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LA agenda de Logan estaba vacía hasta la mañana siguiente, de manera que dedicó el resto de la tarde a deambular por la estación para acostumbrarse a su ligero balanceo y conocer el lugar y a sus ocupantes. Dado que ya había visto las oficinas, la zona residencial y el Centro de Inmersiones, decidió echar un vistazo a los laboratorios del sector Rojo. A pesar de que eran pequeños, su diversidad lo dejó atónito. No solo los había de arqueología, sino también de geología, química orgánica, paleobotánica, paleozoología y otras especialidades. Eran todos modulares, unos cubículos de acero inoxidable de unos dos metros cuadrados. Si bien algunos estaban ocupados, muchos parecían sellados. Al parecer Porter Stone escogía los laboratorios que estimaba útiles para cada expedición y los iba activando según las necesidades.
A continuación visitó el sector Blanco y descubrió que era el centro de mando y control. A pesar de que encontró las obligadas zonas de seguridad y puertas cerradas, el lugar resultaba agradablemente informal. Había pocos guardias, y los que vio se mostraron amables y comunicativos. No mencionó la maldición ni los motivos de su presencia en la excavación, pero a juzgar por las miradas de curiosidad que despertaba, resultaba evidente que al menos algunos de ellos habían sido informados.
El centro neurálgico del sector Blanco era un amplio espacio atendido por un único técnico que se sentaba en un rincón del fondo, ante una serie de terminales. Se hallaba de espaldas a Logan y tan rodeado de monitores que daba la impresión de ser un piloto en la estrecha cabina de una aeronave.
—¿Ha descubierto algún ratero? —preguntó al entrar.
El técnico dio un respingo y se volvió con tanta rapidez que el libro que tenía en el regazo salió volando y aterrizó en un extremo de la sala.
—¡Por san Judas! —exclamó tirando del cuello de su bata de laboratorio con un dedo—. ¿Quiere provocarme un ataque al corazón o algo parecido?
—No. Supongo que eso estropearía el día al doctor Rush. —Logan avanzó con la mano tendida y una sonrisa—. Soy Jeremy Logan.
—Y yo Cory Landau.
Desde la puerta, a juzgar por su pelo, negro y despeinado, y por cómo se repantigaba en la silla, Logan había supuesto que era joven, pero al verlo cara a cara se llevó una sorpresa. Landau no tendría más de veintidós o veintitrés años. De ojos azules y chispeantes, lucía una tez fresca y rosada propia de un querubín, y —curiosa adición— un bigote al estilo Zapata. En la mesa había una lata de Jolt y un paquete de chicles.
—Bueno —dijo Logan—, ¿cuál es su trabajo aquí?
—¿A usted qué le parece? —replicó el joven echándose hacia atrás en la silla; el sobresalto inicial fue sustituido por una afectada despreocupación—. Dirijo el cotarro. —Tomó un sorbo de Jolt—. ¿A qué se refería con el chiste ese de si había descubierto algún ratero?
Logan indicó con la cabeza la batería de monitores que rodeaba a Landau.
—Tiene aquí más pantallas que en el centro de seguridad de un casino de Las Vegas —comentó.
—Y un cuerno centro de seguridad. Todo empieza y acaba aquí. —De repente Landau lo miró con suspicacia—. Oiga, ¿quién es usted?
—No se preocupe, soy uno de los buenos. —Logan le mostró su identificación.
—En ese caso, eche un vistazo a esto. —Landau hizo un gesto que abarcaba la muralla de monitores y la media docena de teclados repartidos bajo ellos—. Aquí es donde se introduce la información y toda una serie de programas autónomos procesan los números.
—Creía que de eso se ocupaban los del Centro de Inmersiones.
Landau hizo un gesto displicente con la mano.
—¿Bromea? Ellos solo construyen el piano. Yo soy el artista que toca el instrumento. Observe.
Con un veloz tecleo hizo aparecer una imagen en una de las pantallas.
—¿Lo ve? Recibimos información visual, de sónar y de los sensores de las distintas misiones de buceo que están en marcha. Todo se descarga en un programa que traza un mapa del terreno que hay bajo el agua. Es una fiera de programa. Este es el resultado.
Logan miró en la dirección de la mano tendida hacia la imagen de la pantalla. Resultaba realmente impresionante: una imagen en tres dimensiones de un paisaje ondulante, casi lunar, perforado por túneles y agujeros de sondeo.
—Así es el Sudd a doce metros por debajo de nosotros —explicó Landau—. Con cada inmersión, la representación del lecho de la marisma y de las cavernas que hay debajo... se expande. —Hizo una demostración de cómo se podía manipular la imagen, ampliándola, reduciéndola, haciéndola girar sobre sus ejes—. Ha mencionado el Centro de Inmersiones, ¿lo conoce ya?
Logan asintió.
—¿Tuvo ocasión de ver la cuadrícula?
—¿Se refiere a eso que parece una cartulina de bingo a lo grande?
