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LA mañana siguiente
transcurrió en un frenesí de actividad. Logan se reunió con Rush
para el desayuno, tal como habían quedado. Después Rush lo acompañó
hasta el sector Verde, donde lo incorporaron de forma oficial al
equipo, le proporcionaron una tarjeta de identificación y una mujer
discreta y con un peculiar acento británico le dio una charla
orientativa de veinte minutos. Todo el proceso se desarrolló con
eficiencia clínica y precisión casi militar: no había duda de que
aquella era una máquina perfectamente engrasada y simplificada a lo
largo de las muchas misiones anteriores. Tras la charla de
orientación le pidieron que entregara el móvil y le dijeron que se
lo devolverían cuando su estancia finalizara. «Una vez que te hayas
embarcado en el proyecto es posible que te cueste comunicarte por
teléfono con el exterior», le había escrito Rush en su e-mail. En
ese momento Logan comprendía por qué: Stone y su fanática obsesión
con el secretismo. De todas maneras, parecía muy poco probable que
algún móvil tuviera cobertura en un lugar tan remoto.
—Después de comer tienes una reunión con
Tina —le explicó Rush mientras salían al estrecho pasillo.
—¿Quién es Tina?
—La doctora Christina Romero. Es la
egiptóloga jefe. Te aclarará las dudas que tengas y te pondrá al
día. A veces puede ser un poco quisquillosa y tiene opiniones muy
tajantes en lo que respecta al saqueo de tumbas, pero es la mejor
en su especialidad. —Vaciló un momento, como si fuera a añadir algo
más—. Entretanto he pensado que quizá te gustaría ver cómo van los
trabajos.
—Desde luego —repuso Logan—. Especialmente
si eso me da alguna pista de por qué estoy aquí.
Pasaron oficinas, laboratorios y almacenes
de material. Logan no tardó en desorientarse en aquel laberíntico
interior. Vio científicos con bata blanca, mecánicos con mono azul
y, para su sorpresa, un tipo corpulento y barbudo con botas y
sombrero vaqueros.
—Un operario —dijo Rush, como si eso lo
explicara todo.
Cruzaron por otra pasarela que flotaba a
escasos centímetros de la superficie, envuelta en Mylar y protegida
por mosquiteras, y Rush se abrió paso por otra entrada a través de
gruesas tiras de plástico verticales. Logan lo siguió y se detuvo
en seco. Al otro lado había una amplia sala. A lo largo de una
pared amarilla vio una extensa hilera de taquillas, tal vez dos
docenas, de color gris acero. Un panel de instrumentos ocupaba toda
la pared opuesta: servidores de ordenador montados en batería,
osciloscopios, algo que parecían sofisticados indicadores de
profundidad, sónares y una docena de aparatos de todo tipo, a cuál
más sofisticado. Cables de corriente y conductos serpenteaban por
el suelo y convergían en el centro de aquel espacio, donde se abría
un enorme agujero circular rodeado por una barandilla y más
instrumentos.
—Esto es el sector Amarillo —dijo Rush con
una nota de orgullo en la voz—, el corazón de la excavación.
Fue hacia el centro de la estancia. Logan lo
siguió abriéndose camino con cuidado en aquel mar de cables. Había
varias personas alrededor del agujero central: algunos atendían los
instrumentos; otros, vestidos con traje de submarinismo,
conversaban en voz baja sentados en bancos. Una mujer con uniforme
de enfermera tecleaba en un ordenador junto a un pequeño puesto de
primeros auxilios.
Logan se acercó al agujero y se asomó. Tenía
al menos tres metros de diámetro. La pardusca superficie del Sudd
estaba a menos de sesenta centímetros del borde del pozo. Sus
miasmáticos vapores le asaltaron la nariz igual que un aliento
fétido. Dos escalerillas metálicas bajaban hacia sus turbias
profundidades junto con varios cables gruesos.
Rush señaló el agujero con un gesto de la
cabeza.
—Nuestra conexión con la marisma. La
llamamos la Boca.
—¿La Boca?
Rush forzó una sonrisa.
—Bastante apropiado, ¿no te parece?
Logan tenía que admitir que lo era.
Al otro lado del pozo había un gran monitor
de pantalla plana conectado a varios ordenadores. En él aparecía
algo que a Logan le hizo pensar en un tablero de ajedrez y una
especie de billete de lotería: un damero de diez cuadrados por lado
y de distintos colores. En algunos de los cuadrados había extraños
símbolos; en otros, pequeños logotipos y líneas de texto. Los demás
estaban vacíos.
