigcorbé no se lo tragó. Conocía los métodos poco ortodoxos de su compañero para pillar a un maleante. En cualquier caso, le importaba poco el cómo, cuándo y el porqué. Lo realmente importante era que Arturo Santos se enfrentaría a una pena de prisión por tráfico de drogas y que, de una forma u otra, pagaría su vinculación con el indeseable culto.

—Además, ¿de qué te quejas? Ya tienes pista libre con Nuria. Ese Santos era un hijo de puta de cuidado. ¿Sabías que engañaba a tu ex con una secretaria?

Puigcorbé sacudió la cabeza en un primer momento. Sin embargo, la duda se apoderó de él al instante.

—¿Cómo narices sabes tú eso?

—Beltrán se coló en su ordenador personal y robó su correo. Joder —resopló con brusquedad mientras hacía movimientos airados con la cabeza—, ese tío..., ese tío es peligroso. Es mejor no putearlo.

Puigcorbé sintió una oleada de admiración por su amigo. Sin duda, un genio que había estado oculto por voluntad propia.

—Gracias, Santamaría.

El agente realizó una reverencia divertida.

—Eres un tío con suerte, Puigcorbé. Al final, y a pesar de todo, te has vuelto a salir con la tuya. Tienes mucho que agradecerle a la gente que te ha ayudado desinteresadamente, no lo olvides nunca. Espero que se te quite de la cabeza esa actitud de lobo solitario y comiences a captar que otros compañeros te pueden ayudar sin ser tan jodidamente buenos como lo eres tú.

Puigcorbé asintió avergonzado. El discursito de Santamaría era cierto. Ya era hora de cambiar de forma de ser y abrirse más a sus compañeros en busca de su cooperación y asistencia. Lo que le sorprendía era la ironía de la vida, y que fuera precisamente Santamaría el portador de tal importante mensaje. Inconcebible. Observó a su compañero y sonrió agradeciéndole sus palabras. Hundió la cabeza entre la almohada y miró al techo de la habitación, pensativo. Debía agradecerle muchas cosas a mucha gente, pero en especial a un hombre que le había brindado su confianza y amistad sin pedir nada cambio. No obstante, Marc Beltrán debería darle respuestas a su extraña forma de actuar.

El legado de Osiris
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