21

Marc Beltrán se había brindado a acompañar a Verónica hasta su casa. Tras aparcar su Audi, caminaron por la acera bajo el refugio de un paraguas que les prestaba la ayuda necesaria para protegerse de la lluvia.

Verónica se cogió del brazo del viudo en un gesto cariñoso. Este se agitó ante el inesperado arrumaco. No obstante, su contacto no le incomodaba lo más mínimo, en todo caso, le cautivaba.

—Bonito coche —comentó ella para romper el incómodo silencio que se había creado entre ambos. Beltrán sonrió y lanzó una mirada atrás para observar su automóvil.

—¿Todavía sigues siendo una apasionada de los deportivos?

—Sí —contestó esbozando una sonrisa encantadora—, son mi debilidad. Pero recuerdo que a ti te ocurría algo similar. Siempre decíamos que nos compraríamos un Porsche.

Beltrán entornó los ojos, dejando escapar un suspiro lánguido. Ahí estaba el pasado, llamando con impertinencia a la puerta de su actual vida.

—Supongo, pero a veces las cosas no salen como las planeamos.

Verónica asintió, apoyando la cabeza en el hombro del programador. Éste sintió que el corazón se le aceleraba, al tiempo que percibía un cosquilleo agradable recorriendo su cuerpo.

—Tienes razón, pero siempre hay tiempo para empezar de nuevo, ¿no crees?

Beltrán realizó una rápida inclinación de cabeza y desvió la mirada para inspeccionar la calle, situada en uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Sin duda, Verónica disfrutaba de una cuenta bancaria más que saneada.

Cuando llegaron a la altura del portal del edificio, la joven se volvió hacia él y le cogió la mano con suavidad.

—Lo he pasado muy bien.

—Y yo —respondió con una sonrisa sincera y mirándola a los ojos. El tacto de su piel seguía siendo una delicia y le costó pronunciar las palabras—. Me alegro de que hayas vuelto.

Verónica dedicó los siguientes segundos a escrutar el rostro del informático. Sus ojos, sus labios, su cuello. Seguía poniéndola extrañamente nerviosa, un nerviosismo transformado en cientos de mariposas revoloteando en su estómago.

—¿Sí? —preguntó.

Beltrán cabeceó. Sintió la necesidad de fumar, pero optó por no hacerlo. Le pareció descortés romper un momento tan especial con el olor desagradable del tabaco.

—¿Quieres saber algo? En Estados Unidos me encontraba de maravilla, pero me sentía fuera de lugar. Necesitaba regresar. Éste es mi sitio, Marc. Aquí hay cosas que me importan y que son más valiosas que un simple buen trabajo.

Beltrán asintió, complacido. En su opinión, el trabajo era sólo una forma de sufragar los gastos, una especie de compromiso entre empresa y trabajador. El primero pagaba los servicios del segundo. Nada más. Beltrán odiaba a los hombres que convertían su trabajo en su vida, una obsesión que los empujaba a trabajar sin descanso para amasar dinero. Creía firmemente que esa formar de actuar era suicidarse poco a poco y no darle el auténtico valor a otras facetas de la vida que realmente importaban: la familia, viajar, leer y, en definitiva, permitirse el tiempo suficiente para disfrutar de la propia existencia.

—¿Qué cosas? Tu familia, tus amigos, ¿no? —curioseó intrigado.

—Sí, claro. Supongo que también... —Verónica inclinó el rostro ruborizada—, me seguías importando tú.

Beltrán tardó en reaccionar, quedándose pálido como una hoja de papel ante la sinceridad de su amiga. No lo esperaba en absoluto y trató, esbozando una sonrisa forzada y poco convincente, que no se le notara demasiado. Siendo jóvenes habían salido juntos, aunque la relación no llegó a cuajar y por causa de los estudios acabaron rompiendo, finalizando su relación amorosa y transformando su vínculo en una grata amistad. Tiempo después, había comenzado a salir con Silvia.