Junto al monitor había una escalera sobre
ruedas de tipo industrial, como las que se utilizan para llenar los
estantes de los almacenes. De pie, en lo alto de la escalera, se
hallaba un hombre con los brazos cruzados sobre el amplio y fuerte
pecho y un puro en la boca a pesar de los letreros de prohibido
fumar que había por todas partes. Era calvo, su cráneo brillaba
bajo los paneles fluorescentes, y había pasado tantos años al sol
que tenía la piel del color del tabaco de mascar. Aunque no medía
más de un metro sesenta, irradiaba autoridad y seguridad en sí
mismo.
Rush rodeó la Boca y se detuvo al pie de la
escalera.
—Hola, Frank —dijo al tipo de arriba—.
Quisiera presentarte a alguien.
El hombre los miró desde lo alto. Luego echó
un vistazo atento alrededor, escrutándolo todo, como si quisiera
tener la seguridad de que todo estaba bajo control. Y entonces por
fin bajó de la escalera dando caladas a su puro.
—Jeremy —dijo Rush—, te presento a Frank
Valentino. Al mando del lugar de excavación y de buceo.
Valentino se quitó el cigarro de la boca,
miró el mordisqueado extremo con aire pensativo, se lo llevó de
nuevo a los labios y tendió su recia mano.
—Frank —siguió Rush—, este es Jeremy Logan.
Llegó conmigo anoche.
El interés de Valentino pareció crecer
ligeramente.
—Sí, he oído hablar de usted —dijo. Tenía
una voz muy grave y sin acento—. El especialista en
fantasmas.
Logan permaneció muy quieto. Y entonces, de
repente, levantó las manos, se inclinó hacia Valentino y
exclamó:
—¡Buuu!
Valentino retrocedió de un salto.
—Madonna!
—masculló al tiempo que se santiguaba.
Con el rabillo del ojo, Logan vio que Rush
contenía la risa.
Por encima de las conversaciones de fondo de
los mecánicos y los buzos, oyó una voz que surgía de una radio
situada junto al gran monitor. La voz sonó de nuevo.
—Romeo Foxtrot Dos, bajando.
—Romeo Foxtrot, conforme —respondió el
operador de radio—. Tu señal es de cinco sobre cinco.
Rush señaló la Boca.
—Hasta que localicemos la tumba, aquí es
donde se realiza todo el trabajo cartográfico y de
exploración.
—Pero el Sudd es muy extenso —objetó Logan—.
¿Qué os ha llevado a establecer aquí el lugar de excavación?
—Tina Romero te lo explicará. Baste decir
que la ubicación inicial era un cuadrado de varios kilómetros por
lado. Gracias a los especialistas y a... otras consideraciones se
ha reducido a un kilómetro.
—Un kilómetro cuadrado —repitió Logan
meneando la cabeza con admiración.
Rush señaló el gran monitor.
—Lo que ves ahí es la reproducción del fondo
del Sudd: el kilómetro cuadrado que tenemos bajo nuestros pies
dividido en una cuadrícula de diez por diez. Utilizamos un satélite
GPS para explorar con total precisión cada cuadrícula. Los buzos
bajan para limpiar la zona y comprobar si hemos dado con
algo.
—Romeo Foxtrot, Eco Bravo —dijo el operador
de radio—. Dadme vuestra posición.
Al cabo de unos segundos, la radio crepitó
de nuevo.
—Aquí Romeo Foxtrot. Estamos a nueve metros
y bajando.
—¿Capacidad de la burbuja?
—Ochenta y dos por ciento.
—Vigila esa burbuja, Romeo Foxtrot.
—Entendido.
Rush se volvió hacia Logan.
—Lo que estás oyendo es la comunicación con
el equipo de buceo que está abajo —le explicó—. Bajan por parejas
por razones de seguridad. Utilizan un equipo especial para poder
orientarse. No te imaginas lo que es sumergirse en el Sudd: está
completamente oscuro, todo es cieno y arenas movedizas, no hay
forma de distinguir entre arriba y abajo...
—Has dicho que los buzos limpian y
exploran... —dijo Logan.
—Sí —repuso Rush—. Verás, aquí hubo un
volcán prehistórico. En la época de Narmer el volcán ya había
desaparecido, pero dejó su rastro en forma de túneles de lava
subterráneos. Nuestra teoría es que el faraón escogió uno de esos
tubos para construir su tumba y después ordenó a su gente que lo
ampliara y reforzara. Una vez sellada la tumba, el fango y las
aguas del Sudd habrían hecho el resto del trabajo. Así pues, lo
primero que hacemos cuando nos trasladamos a una nueva sección de
la cuadrícula es eliminar la acumulación de depósitos sedimentarios
del lecho de la marisma.
