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El hombre que se debatía entre controlar su equilibrio o quedar ahorcado con la lengua fuera, no era la clase de tipo al que se le podía intimidar con facilidad. Sin embargo, Puigcorbé comenzaba a temer seriamente por su vida.

Hacía rato que sus pies formaban parte del desmembrado bloque de hielo y un cosquilleo le subía desde las pantorrillas hasta los muslos. Los músculos de sus piernas pedían auxilio, tensados durante demasiado tiempo y agotados de la misma posición. Estaba en las últimas, una bocanada de aire demasiado grande y adiós.

Gilgamesh entró de nuevo en la habitación franqueado por dos de sus hombres. Observó a un hombre que pagaba su penitencia heroicamente, con los labios cerrados, íntegro, irreductible, y con la conciencia firme. Examinó el bloque de hielo con el rostro imperturbable, reparando en que le quedaba poco tiempo para perder su estructura y fragmentarse en cientos de pequeños cubitos. No pudo, o quizá no quiso, pasar por alto la admiración que sentía por un luchador nato que de puntillas se esforzaba en seguir vivo. Otro en su lugar hubiera suplicado clemencia gimoteando, siendo capaz de vender incluso a sus propios padres por salvar el pellejo. Pero el hombre que tenía delante no haría tal cosa. Y precisamente era esa actitud tan extraordinaria la que admiraba. Encajaba con integridad su destino, pese a la sádica disposición de su ejecución diseñada para que tuviera la posibilidad de repasar cientos de veces lo agónico que iban a ser sus últimos instantes de vida.

—Y bien... ¿vas a hablar, agente? —preguntó sin muchas expectativas de que lo fuera hacer. En cierta forma le sorprendería desfavorablemente y sus palabras revelaban un último intento para que el valiente agente de la ley recapacitara antes de obligarle a bajar la maza como lo haría un juez y sentenciarlo.

Puigcorbé no abrió la boca y entornó los ojos como demostración de que se hallaba mentalmente preparado para el fatídico momento de su muerte. Su sacrificio les otorgaría a su mujer y a su hijo una pequeña oportunidad, un único pensamiento positivo que dominaba su mente y que le daba fuerzas para ofrecer el sacrificio máximo que un humano podía alcanzar a entregar. No obstante, para que sucediera el milagro que estaba aguardando no debía desvelar el plan trazado por el informático y el profesor de Egiptología. En cierta manera, y a pesar de su inminente muerte indigna, no hubiera imaginado otra forma más adecuada de dar su vida por ellos, por la familia que nunca debió perder. Su salvación le daba sentido a todo, un pago por sus errores que le otorgaba la paz interior que necesitaba para afrontar el triste desenlace.

El «guardián» lo estudió con el gesto serio, en silencio, y pensativo. Pareció leerle el pensamiento porque soltó un resoplido de disgusto. Dedujo, al contemplar la expresión de su oponente, que no había nada que hacer y que su enemigo no confesaría nunca. Moriría como un verdadero mártir antes de traicionar a sus colaboradores. «Admirable, agente. Estás dispuesto a sacrificarte por los seres que amas. Impresionante».

Inclinó el rostro y cerró la mano para apretar su puño con fuerza. Lo que debía hacer a continuación lo asqueaba, le parecía indigno, pero no tenía otro remedio. Ladeó la cabeza y miró al soldado que tenía a su derecha.

—Traed a la mujer y al chico.

Puigcorbé abrió los ojos sobresaltado. Su paz se difuminó al instante, dando paso a la desesperación más absoluta que un humano podía sentir. Las miradas de ambos contrincantes se cruzaron, y cada cual leyó en los ojos del otro sus intenciones, sus miedos, sus sentimientos. Puigcorbé se quedó pálido. Aquel psicópata no se iba a dar por vencido.

Al policía se le paró el corazón cuando vio a Nuria y Arnau entrar en la habitación. Nuria, con las manos atadas, se revolvía como una leona malherida entre sus opresores. Fue lo que le enamoró de ella, la extraña mezcla en su carácter, porque Dios sabía lo cariñosa que podía llegar a ser. En cambio, Arnau lloraba desconsolado y el policía sintió un nudo en el estómago. Le habían atado sus delicadas y tiernas manos con gruesas cuerdas. Puigcorbé, tras reponerse de la sorpresa, sintió crecer la ira. Estaba fuera de sí, y se juró a sí mismo que los mataría... los mataría a todos, uno a uno. Hubiera dado la vida por tener su Colt entre las manos, con las suficientes balas para convertir aquel puto lugar en una masacre. Pero no era así. Su situación se resumía en dos palabras: atado y derrotado. Y con una cuenta atrás en forma de un bloque de hielo debajo de sus pies.

