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TINA Romero se equivocó por siete minutos. Había transcurrido poco más de hora y media cuando el equipo de buceo informó de que había encontrado lo que parecía ser una fisura natural en el lecho del Sudd, a trece metros de profundidad, que había sido rellenada con grandes piedras.
Stone dejó un solo equipo de buceo en el osario, al mando de March, y ordenó que todos los demás se reunieran en el lugar indicado. Logan presenció el desarrollo de los acontecimientos a través de los monitores del Centro de Operaciones que Cory Landau controlaba sin inmutarse en medio de tanta excitación.
Las imágenes que retransmitían las videocámaras de los buzos eran granulosas y distorsionadas, pero a Logan se le aceleró el pulso solo con verlas. Los estrechos haces de luz de las linternas rasgaban la fangosa negrura del lecho del Sudd e iluminaban la abertura en la roca ígnea: dos metros y medio de largo por un metro veinte de ancho, forma de huso y llena de grandes piedras. Los buzos habían intentado retirarlas, pero sin éxito: su peso, el pegajoso cieno del Sudd y el paso de los siglos las habían soldado hasta formar una masa sólida.
—Aquí Tango Alfa. —La voz incorpórea llegó desde doce metros de profundidad—. No hay manera.
—Entendido, Tango Alfa —dijo la voz de Porter Stone desde algún lugar de la estación—. Déle caña.
La radio chisporroteó de nuevo.
—Aquí Tango Alfa, entendido.
Logan se volvió hacia Romero, que estaba a su lado con la mirada clavada en las pantallas.
—¿Caña? —preguntó.
—Nitroglicerina.
—¿Nitro? —Logan frunció el ceño—. ¿Es prudente?
—¡No salgas de casa sin ella! —rió Romero—. Te sorprendería saber la de veces que Stone la ha utilizado en sus excavaciones. Pero no te preocupes, uno de nuestros buzos es un ex SEAL, un artista en la materia. Será una explosión controlada de alta precisión.
Logan siguió escuchando las conversaciones por radio. Cuando uno de los buzos colocó la boya de marcación, Stone, que al parecer coordinaba la operación con Frank Valentino desde el Centro de Inmersiones, envió al buzo con la nitroglicerina. Logan y Romero contemplaron en la pantalla cómo colocaba las cargas explosivas —cuatro pequeñas bolsas de goma negra unidas por mecha detonante— alrededor de la entrada sellada por las rocas y después se reunía con los otros buzos, que lo esperaban a una distancia de seguridad.
—Cargas colocadas —radió el buzo.
—Muy bien —oyeron que decía Stone—. Háganlas estallar.
Durante un segundo fue como si todo el mundo en la estación contuviera a la vez la respiración. Luego siguió un apagado buuum que hizo que todo lo que rodeaba a Logan se estremeciera.
—Aquí Redfern —dijo otra voz por la radio—. Estoy en la cofa. Boya avistada.
—¿Puede darnos una marcación exacta? —preguntó Stone.
—Afirmativo. Un momento. —Hubo una pausa—. Ciento veinte metros hacia el este. Treinta grados relativos.
Romero se volvió hacia Logan.
—Ahora tenemos que esperar a que se pose toda la mierda que hemos levantado —dijo, y señaló los monitores—. Acompáñame. Creo que hay algo que te gustará ver.
—¿Qué es?
—Otro de los milagros de Porter Stone.
Lo condujo fuera del sector Blanco, atravesaron el sector Rojo y cruzaron por las pasarelas de pontones hasta el sector Marrón, donde se detuvieron ante una escotilla desde cuyo ventanuco se divisaba todo el Sudd. Una vez abierta quedó a la vista una escalerilla de caracol que subía hasta una estrecha pasarela de madera que rodeaba por fuera la parte superior de la carpa abovedada que cubría el sector Marrón. Logan siguió a Romero por la escalerilla y una vez arriba se detuvo para contemplar la vista; primero la infernal maraña del Sudd, luego la ciudad en miniatura que cobijaba a la expedición. Un alto y estrecho tubo coronado por una pequeña plataforma y un enjambre de antenas se alzaba por encima del sector Rojo. En la plataforma había un individuo con unos prismáticos en una mano y una radio en la otra. Logan supuso que aquel lugar debía de ser lo que llamaban «cofa». Se volvió hacia Romero.
—Es una vista impresionante, pero ¿qué se supone que debo mirar?
—Espera y verás.
Tina no había terminado la frase cuando Logan oyó el ruido del motor. Lentamente, procedentes del sector Verde, aparecieron dos hidrodeslizadores enormes. Cada uno llevaba montado en proa lo que parecía un híbrido entre un arado y un apartavacas armado con cientos de sierras de cadena y largos garfios que sobresalían hacia delante como un bauprés. Una flotilla de motos acuáticas y embarcaciones menores acompañaba a los dos grandes hidrodeslizadores. Mientras Logan las observaba, las dos embarcaciones maniobraron hasta situarse en posición justo delante de ellos. Las tripulaciones corrieron hacia popa gritando instrucciones y lanzaron gruesos cables que otros operarios ataron a los robustos norays de los sectores Marrón, Verde y Azul. Logan se fijó en que uno de los barcos más pequeños estaba izando con un cabrestante un cable anclado en las profundidades del Sudd que, al subir, arrastraba consigo vegetación y fango.
—¿Qué están haciendo? —preguntó.
Romero sonrió.
—Levar anclas.