—Ese es el trabajo de Big Bertha —dijo
Valentino con una sonrisa mientras señalaba por encima del hombro
con el pulgar.
Logan vio en las oscuras profundidades de la
enorme sala una extraña máquina que parecía un cruce entre una
máquina pulidora y una motonieve.
—Narmer creía que su tumba permanecería
oculta eternamente —siguió Rush—. No podía imaginar la tecnología
que tenemos a nuestra disposición: radares, equipos de buceo,
GPS...
—Aquí Romeo Foxtrot —interrumpió la voz
áspera y metálica—. El mecanismo de burbuja parece que no funciona
bien. La lectura indica cuarenta y tres por ciento.
El operador de radio miró a Valentino, que
asintió.
—¿Profundidad? —preguntó por el
micrófono.
—Diez metros y medio.
—Vigiladlo —dijo el operador de radio—. Si
baja de veinticinco por ciento lo dejáis.
—Conforme.
Rush prosiguió con su explicación.
—El Big Bertha elimina los sedimentos.
Después examinamos ese cuadrado para ver si hemos encontrado algo,
agujeros o túneles en el lecho de la marisma. Si no hallamos nada,
marcamos el cuadrado como explorado y pasamos al siguiente de la
cuadrícula. Si damos con un túnel, lo marcamos como «Búsqueda» para
el siguiente equipo de buzos.
—Podemos encontrar una poza —dijo Valentino—
o podemos no encontrar nada. Pero tenemos que examinar cada uno de
ellos. A veces los túneles se ramifican. En ese caso debemos hacer
el mapa correspondiente.
Rush señaló nuevamente el monitor.
—Y los resultados aparecen con precisión
arqueológica en esa gran pantalla y en el exhibidor cartográfico
principal que hay en el Centro de Operaciones.
—¿Habéis encontrado algo ya?
Rush negó con la cabeza.
—¿Y qué proporción de la cuadrícula lleváis
explorada hasta el momento?
—Un cuarenta y cinco por ciento —contestó
Valentino—. Esta noche, si Madonna
quiere, habremos llegado al cincuenta.
—A eso se le llama trabajar deprisa —comentó
Logan—. Yo creía que...
Una voz chillona en la radio lo
interrumpió.
—Aquí Eco Bravo. Tengo un problema con el
regulador.
—Comprueba la válvula de purgado —contestó
el operador de radio.
—Ya lo he hecho, y nada.
Logan miró rápidamente a Rush.
—Seguramente no es nada —dijo el médico—.
Como imaginarás, los equipos sufren en estas condiciones. En
cualquier caso, los respiradores están diseñados para permanecer
abiertos aunque fallen. Incluso suponiendo que se estropeen siguen
suministrando aire.
—Eco Bravo a base —dijo la voz—. ¡No me
llega aire!
Valentino se acercó de inmediato a la radio
y cogió el intercomunicador.
—Soy Valentino. Utiliza tu segundo nivel de
reserva.
—¡Es lo que estoy haciendo, pero no me llega
aire! ¡Creo que la tapa está rota!
El pánico del buzo era evidente incluso por
radio.
—Romeo Foxtrot —llamó Valentino—, ¿ves a Eco
Bravo? Su regulador no funciona y la reserva tampoco. Tienes que
compartir el aire con él. ¿Lo ves? ¡Cambio!
—Aquí Romeo Foxtrot —respondió la otra voz
amplificada por radio—. No veo rastro de él. Creo que está purgando
y subiendo.
—¡Dios mío! —exclamó Rush—. Forsythe se ha
dejado llevar por el pánico y ha olvidado las normas de seguridad.
—Se volvió hacia la enfermera—. Consiga un equipo de reanimación y
al personal necesario. Ya. ¡Y que traigan el drenaje
torácico!
—¿Qué ocurre? —preguntó Logan.
—Si el buzo recuerda las normas de
seguridad, no pasará nada; pero si se deja llevar por el pánico y
sube a la superficie conteniendo la respiración... —Rush calló un
momento—. Por cada diez metros que desciendes, el aire de los
pulmones pierde la mitad de su volumen por la presión. Estaban a
diez metros y medio. Si sube a la superficie con todo ese aire en
los pulmones...
—El aire se expandirá hasta el doble de su
volumen —dijo Logan.
—Y le reventará los pulmones.
Con expresión seria, Rush corrió hacia el
puesto de primeros auxilios, donde la enfermera hablaba
frenéticamente por teléfono.