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LOGAN, sentado ante el ordenador de su pequeño despacho, tecleaba despacio. Era por la noche, tarde, y el sector Marrón estaba tan silencioso como una tumba. Por fin había podido terminar de transcribir el resto de sus notas sobre su conversación con Hirshveldt y los comentarios que este había hecho durante su breve salida al Sudd. Cerró ese documento y a continuación abrió otro para enumerar con detalle los ominosos e inesperados sucesos ocurridos en la estación, incluyendo el incendio del generador y la electrocución del especialista de transmisiones, Mark Perlmutter. Tras una exhaustiva investigación, nadie había hallado explicación para la presencia del charco de agua y el cable eléctrico. Perlmutter, que de vez en cuando recobraba la conciencia, había dicho algo sobre que había visto una luz, pero no había forma de saber si estaba delirando o no. Los rumores que corrían por la estación —y que hablaban tanto de sabotaje como de la maldición de Narmer hecha realidad— habían aumentado significativamente. Tras el descubrimiento de aquellos huesos, y ante la certeza de que la tumba se hallaba en algún lugar muy próximo, entre el personal imperaban sentimientos encontrados: una tensa expectación combinada con un miedo creciente.
Logan había examinado personalmente la subestación eléctrica y hablado con los pocos que ese día habrían podido tener algún motivo para entrar allí, pero nadie sabía nada ni había visto nada fuera de lo normal. Es más, todos le habían parecido francos y sinceros, y Logan no había percibido en ellos nada aparte de tristeza y confusión.
Cerró el documento y miró el contenedor azul que había dejado junto al ordenador. Lo cogió, lo abrió y sacó con mucho cuidado un bulto envuelto en un trapo. Apartó los pliegues de tela y dejó al descubierto un viejo cráneo de color pardusco.
Lo sostuvo en alto con el trapo y lo giró a un lado y a otro mientras lo examinaba atentamente. March no quería prestárselo, pero no se había atrevido a negarse porque sabía que Logan contaba con el favor de Stone. En cualquier caso, había elegido el más estropeado y se lo había entregado con la condición de que lo devolviera en idéntico estado esa misma noche.
Aunque estaba abollado, agrietado y le faltaban los dientes, los sedimentos y el fango que lo habían envuelto durante siglos lo habían conservado bastante bien. Olía fuertemente al Sudd, un hedor que impregnaba la estación y que empezaba a perseguirlo incluso en sueños. Cogió la lupa de joyero que llevaba en la bolsa, se la acercó a un ojo e hizo un cuidadoso examen de la superficie del cráneo. A pesar de que le faltaba el hueso occipital, no presentaba síntomas de violencia. Tenía bastantes arañazos alrededor de la corona y en la cavidad ocular izquierda, pero sin duda se debían a la erosión natural. Examinó las suturas ectocraneales una por una: la coronal, la sagital y la lamboide. A juzgar por el tamaño del proceso mastoideo y de la naturaleza redondeada del margen supraorbital, llegó a la conclusión de que se trataba de un cráneo de hombre, ninguna sorpresa en ese aspecto.
A continuación retiró del todo el trapo y sostuvo el cráneo entre sus dedos con sumo cuidado. Dos ojos habían observado el mundo desde aquellas cuencas. ¿Qué maravillas habrían visto? ¿Habrían contemplado a Narmer en persona supervisando la construcción de su tumba? ¿Habrían presenciado la batalla en la que el faraón había unificado Egipto? Como mínimo habían visto las filas de sacerdotes dirigiéndose hacia el sur y adentrándose en un territorio hostil para enterrar los restos mortales de su rey mientras su ka se reunía con los dioses del otro mundo. Logan se preguntó si ese tipo había sabido que se trataba de un viaje del que nunca regresaría.
Hizo girar el cráneo al tiempo que vaciaba su mente de todo pensamiento y la abría a cualquier percepción y sugestión.
—¿Qué está intentando decirme, Karen? —preguntó en voz alta a su difunta esposa mientras sostenía el cráneo.
Pero no recibió nada. El cráneo no le transmitió ninguna impresión salvo la de su antigüedad y fragilidad. Al fin dejó escapar un suspiro, lo envolvió en el trapo y lo depositó en el contenedor.
Si Tina Romero estaba en lo cierto, no tardarían en hallar un gran osario —los restos de los constructores de la tumba— y, poco después, la tumba propiamente dicha. Y Porter Stone tendría una nueva hazaña que añadir a su historial. Es más, si la tumba contenía la corona del Egipto unificado constituiría sin lugar a dudas el hallazgo más importante de su carrera.
Logan se recostó en su asiento sin dejar de mirar el contenedor. Stone era un hombre fuera de lo normal. Dotado de una disciplina sobrehumana y con apasionadas convicciones pero, aun así, dispuesto a contratar a gente que discrepaba abiertamente de él, incluso a gente que dudaba de sus posibilidades de éxito. Poseía una impecable formación científica y era un racionalista y un empirista convencido, sin embargo no le daba miedo rodearse de gente cuya especialidad constituía motivo de escarnio para la comunidad científica. Él, Logan, encarnaba el ejemplo perfecto. Meneó la cabeza, admirado. Lo cierto era que Porter Stone estaba dispuesto a hacer lo que fuera, por poco ortodoxo y marginal que resultara, para garantizar el éxito de sus iniciativas. Al fin y al cabo, no había otra razón para que hubiera incluido en la excavación a Jennifer Rush, una mujer que leía las cartas Zener con la misma facilidad que un mono hacía malabarismos con un coco y que era capaz de...
Se irguió de repente.
—Pues claro —murmuró—, pues claro.
Se levantó despacio, se puso el contenedor bajo el brazo y salió del despacho con aire pensativo.