Nuria dejó de luchar contra sus secuestradores cuando contempló la figura de Roberto apresado con una soga alrededor del cuello y con los pies desnudos sobre un bloque de hielo que se estaba descongelando. Y lo comprendió todo. Rompió a llorar con la emoción más intensa y desgarradora que nunca antes había sentido. Él estaba allí, jugándose la vida por ellos, dejando que lo atraparan sin luchar, porque ella sabía que no lo habrían detenido si de ello no hubiera dependido la vida de su hijo. Quiso hablar, decirle los sentimientos que se agitaban en su corazón, gritarle simplemente «te quiero, ¿me oyes? Te quiero, siempre te quise y nunca dejé de hacerlo». Sin embargo, no pudo. La emoción, el miedo, la angustia, le apresaron las cuerdas vocales. Se maldijo, ella tenía la culpa, una estúpida egoísta que nunca supo o... no quiso perdonarlo del todo. Le había fallado en el pasado, sí. Pero, pese a todo, estaba allí por ella.

El pequeño Arnau no comprendía nada. Su papá estaba atado encima de un hielo. Su papá... el hombre más valiente del mundo. Arnau siempre presumía de su padre cuando hablaba con sus amiguitos, y según su opinión, su papá era la representación perfecta de un superhéroe, un Superman sin capa ni leotardos.

«¿Por qué papá no se baja del hielo y nos vamos de aquí? Papá es fuerte», pensaba el pequeño sin alcanzar a comprender la trágica situación.

Puigcorbé no podía más. Los observó conmovido y con un dolor agudo en el pecho que no le permitía respirar. Contempló impotente cómo lloraba su hijo mientras soportaba su mirada de auxilio clavada en su persona. Era una sensación insoportable de frustración. Hubiera deseado caer muerto en el parking del periódico, o en la vieja casona de los padres de la periodista, o incluso hubiera dado las gracias por tener la oportunidad de desangrarse en el suelo del templo de Madrid. Cualquier cosa menos aquello.

Gilgamesh no cedió y extendió la mano para que uno de sus hombres le entregara un puñal. Por su parte, Puigcorbé no conseguía respirar, ahogándose junto a sus últimas esperanzas de salvar a su familia.

—No lo hagas... hablemos —le suplicó con los ojos enrojecidos.

—¿Dónde están? ¿Qué planean? —exigió saber Gilgamesh situado detrás de la espalda de la mujer.

—No lo sé... ¡Lo juro! —vociferó en un último esfuerzo por detener al monstruo.

—¡Mientes! —sentenció Gilgamesh al tiempo que asía la melena de Nuria con fuerza y tiraba de ella para que doblara el cuello, colocándole el puñal en la yugular.

—¡No... no lo hagas, por favor! ¡No lo hagas, por Dios! —exclamó entre lágrimas. Con los ojos entornados, Puigcorbé suplicó piedad, llorando de rabia y desesperación, como un hombre indefenso.

Gilgamesh no tuvo clemencia y hundió el afilado cuchillo en el cuello de la pelirroja, realizándole un feo corte, aunque superficial, de donde emanó abundante sangre.

—¡Noooo, por Dios, nooooo!

Gilgamesh alzó la mirada y lo contempló impasible.

—Te mataré, cabrón..., te mataré. Lo juro por Dios —explotó el policía en una rabia incontrolada.

Gilgamesh ni se inmutó. Estaba decidido a llevar hasta el final su deshonrosa acción. No obstante, decidió subir un grado más la tensión y de esa manera llevar al agente hasta el límite de la desesperación. Soltó a la mujer y caminó lentamente hasta el pequeño Arnau. Le acarició con suavidad el cabello y, situándose por detrás del pequeño, miró de reojo al padre que los vigilaba aterrado.

—Tranquilo, Arnau. Tu papá no permitirá que te ocurra nada malo.

Para el pequeño Arnau tenía otra sorpresa guardada que llevaría al policía al borde de la locura. Desenfundó su revólver y alojó la punta del cañón en la parte trasera del delicado cráneo del niño. Puigcorbé se derrumbó y cerró los ojos derrotado.

—Está bien, tú ganas... Te lo diré, pero suéltalos.

—Habla —exigió Gilgamesh sin intención de darle facilidades.

—Un virus... —pronunció angustiado consumando la traición.

—¿Un virus? —Gilgamesh retiró el revólver del chiquillo unos centímetros y contempló extrañado al policía.