De todos modos, parecía que al ex hacker le gustaban las periodistas.

—Sé que fui una egoísta al marcharme tras la muerte de Silvia. Me hubiera gustado estar a tu lado, pero, era una oportunidad única y no podía desaprovecharla. No obstante, ahora he vuelto y puedes contar conmigo cuando necesites a una amiga o... —Verónica guardó silencio al notar lo acelerada que iba, conduciendo sus acciones y sus palabras a la misma rapidez que le latía el corazón. Se regañó mentalmente e inclinó la cabeza, incapaz de mirar al informático.

Beltrán esbozó una sonrisa y levantó con suavidad la cara de Verónica con su mano. La mujer se quedó hipnotizada mirando sus ojos.

—Lo sé, Verónica. Hiciste lo correcto, una oportunidad así no se presenta todos los días. Respecto a lo de hoy, bueno, me ha gustado mucho volver a verte, de verdad. De pequeños nos llevábamos muy bien e incluso salimos juntos. ¿Recuerdas el muro donde escribí nuestros nombres dentro de un corazón? —le preguntó con un brillo en los ojos que rezumaba melancolía. Verónica asintió mientras rememoraba aquella maravillosa tarde—. Quizá algún día pueda ser feliz como entonces.

La joven sonrió y sus ojos comenzaron a chispear con esa luz de la que sólo están dotados los ojos de una mujer enamorada. Antes de que Beltrán pudiera añadir algo más, lo besó. Sus labios cálidos y dulces estremecieron el cuerpo del informático, que volvió a sentir aquel dichoso cosquilleo en la entrepierna. Poco a poco, separaron los labios. El tiempo que pasó durante el cambio de fluidos corporales sería un dato que el viudo nunca conocería. Verónica abrió los ojos y retrocedió inconsciente, sintiéndose incómoda y avergonzada de su arrebato romántico.

—Tengo que irme —dijo sonrojada.

—Sí... claro —respondió Beltrán embobado, saboreando el sabor de los labios de Verónica y comenzando a juguetear con la posibilidad de una última copa en el apartamento de ésta.

—Ya nos veremos. Tienes mi móvil, llámame... si quieres... podríamos ir a cenar... al cine... en plan de amigos... no tengo prisa —dijo sonriendo y atropellándose con las palabras. Intentó disimular todo cuanto pudo, pero no fue tarea fácil con todos los sentidos a flor de piel. Nunca se lo confesaría, pero aquella noche se lo hubiera comido en la cama.

—De acuerdo, sí. Me parece una buena idea. Te llamaré.

Verónica se despidió y Beltrán agitó su mano simulando un adiós o un hasta luego.

En el camino de regreso, recapacitó en el inesperado reencuentro con Verónica. No podía negar que estuviera guapísima y que, por unas horas, hubiera olvidado la angustia de los últimos meses. Suspiró y conmemoró el beso. «Ufff», besaba mucho mejor de como recordaba. Se preguntó si habría mejorado en otras facetas más íntimas. Sacudió la cabeza, alucinando consigo mismo. De un beso inocente se estaba montando una película erótica con Verónica y quizá la razón respondía al escrupuloso celibato que se había autoimpuesto en el último año, un año sin ninguna clase de relación con una mujer.

Para algunos de sus compañeros de trabajo, su situación era una ecuación complicada: hombre joven, sano, atractivo y sin sexo, equivalía a problemas. Dos de contabilidad, casados y con la única intención de tener cualquier excusa para evadirse una noche de su compromiso, lo invitaron a irse de juerga, tomar algunas copas de licor del bueno, no esa mierda de cubatas que ofrecían los garitos «chic» de Barcelona, y rematar la noche loca con la visita a un local de alterne. Beltrán suspiró asqueado ante la insinuación.

Nunca había recurrido a los servicios de una profesional y no se veía echando un triste polvo en una pequeña habitación. Sexo por dinero, no, gracias. Definitivamente, aquello no era para él y no se veía en una tesitura tan incómoda. En el peor de los casos, se imaginaba sentado en el borde de la cama, relatándole a la prostituta de turno sus penas y cómo echaba de menos a su esposa. Por muy bien que le pagara, no estaría doctorada en psicología.