—A eso mismo. Bueno, pues lo que tengo aquí es la segunda parte de la ecuación. La cuadrícula es una representación bidimensional de lo que hemos explorado hasta el momento, y esto muestra su topología exacta. —Landau dio una palmada al monitor con orgullo paternal—. Cuando encontremos la..., lo que andamos buscando, utilizaremos esto para asegurarnos de que lo tenemos debidamente cartografiado y explorado.
Logan manifestó su apreciación y preguntó:
—¿Este es su primer trabajo para Porter Stone?
El joven negó con la cabeza.
—El segundo.
Logan señaló con la mano a su alrededor.
—¿Esto no es un tanto infrecuente? Todos estos aparatos y equipos tan caros solo para una única expedición...
—No son para una única expedición. Stone tiene un almacén en el sur de Inglaterra. Puede que más de uno. Y allí guarda todo el material.
—¿Se refiere a los vehículos y los aparatos electrónicos? ¿A los laboratorios portátiles?
—Eso dicen. Todo lo que podría necesitar para una determinada excavación.
Logan asintió. Tenía sentido. Al igual que los laboratorios sellados, un montaje como aquel le permitía ponerse en marcha rápidamente y perder el menor tiempo posible en cualquier clima y terreno.
Resultaba gratificante conversar con alguien que no había oído hablar de él y que no lo acosaba con mil y una preguntas. Logan se lo agradeció con una sonrisa.
—Ha sido agradable hablar con usted.
—Lo mismo digo. ¿Le importaría traerme ese libro que hay del revés de camino a la salida?
Logan se acercó al libro caído en el suelo, lo cogió y vio que se trataba de La casa en el confín de la Tierra, la extraña novela de William Hope Hodgson. Se lo pasó a Landau.
—¿Está seguro de que es la clase de libro que le apetece leer en un sitio como este?
—¿A qué se refiere? —Landau cogió el libro y lo abrazó protectoramente contra su pecho.
—Bastante raro es ya el Sudd. Si encima lee estas cosas, se le fundirá el cerebro.
—Vaya. Quizá eso lo explique.
Landau se dio la vuelta y reanudó su tecleo.
★ ★ ★
Logan salió del sector Blanco y cruzó otro tubo flotante hasta el sector Marrón, el cual albergaba, según indicaba un pequeño rótulo situado al otro extremo del conducto, los archivos de historia y de ciencias exóticas. No sabía qué debían entender por «ciencias exóticas», pero empezó a hacerse una idea tan pronto como se asomó a algunos de los laboratorios modulares adicionales instalados en aquel sector. Uno de ellos, en penumbra, estaba repleto de libros antiguos y manuscritos sobre alquimia y transmutación. Las paredes de otro estaban cubiertas de mapas de Egipto y Sudán, así como de fotografías de las pirámides y otras construcciones; todas las imágenes tenían superpuesta una red de líneas y círculos que se cruzaban y formaban extrañas figuras geométricas. Resultaba evidente que Stone estaba dispuesto a explorar cualquier área del conocimiento, por muy abstrusa que fuera, si eso lo ayudaba a encontrar lo que buscaba. Logan se preguntó si debía sentirse ofendido por el hecho de que su despacho se hallara en aquel sector.
Recorría el pasillo cuando se detuvo ante un cuarto cuya puerta estaba entreabierta. Aunque en aquel momento el sector Marrón parecía albergar a muy poca gente, esa habitación se encontraba ocupada. Apenas había luz. Logan distinguió una cama de hospital de la que salían docenas de cables que iban a parar a una serie de aparatos de control situados a los pies de la cama. Le recordó las habitaciones vacías que había visto en el Centro de Estudios de Transmortalidad.
Sin embargo, la cama de esa habitación no estaba vacía. Una mujer yacía en ella: quizá la mujer más hermosa que había visto nunca. Algo en ella, una cualidad que no acertaba a definir, lo hizo detenerse en seco. Su cabello era de un color poco habitual, un tono canela oscuro intenso. Tenía los ojos cerrados. Le habían colocado distintos electrodos en las sienes, muñecas y tobillos. En la pared contigua había un espejo muy grande. Las luces de los instrumentos de control se reflejaban en él en una miríada de diminutos puntos de colores.
Logan, hipnotizado por la sorprendente visión de aquella figura casi etérea bajo el resplandor de los numerosos aparatos, no se movió. La mujer yacía completamente inmóvil; nada indicaba siquiera que respirara. Casi parecía que hubiera cruzado de la vida a la muerte. Logan tuvo la sensación de que la había visto anteriormente. Esa sensación no era algo inusual en él; con su aguda percepción, los déjà vu eran cosa corriente. No obstante, esa vez la sensación era especialmente fuerte.
De repente vio que algo se movía junto a los monitores, a los pies de la cama, y se llevó una sorpresa al descubrir que se trataba de Rush. El médico ajustó un dial, comprobó un indicador y, como si tuviera un sexto sentido, se volvió hacia la puerta y vio a Logan.
Este alzó la mano a modo de saludo, pero por la expresión de Rush y por su lenguaje corporal comprendió que no era el momento de entretenerse allí y que su presencia no era bienvenida. Así pues, dio media vuelta y siguió caminando por el pasillo en busca de su despacho.