—Sí, un virus informático. El marido de la periodista ha insertado en internet un programa, lo llamó «bomba lógica». Dicho programa contiene la información de vuestros miembros y las pruebas incriminatorias que dio Yaacov Solé a la periodista —explicó esforzándose por pronunciar las palabras. A pesar de estar de puntillas, debía estirar el cuello para que la soga le permitiera hablar. El hielo había disminuido de altura varios centímetros y el estado del bloque helado era crítico—. El programa tiene un nombre: «Emperatriz».

—No puede ser —murmuró. Durante unos segundos, Gilgamesh dudó si la confesión del policía era cierta u otro intento por retrasar la muerte de su familia. En su opinión, tal acción parecía imposible. El no era un experto en informática, pero su organización había contratado a unos cuantos expertos en la Red para defender sus intereses, incluso uno de ellos estaba en el monasterio, trabajando en una conexión con los demás miembros del culto que habían decidido no acudir a aquel rito, pero que estaban interesados en comprobar con sus propios ojos, aunque fuera a través de la pantalla de un ordenador, que el dinero invertido había dado el fruto esperado.

Tras pensarlo, llegó a la conclusión de que lo más sensato era asegurarse de que el peligro no fuera una absurda estratagema del policía. Salió de la habitación y buscó la frecuencia correcta en el walkie-talkie para comunicarse con Ono.

De repente, escuchó la reverberación de unos pasos acelerados acercándose. Al fondo del claustro distinguió la figura de un hombre que se dirigía a él corriendo a una gran velocidad. Gilgamesh frunció el ceño, confundido. Se trataba de Ono. Cuando el joven llegó a su altura, se detuvo. Estaba asfixiado, ya que su trabajo no le confería una gran forma física y el sprint lo había dejado sin resuello.

—Tene... tenemos un serio problema —acertó a decir.

—Explícate.

—Un virus ha infectado nuestra red, señor.

Gilgamesh se sobresaltó y lanzó una mirada por encima de su hombro. Ono siguió la mirada del bushi y descubrió alarmado la escena de la habitación. La puerta entornada ofrecía la imagen de un tipo sobre un cubículo de hielo y con un lazo alrededor del cuello. A unos metros del futuro ahorcado, dos soldados custodiaban a una mujer y un crío, ambos con las manos atadas. Ono dio un respingo y se preguntó qué clase de fiesta salvaje se habían montado esos tíos. Se limpió el sudor de la frente con la manga de la sudadera y tragó saliva. Aquel trabajo estaba muy bien remunerado, pero llevaba tiempo intuyendo que la organización para la que trabajaba ocultaba una cueva de asesinos.

—Soluciónalo —le ordenó Gilgamesh.

—No lo comprende, señor. He hablado con todos —dijo refiriéndose a los programadores que el culto tenía en nómina— y ninguno ha encontrado una solución. Debería venir conmigo, lo entenderá cuando lo vea con sus propios ojos.

Gilgamesh entrecerró los ojos con la furia desatada en su interior. De pronto, un crujido resonó a su espalda e, instantes después, un grito femenino de espanto retumbó en la habitación. Se volvió de inmediato y vislumbró el cuerpo de Puigcorbé zarandeándose de un lado a otro. El hielo se había desintegrado y los trozos se desparramaban por el suelo de la sala. Apretó los dientes al saber que si no hacía nada, el policía fallecería en pocos segundos. Dedujo que tal vez era la mejor opción y que debía renunciar al imaginario enfrentamiento entre ambos en otro marco mejor. Su cerebro y su corazón se ensalzaron en una disputa. Retrocedió sobre sus pasos y volvió a entrar en la habitación. Observó impertérrito cómo el agente daba sus últimos coletazos de vida, al tiempo que trataba de sacarse la idea de la cabeza de un duelo imaginario en igualdad de condiciones. No pudo.

—Bajadlo —les ordenó a sus hombres aun siendo consciente de que quizá era demasiado tarde.

Nuria, de rodillas y con el rostro envuelto en lágrimas, gritaba el nombre del policía entre lamentos desesperados.

Los soldados obedecieron a su superior y tras descolgarlo lo dejaron en el suelo con sumo cuidado. Puigcorbé se quedó inmóvil. Gilgamesh le hizo una seña a uno de sus ayudantes para que éste comprobara si todavía respiraba. El esbirro se arrodilló ante el cuerpo del agente para tomarle el pulso. Tras unos segundos, levanto la mirada y asintió. Gilgamesh se sintió aliviado y desconcertado a un tiempo. No lograba entenderlo, seguía vivo.