Sonrió. Pensó que ya era hora de pasar página y comenzar a olvidar a la que seguiría siendo la mujer de su vida. Fue reduciendo velocidad y giró el volante para detener el coche delante del garaje. Se convenció de que Verónica había aparecido en el momento perfecto. En cualquier caso, le parecía inexplicable que su estado de ánimo se hubiera convertido en una montaña rusa. Recordó haber leído algo sobre cambios bruscos en el carácter y se le secó la garganta al instante. Trastorno bipolar, así lo llamaban. Fases de depresión combinadas con otras de euforia. Genial, era lo único que le faltaba.

Trató de ser lógico y recapacitó.

Un día antes se había ido a un acantilado con la sana intención de lanzarse al vacío, incluyendo la charla que le soltó a su cuñado sobre lo mal que se sentía. Ahora, por el contrario, se estaba poniendo cachondo con pensamientos eróticos con una vieja amiga a raíz de un simple beso. Veredicto: estaba más grave de lo que sospechaba. Dedujo que debía automedicarse con dosis de sensatez, cordura y alguna que otra porción de buen juicio. Era la única forma de prevenir que sus neurotransmisores no se volvieran locos.

Cerró la puerta del automóvil y se encaminó hacia la entrada del domicilio. La lluvia seguía cayendo con fuerza y se dio prisa por abrir la puerta. Mientras dejaba la cazadora, sonó el móvil. Beltrán dio un respingo, pero al momento recordó de quién podría tratarse. Rosa. Respondió.

—Marc... soy Rosa —dijo susurrando. A tenor de su tono de voz, su cuñada parecía nerviosa—. No tengo mucho tiempo, Luis duerme...

—Está bien, Rosa. Dime... ¿qué querías decirme sobre Silvia?

—¿Recuerdas la noche en que murió?

Beltrán se sobresaltó y dejó escapar un suspiro de agobio.

«¡Para poder olvidarlo!».

—Sí... —respondió escueto al recuperarse de la sorpresa.

—Bien, pues unas horas antes estuvo en un centro comercial.

Beltrán se quedó petrificado. La revelación de su cuñada abría un abanico de probabilidades y ese abanico era desconcertante.

—¿Cómo lo sabes?

Silencio.

Esperó impaciente la respuesta, intuyendo cómo le costaba a su cuñada hurgar en aquellos recuerdos.

—Esa misma tarde me llamó y me contó que estaba mirando una tienda de bebés —dijo con la voz temblorosa. Al informático se le heló la sangre—. Tú la viste allí, precisamente allí, no puede ser simple casualidad, porque...

Otra pausa.

Miró el móvil temeroso de haber perdido la comunicación. No era así, su cuñada estaba en línea, pero guardando silencio.

—¿Rosa? —le inquirió al percibir el mutismo de la mujer. Escuchó como respuesta sollozos y suspiros.

—Tú no sabías nada...

Beltrán se mesó el cabello con la otra mano, luchando para mantener la calma.

—¿Qué quieres decir con eso de que yo no sabía nada? No te entiendo... explícate. Imagino que aquella tarde estaría comprando ropa para tu futura hija.

De nuevo, otra pausa incómoda.

El viudo escuchó aterrado la respiración entrecortada de su cuñada a través del móvil y comenzó a temer la verdad que a su amiga le costaba tanto exponer.

—No precisamente.

—Rosa... te ruego que seas más concreta, no logro entenderte. ¿Qué hacía Silvia allí?

—Silvia tenía una agenda, la guardaba en el armario de vuestro dormitorio. Encontrarás allí lo que andas buscando —respondió atropelladamente.

El viudo dio un respingo y miró la escalera, al fondo del pasillo, que daba a la planta superior.

