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LOGAN no sabía si había estado inconsciente una hora o un día, pero cuando abrió los ojos, sacudió la cabeza para salir del aturdimiento e intentó sentarse, comprendió que apenas habían transcurrido unos segundos. La tumba se había llenado de voces que hablaban a gritos y de ruido de pies que corrían. Varias luces de emergencia bañaban la cámara con un resplandor sepulcral. Rush, inclinado sobre él, le masajeaba las muñecas e intentaba que se pusiera en pie.
—Vamos, Jeremy —le dijo—. Tenemos que salir de aquí.
La tumba había empezado a saturarse de un humo denso y acre. El aire estaba cargado de un olor extraño: una combinación de goma quemada, ozono y, lo que era más preocupante, metano.
—¿Qué está ocurriendo? —gritó uno de los operarios con voz desgarrada e histérica. Tenía un corte en la sien que sangraba profusamente—. ¿Qué está ocurriendo?
Al oírlo, las palabras de la maldición de Narmer acudieron a la mente de Logan. «Todo hombre que ose entrar en mi tumba hallará una muerte cierta y fulminante. La mano que se atreviere a tocar mi forma inmortal arderá con fuego inextinguible. Pero si alguien osara en su temeridad cruzar la tercera puerta, el dios negro de la más profunda sima lo atrapará y esparcirá sus miembros por los confines del mundo.»
—Es la reina, es Niethotep —respondió—. Está intentando preservar su inmortalidad sellando su tumba, la tumba que arrebató a su marido el faraón. Quiere matar a todos los que la han hollado y pretenden utilizar su corona. Es la reina..., pero con la ayuda de Jennifer Rush.
Logan se dio cuenta de que esas palabras se habían quedado en su mente, no las había pronunciado en voz alta. Ethan Rush seguía a su lado y lo apremiaba para que se levantara. Hizo un esfuerzo y logró ponerse en pie. El mundo se tambaleó a su alrededor hasta que finalmente dejó de oscilar. Rush lo miró a los ojos, masculló algo y lo condujo fuera.
Salieron de la pesadilla de ónice que era la cámara número tres, cruzaron la dos y entraron en el espacio más amplio de la uno. Encontraron al resto del grupo apelotonado ante al cierre hermético del Portal y la plataforma del otro lado. Allí no había luces de emergencia; solo los haces amarillos de algunas linternas perforaban aquel aire espeso. De fondo se oía el constante crepitar de las radios. Logan distinguió a Stone. Estaba dirigiendo a la gente hacia el inclinado túnel del Umbilical. Uno de los guardias de seguridad lo apremió para que subiera él también. Stone accedió y fue el siguiente en pasar, seguido por dos técnicos. Entonces, uno de los operarios, Kowinsky, se abrió paso a codazos hasta el principio de la fila y empezó a subir frenéticamente a pesar de los gritos de Valentino, que se hallaba al final e instaba a que todo el mundo saliera antes que él.
Logan fue avanzando lentamente con los otros hasta que llegó el momento en que tuvo que agacharse para cruzar la pesada puerta que señalaba la entrada de la tumba de Narmer y pasar a la plataforma del otro lado. Tina Romero iba justo delante de él; miró hacia atrás, esbozó una débil sonrisa y empezó a ascender. Entonces le llegó el turno a Logan. Agarró el primer asidero, miró hacia arriba y se detuvo en seco.
La amarilla longitud del Umbilical, siempre tan pulcra, se había convertido en un caos. El grueso cableado que corría por toda su longitud se había desprendido y colgaba como si de un montón de tripas sueltas se tratase. Los refuerzos de madera estaban aplastados en más de un punto, y las vigas hexagonales superpuestas se habían convertido en un laberinto que obligaba a los que subían a hacer todo tipo de contorsiones para pasar entre ellas. Desde el Centro de Inmersiones habían lanzado cuerdas, pero en aquella ruinosa confusión resultaban de escasa ayuda. Desde la plataforma, Logan alcanzaba a ver el final del Umbilical y la propia Boca, y le pareció que estaba ennegrecida y deformada, extrañamente ovalada por la fuerza de la explosión. Pero entre la distancia y el humo no podía estar seguro.
Sin embargo, era el propio Umbilical lo que había hecho que se detuviera. Su superficie amarilla, antes tan lisa y regular, estaba distorsionada por arrugas y abultamientos. Allí donde los refuerzos de madera se habían partido, las paredes se estrechaban peligrosamente alrededor de los que trepaban en fila hacia la superficie, como escaladores. La enorme presión del Sudd oprimía por todos lados, estrujaba el tubo en busca de una manera, cualquier manera de...
Notó que lo empujaban por detrás.
—Vamos, hombre, ¡suba! —dijo la voz de Valentino—. Sbrigati!
Tina se hallaba a pocos metros por delante de él. Logan se obligó a pensar únicamente en los asideros, olvidarse de lo que había arriba y empezar a subir. Se concentró en colocar bien las manos y los pies sin alzar la mirada. Por debajo de él divisó a duras penas que el técnico que lo seguía agarraba el primer asidero e iniciaba también la subida.
Entonces su cabeza chocó contra el pie de Tina y levantó la mirada para ver qué había interrumpido su ascenso. Al hacerlo oyó los jadeos y las imprecaciones de los que estaban más arriba.
Miró más allá de la egiptóloga y se le encogió el corazón. A unos seis metros por encima de él, cerca del final del Umbilical, uno de los soportes de madera se había partido en dos y hundía sus afiladas astillas en una protuberancia que había aparecido en el tubo, debilitado por la explosión. Mientras miraba, fascinado y a la vez horrorizado, en la superficie amarilla se abrió un pequeño corte que enseguida aumentó a causa de la presión exterior.
—¡No! —gritó Kowinsky en lo alto—. ¡No, por Dios!
Entonces, con un extraño ruido —mitad suspiro, mitad desgarro—, la pared del Umbilical cedió. Al instante el Sudd vomitó un chorro de cieno que se derramó sobre ellos como el agua de una manguera. Bajo aquella irresistible presión, el Umbilical empezó a desgarrarse de arriba abajo mientras las negras y cenagosas aguas manaban por él. Los gritos y alaridos de los que estaban más arriba eran una algarabía de consternación y terror.
Logan hizo lo primero que acudió a su mente. Instintivamente, sin pensarlo, cogió a Tina por los pies con ambas manos, se soltó de la escalera y se deslizó con Tina hasta caer sobre la plataforma.
La egiptóloga se revolvió.
—¿Qué haces? —gritó.
—¡Tina, cierra los ojos! —gritó Logan aún más alto para hacerse oír por encima de sus protestas.
Un ruido de aspiración..., un extraño temblor, como un terremoto acercándose..., una vaharada hedionda... y se vieron envueltos por una negrura pegajosa y asfixiante.