—Lleváoslo a la celda del monje. Haced lo mismo con la mujer y el niño.

Gilgamesh agarró del brazo a Ono y lo empujó en dirección al claustro. El joven se había quedado petrificado viendo una escena tan brutal que le costaría tiempo sacársela de la cabeza.

—Vamos... enséñame ese virus.

Ono fue arrastrado por Gilgamesh, sintiéndose como cuando de niño lo llevaban al despacho del director por alguna travesura. Aquel tío le apretaba tanto el brazo que cuando se lo soltó, al Ilegal a la sala donde tenía el ordenador, tuvo que masajearse la extremidad para que volviera a circularle la sangre con normalidad. Masculló en voz baja varios insultos y se sentó en su cómoda butaca. Con la mano temblorosa, movió el ratón para que el salvapantalla desapareciera y el monitor mostrara lo que sabía de antemano que no le haría la menor gracia a Gilgamesh. Este contempló en la pantalla la foto de una mujer con un vestido de época.

—¿Quién es? —preguntó con la intención de que la identidad de aquella mujer le diera cierta información para aclarar la procedencia del virus.

—Romy Schneider —dijo con una media sonrisa forzada. Gilgamesh le clavó los ojos hasta hacerle entender que no estaba para tonterías. Ono tragó saliva.

—¿Este es el virus tan peligroso?

—Sí. Ha bloqueado el ordenador y todas las conexionen que teníamos para la ceremonia. Ahora mismo, estamos incomunicados —explicó toqueteando el teclado para que el «guardián» se percatara de que no funcionaba.

—¿Y no puedes arreglarlo? —Ono sacudió la cabeza y se devanó los sesos para explicarle lo mejor posible el porqué no era capaz de solucionar el problema—. Si pudiera hacerlo, me convertiría en el mejor hacker de la historia.

Aquel maldito programador estaba acabando con la paciencia de Gilgamesh, y esto sólo podía significar un doloroso final. Ono decidió actuar rápido y revelarle 1o que conocía sobre «Emperatriz».

—Este virus hizo su aparición hace años, infectando a una pasada de sistemas para luego desaparecer sin más —relató Ono, que no logró disimular su gran admiración por el creador de aquel programa «destrozasistemas»—. Nadie... nadie pudo nunca desinfectar su sistema por cuenta propia. Sólo cuando Sisí decidió eliminar a «Emperatriz», volvieron las cosas a su normalidad. La creadora luchaba contra Microsoft y la libre distribución de su sistema operativo Windows. Esto que ve aquí, señor, es una leyenda dentro de la comunidad underground, el virus definitivo.

Gilgamesh escuchó atento a aquel idiota fanático de los ordenadores y se acarició la barbilla. Marc Beltrán. Su rencor creció hacia aquel tipo. Su maestro tenía razón: Beltrán era un auténtico peligro.

De pronto, el walkie-talkie crepitó, emitiendo un pitido continuo.

—Gilgamesh... ¿Qué ocurre, Robson? —preguntó con la mente puesta en cómo solucionar el inconveniente informático.

—Señor, nuestros hombres han detectado a dos tipos que se dirigen hacia nuestra posición —anunció Robson un tanto acelerado.

—A ver si lo adivino... ¿Beltrán y el hijo del judío?

—Exacto, señor. ¿Los interceptamos?

—Sí. Traedlos a mi presencia inmediatamente.

Gilgamesh cerró la comunicación y perdió la vista en la bella mujer de la pantalla, su sonrisa era arrebatadora. Luego, se le agrió el gesto y miró serio al inepto programador.

—¿Quién dices que creó este programa?

—Sisí. Sólo se conoce su apodo. Desapareció un buen día y nunca más se supo de ella —respondió con cierto desconsuelo. Parecía que Ono guardaba cierto amor platónico por la mujer que había sido capaz de crear aquella maravilla.

—¿Ella? —comentó con una sonrisa sarcástica. Aquello tenía la suficiente gracia para aliviar la tensión que Gilgamesh soportaba sobre sus hombros, aunque fuera por un instante—. Bien, vas a tener la ocasión de conocer a la mente creadora de tu problema. Espero que sepas controlarla para que arregle lo que tú has sido incapaz de solucionar.

Gilgamesh abandonó la habitación dejando a solas a Ono. El joven no lo podía creer: ella allí, Sisí, y la iba a ver con sus ojos, la leyenda viviente de todo programador. Sisí, por méritos propios, había desbancado incluso a Lara Croft del pódium de las mujeres digitales más deseables. Se preguntó si sería guapa.

El legado de Osiris
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