—Eso no puede ser. He revisado ese armario de arriba abajo y no he encontrado nada.

—¿Por qué hiciste algo así?

Beltrán se tomó su tiempo para contestar. Aunque presentía que Rosa iba a creerle, no tenía ganas de volver a pasar por el mal trago de contarle el relato. Rumió que era mejor no liar más las cosas.

—Eso no importa. Dime, ¿a qué te referías con que guardaba una agenda?

—En el armario hay un fondo oculto. Si sacas la madera de debajo, encontrarás la agenda.

Beltrán dudó. ¿Por qué su mujer iba a hacer algo tan extraño?

—¿Por qué la escondía? Y, ¿por qué no me dijo nada? —le preguntó con una pequeña dosis de extrañeza al percatarse de que no conocía a su mujer todo lo que alardeaba.

—Tenía miedo... fue lo que me dijo.

—¿Miedo? —preguntó imitando a una reverberación tardía. Por su memoria se deslizó el recuerdo de la conversación con el egiptólogo—. ¿De qué podría tener miedo Silvia?

—No lo sé, nunca me lo explicó.

El viudo se quedó pensativo. Desde el principio de la conversación había intuido que Rosa parecía inquieta, deseando explicarle algo de suma importancia, pero sin las fuerzas necesarias para exponerle aquel secreto.

El informático escuchó a través del móvil el suspiro lento y lánguido de su cuñada.

—Marc, no culpes a Luis. Él simplemente quería ahorrarte más dolor, por eso se negaba a decírtelo.

—¿Decirme el qué? —la increpó frenético.

Beltrán no encontraba sentido a nada y su cuñada comenzaba a impacientarle. No obstante, Rosa prosiguió hablando como si su voz fuera parte de un mensaje grabado en un contestador.

—Recuerda una cosa, a veces hay circunstancias y razones importantes para esconder ciertos secretos y para ocultar la realidad, una realidad terrible, y envolverla en mentiras. Y lo hacemos simplemente para proteger a los que más queremos en esta vida. Piensa en eso y procura comprender a Silvia. Ahora te dejo, creo haber oído a Luis.

Rosa colgó sin dejar que Beltrán se despidiera.

Se quedó un buen rato con el teléfono en la mano y sin mover ningún músculo del cuerpo. Suspiró y lanzó una mirada temerosa a la escalera. La planta superior se le antojaba una «zona 0», y de pensarlo sintió cómo un escalofrío ascendía por su espalda.

Respiró profundamente y subió la escalera, consciente de que debía apartar sus fobias y miedos más profundos si es que en realidad quería llegar al fondo del asunto.

Entró en el dormitorio de matrimonio con una sensación de incertidumbre apoderándose de su voluntad.

Con la mano trémula abrió el armario y miró en su interior. Se inclinó y estudió la parte baja del mueble con detenimiento. Frunció el ceño, sorprendido. En efecto y tal como le había revelado su cuñada, una de las maderas parecía no estar sujeta como las demás.

La arrancó y descubrió una pequeña caja de color negro con el dibujo de una estrella de cinco puntas de color dorado. Recordó la importancia de aquella estrella para ambos, sumergiéndose en un pensamiento melancólico.

«Silvia... tú y tus símbolos», murmuró resistiendo el latigazo de la tristeza.

Se sentó en el borde de la cama con la caja de color oscuro en su regazo. Resopló para ahuyentar los malos presagios y tomar la situación que se presentaba ante él de la mejor forma.

Un recuerdo, no una sobredosis de sufrimiento.

Levantó la tapa con suma precaución. En el interior, descubrió dos objetos: una agenda y una extraña llave, vieja y oxidada. Se decantó en primer lugar por la llave, escudriñándola a conciencia sin recordar nada sobre ella y sin comprender su origen. La dejó sobre la cama y abrió la agenda. Era una agenda funcional de trabajo, de color negro y con un curioso grabado de origen egipcio parecido a un ojo, pintado de color oro. El informático vaciló un segundo, pero al instante recordó el parecido de la portada de la agenda al cuadro que colgaba en el salón. Pese a la coincidencia, no dio demasiada importancia a ese detalle.