Alguien gritó más órdenes. De repente los motores de los dos grandes hidrodeslizadores rugieron a la vez, y las naves empezaron a avanzar. Por un momento, Logan notó una sensación que no pudo identificar. Y entonces lo comprendió: toda la estación, con sus barcazas, sus pontones, sus pasarelas, sus sondas de metano y sus generadores, se estaba moviendo.
—Santo cielo —murmuró.
En ese momento supo para qué servían los extraños artefactos montados en la proa de las dos embarcaciones. Eran arados en el sentido estricto de la palabra, arados para abrirse paso en la impenetrable maraña vegetal del Sudd. Oyó el aullido de las sierras de cadena. Las motos de aguas y las embarcaciones menores iban de un lado a otro ayudando a apartar las masas flotantes más tenaces con ganchos, bicheros y sierras.
Lentamente, centímetro a centímetro, la estación fue avanzando en dirección este. Logan miró por encima del hombro y vio cómo el Sudd volvía a cerrarse tras ella sin dejar rastro de su paso.
—Nos estamos dirigiendo hacia la tumba —dijo.
Romero asintió.
—Pero ¿por qué? Ahora que sabemos dónde se encuentra, ¿no sería más fácil llegar buceando desde nuestra posición?
—Stone hace las cosas a su manera. Eso sería más lento, menos eficaz y, si lo piensas, poco práctico. Recuerda que la entrada de la tumba se halla a doce metros de profundidad, bajo un montón de cieno. ¿Cómo entrarías y al mismo tiempo preservarías lo que contiene de la contaminación del Sudd?
Logan la miró.
—No lo sé —dijo, haciéndose oír por encima del estrépito de los hidrodeslizadores y las sierras mecánicas.
—Instalando una compuerta estanca y conectando después el Umbilical.
—¿El Umbilical?
—Un tubo presurizado, de casi dos metros de diámetro, equipado con luz, electricidad y asideros para manos y pies. Un extremo se acopla a la compuerta y el otro a la Boca. Cualquier resto de fango se extrae del interior, después se iguala la presión y ya está: tienes un acceso a la tumba seco y cómodo.
Logan meneó la cabeza ante la audacia de la idea. «Otro de los milagros de Porter Stone», había dicho Tina. No le faltaba razón.
—Todavía tardaremos una hora en anclar encima de la tumba —comentó ella—. La porquería que hemos levantado con la explosión ya se habrá posado. ¿Vamos a ver qué hay ahí abajo?
★ ★ ★
Regresaron al Centro de Operaciones, y Cory Landau revisó las transmisiones de vídeo de los buzos hasta que Tina le indicó que se detuviera.
—Esta —dijo—. ¿Quién es?
Landau miró la pantalla.
—Delta Bravo —respondió.
—¿Puedes ponerme en contacto con él?
—Claro.
Alargó la mano, ajustó un dial y le entregó el micrófono.
—Delta Bravo, aquí la doctora Romero —dijo Tina por el intercomunicador—. ¿Me oye?
—Alto y claro —fue la respuesta.
—¿Puede acercarse a la entrada y hacer una panorámica?
—Entendido.
Contemplaron en silencio las imágenes en directo. Los peñascos habían sido apartados, y Logan pudo ver claramente la hendidura en la roca. Bajo los potentes focos de los buzos parecía estar sellada por hileras de piedras que formaban una pared vertical, como si los trabajadores hubieran creado un muro en el interior de la cavidad natural de roca.
—Un poco más cerca, por favor —susurró Romero.
La imagen se acercó.
—¡Dios mío, parece granito! —exclamó—. Hasta ahora se creía que Netcherikhe había sido el primer faraón que había utilizado un material que no fuera el adobe.
—Seguramente Narmer quería que durara toda la eternidad —apuntó Logan.
Romero habló de nuevo a la radio.
—Delta Bravo: hacia arriba, por favor.
La imagen ascendió lentamente por la pared.
—¡Ahí! —gritó—. Alto, acérquese.
La granulosa imagen se centró en algo que había entre el granito y la roca ígnea. Era una pieza romboidal llena de jeroglíficos.
—¿Qué es eso? —quiso saber Logan.
—Un sello de la necrópolis —contestó Tina—. Es increíble. No hay constancia de ninguno en una tumba tan antigua. Y mira, está intacto. No la han profanado. No la han saqueado. —Se secó el sudor de las palmas en la camisa y volvió a coger el intercomunicador. Logan vio que las manos le temblaban ligeramente—. Delta Bravo, una cosa más, por favor.
—Diga.
—Vaya bajando y enfoque la base de ese muro.
—Entendido, pero todavía quedan restos por limpiar.
Esperaron mientras la imagen descendía a lo largo de la piedra. Pequeñas nubes de cieno les taparon de vez en cuando la vista; Romero pidió al buzo que retrocediera. Entonces, de repente, le ordenó que se detuviera.
—¡Justo ahí! —dijo—. ¡Manténgalo ahí!
—Estoy en la base del muro —contestó Delta Bravo.
—Lo sé.
Logan se vio contemplando otro sello intacto, mayor que el primero. Tenía dos jeroglíficos grabados.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja.
—Un serej. La más temprana representación de un nombre real utilizada en la iconografía egipcia. Los cartuchos no se popularizaron hasta le época de Sneferu, padre de Kufu.
—¿Y el nombre que hay en el serej? ¿Sabes leerlo?
Romero se humedeció los labios.
—Son los símbolos del siluro y el cincel. La representación fonética del nombre de Narmer.