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JENNIFER Rush se agitó inquieta en la cama de la última de las tres salas de examen de las dependencias médicas, donde seguía en observación. La estancia estaba tenuemente iluminada, y la enfermera asignada al cuidado de la paciente había salido un momento. Las constantes vitales de Jennifer indicaban que había entrado en una fase de sueño REM, y la enfermera tenía hora en la peluquería y no quería perderla. Salvo por los mínimos e infrecuentes parpadeos y pitidos de los instrumentos médicos, todo se hallaba en silencio.
Jennifer se agitó de nuevo y respiró de manera profunda y temblorosa. Durante unos segundos permaneció inmóvil. Y entonces, por primera vez en treinta horas, pestañeó ligeramente y abrió los ojos. Contempló el techo con mirada vidriosa y, un minuto más tarde, se incorporó con esfuerzo.
—Ethan... —llamó con voz ronca.
En la penumbra, rodeada por aquel bosque de lucecitas e indicadores digitales, la sala tenía un aspecto extraño, casi como de otro mundo: un mosaico de puntitos verdes, amarillos y rojos, como si los dioses hubieran extendido una madeja de piedras preciosas en el cielo nocturno y transformado las estrellas blancas en otras de vivos colores. Jennifer parpadeó, luego parpadeó otra vez, desorientada. Entonces su mirada encontró algo familiar: el antiguo amuleto de plata que su marido había dejado colgado de su cadena en un monitor cercano.
Frunció el entrecejo.
El amuleto tenía una primitiva representación de una de las escenas más famosas de la mitología egipcia: Isis, tras haber reunido los restos del asesinado y descuartizado Osiris, lo reanima mediante un encantamiento y lo convierte en el dios del inframundo.
El amuleto brillaba con cada parpadeo de los instrumentos. Mientras Jennifer lo contemplaba, su cuerpo se fue poniendo rígido. Su respiración se hizo más leve y estertórea. De repente, exhaló un suspiro, la mandíbula se le aflojó, puso los ojos en blanco y se desplomó de espaldas en la cama.
Durante diez o tal vez quince minutos la habitación permaneció en silencio. Entonces Jennifer se sentó de nuevo. Tomó una bocanada de aire y luego otra más profunda. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y se pasó la lengua por los labios muy despacio, casi como si tanteara.
Acto seguido, con un movimiento continuo y mecánico, deslizó las piernas fuera de la cama y apoyó los pies en el frío suelo de baldosas.
Se puso en pie y dio un paso. Vaciló y dio otro más. El pulsímetro que llevaba en el dedo rozó un instrumento y se le cayó del meñique. Alzó la mano, palpó la maraña de cables que tenía adheridos a la cabeza y al cuello y los apartó como si fueran telarañas. Luego miró en derredor. Tenía los ojos vidriosos pero aun así veía con claridad.
La puerta estaba enfrente. Echó a andar pero enseguida se detuvo; algo tiraba de ella. Esta vez era la vía intravenosa conectada a la bolsa de suero. Jennifer intentó caminar de nuevo, pero la percha con la solución salina la frenaba. Siguió con la mirada el recorrido de la vía hasta su muñeca. Luego cogió el catéter y se lo arrancó sin miramientos de la vena.
Por fin se encaminó hacia la puerta sin más dificultades.
Abandonó las dependencias médicas, salió al pasillo principal del sector Rojo y miró a derecha e izquierda. Estaba desierto. El personal fuera de servicio se encontraba en sus habitaciones o en las zonas de descanso mientras esperaba noticias de la tercera cámara.
Jennifer dudó un instante junto a la puerta; tal vez para orientarse, tal vez simplemente para mantener el precario equilibrio. Luego giró a la izquierda y echó a andar por el pasillo. Cuando llegó a la primera esquina dobló a la derecha. Sus ojos seguían vidriosos y sus andares eran vacilantes, como los de una persona que no hubiera caminado en mucho, mucho tiempo. No obstante, a medida que avanzaba, su respiración fue volviéndose cada vez más firme y regular, lo mismo que sus pasos.
Se detuvo ante una puerta con el rótulo ALMACÉN DE MATERIALES PELIGROSOS. PRODUCTOS EXPLOSIVOS. ACCESO RESTRINGIDO. Giró el pomo pero lo encontró cerrado. Entonces cogió la tarjeta de identificación que llevaba al cuello —tan ligera, tan brillante, tan azul— y la deslizó sin problemas por el lector de la cerradura. La puerta se abrió y Jennifer entró en la habitación sin que nadie la viera.