En el interior de la agenda se anotaban entrevistas, lugares, compromisos e incluso la lista de la compra. Gruñó, un tanto frustrado, y revisó por encima las páginas sin decantarse por ninguna en especial que captara su atención para estudiarla con más profundidad. Beltrán tenía en su mente un día concreto que quería repasar y se detuvo justo en él, el fatídico accidente. Frunció el ceño e inspiró profundamente en varias ocasiones mientras entornaba los ojos. Escarbar en las últimas horas de su difunta esposa era un viaje a todo gas hacia el peor de sus infiernos y no estaba seguro de estar preparado.

Sacó un cigarro y, con el pulso de un abuelo de noventa años, lo encendió a la tercera ocasión. Le dio una calada angustiosa y profunda. Percibió cómo la nicotina lo reconfortaba con unos golpecitos en la espalda, animándolo a sobrellevar la terrible experiencia. Cuando estuvo seguro de sentirse con fuerzas necesarias para dar un paseo por el pasado, dirigió sus entrecerrados ojos a la página. Leyó con sumo interés una lista de cosas que Silvia había apuntado para hacer aquel día. Su último día, recordó mientras aspiraba el humo del tabaco y sentía cómo sus ojos se enrojecían.

Había cuatro cosas.

La primera era una visita concertada en el hospital; la segunda ir a buscar el automóvil al taller donde le habían hecho la revisión técnica; la tercera consistía en visitar la abadía de Montserrat, y por último, una reunión con una tal Hannah Solé.

Beltrán arrugó la frente, tratando de meditar sobre aquellas cuatro tareas que ocuparon a su mujer. Llegó a la conclusión que debía comenzar por lo que consideraba más llamativo y conocido. Y eso hizo. El apellido de la joven con quien presumiblemente tuvo que entrevistarse Silvia, le era conocido.

—¿Solé?... Solé... Solé —musitó pensativo.

Entonces recordó y creyó que el mundo se le caía encima. Era el apellido del profesor de Egiptología. Rumió una conexión entre ambos, posiblemente un parentesco, quizá... Pensó con la mirada perdida en el interior del armario. Podía ser su hermana, su hija, su madre, tía, sobrina, prima, abuela o bisabuela. El egiptólogo le habló en plural al referirse que conocían a Silvia, y sin duda, la tal Hannah Solé debía de ser familiar del profesor. Decidió aparcar el asunto. El propio egiptólogo le prometió ponerse en contacto con él y explicarle el enigma, y centró sus esfuerzos en los otros tres apuntes.

Sin convencerle lo más mínimo la presencia de su mujer en la montaña de Montserrat, ya que ella no profesaba ninguna clase de credo —al igual que él—, tampoco le entusiasmó la idea de preguntarse, a aquellas horas de la noche, qué hizo Silvia, el día de su muerte, en un monasterio benedictino. Por consiguiente, centró su interés en lo que le había parecido más extraño de todo: la visita a la clínica.

¿Por qué motivo Silvia tenía cita en una clínica? Le dio otra calada al cigarro y dejó, tras un par de segundos, que el humo blanco saliera de sus pulmones, ascendiendo por encima de su cabeza en forma de volutas blancas que sumieron la habitación en una especie de niebla londinense con mal olor, mientras trataba de responderse a sí mismo. No recordaba que estuviera enferma, ni que le mencionara que debía acudir a una visita. Descartó alguna dolencia de carácter de urgencia, ya que había reparado en que la cita era concertada. Tras darle vueltas al tema por unos minutos, pensó en telefonear y que el propio hospital le aclarara el misterio. Sin embargo, en el último instante, lo descartó.

Tuvo una mejor idea.

Iría al hospital y obtendría de primera mano la información del motivo que empujó a su mujer a visitar aquella clínica el mismo día que falleció.

El legado de Osiris
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