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EN la tercera cámara reinaba
un silencio de sorpresa y confusión. Logan vio cómo Porter Stone
caía de rodillas ante el gran cofre de ónice y no supo si era por
agotamiento, decepción u otra emoción distinta. Stone dejó los dos
objetos en el suelo sin decir palabra.
Logan paseó la vista alrededor, las negras
superficies de la cámara apenas brillaban bajo la luz de las
linternas. Miró los puñados de cáñamo esparcidos en desorden por el
suelo. Miró el camastro del fondo con lo que en su día debieron de
ser una bonita sábana y una bonita almohada. Miró la mesa ribeteada
de oro y los papiros cuidadosamente dispuestos encima. Miró las
pequeñas cajas doradas, antes selladas pero en ese momento
mostrando su contenido: espirales de cobre, un trozo de hierro
meteórico, filamentos de oro. Por último, sus ojos se posaron en
los dos artefactos —no se le ocurría otra palabra para
describirlos— que yacían a los pies de Stone: el cuenco blanco con
los filamentos y el objeto esmaltado en rojo. Ambos descansaban en
la malla de oro que los había protegido: enigmas de hacía cinco mil
años que los desafiaban a desentrañar sus secretos.
En conjunto aquello no podía ser más
extraño.
Desde el primer momento todo lo relacionado
con la tumba de Narmer había sido inusual. Si bien tenía muchos
puntos en común con las tumbas de los reyes que le sucedieron
siglos después, en muchos sentidos era completamente distinta. Para
empezar, habían hallado la momia en la segunda cámara, no en la
tercera. El sentido común dictaba que en la última cámara se
hallaba lo más importante para la vida de ultratumba, lo más
decisivo. Logan observó una vez más los papiros y los objetos de
metal, pero fue incapaz de imaginar qué podían ser.
Contempló de nuevo los dos artefactos. Uno
blanco y el otro rojo..., como las coronas del Alto y el Bajo
Egipto.
—Coronas... —musitó.
La suya fue la primera voz que rompió el
silencio. Varias cabezas se volvieron para mirarlo. La de Stone no
fue una de ellas.
—¿Sí? —murmuró Stone sin darse la
vuelta.
—Estos dos objetos... Sean lo que sean,
sabemos que estaban pensados para ser llevados en la cabeza. Así es
como aparecen en las pinturas de la primera cámara.
Stone no respondió, se limitó a menear la
cabeza.
—No pueden ser sino coronas —prosiguió
Logan—. Uno es rojo y el otro es blanco, como corresponde. Y según
las representaciones que hemos visto, incluso tienen cierto
parecido con los elementos de la doble corona.
—No son coronas —replicó Stone en tono grave
y distante—. Son inventos de un rey loco mimado por sus sacerdotes.
No son más que juguetes. No me extraña que los descendientes de
Narmer rompieran con sus métodos.
—Reconozco que son raras —repuso Logan—.
Carecen de la decoración y el estilo propios de una corona, pero
tienen que ser muy valiosas, mucho. De lo contrario, ¿por qué las
habrían depositado en el lugar más sagrado de la tumba? ¿Por qué
las habrían envuelto tan magníficamente? ¿Por qué las habrían
protegido con una maldición tan terrible?
—Porque Narmer se volvió loco —respondió
Stone con amargura—. Tendría que haberlo imaginado. ¿Por qué otro
motivo habría querido que lo enterraran en estos parajes
abandonados de la mano de Dios, a miles de kilómetros de su reino?
¿Por qué iba a romper con una tradición que se prolongaría durante
milenios?
—Narmer era la tradición —intervino Rush sin
levantar la voz—. Fueron sus descendientes quienes la rompieron, no
al revés.
Durante esa discusión, Tina había vuelto a
acercarse a la mesa ribeteada de oro y estudiaba los papiros con
aire de intensa concentración. De repente se incorporó y se volvió
hacia sus compañeros.
—Creo que ya lo entiendo —anunció.
Todas las miradas convergieron en
ella.
—Ya he comentado en alguna ocasión que los
faraones del Antiguo Egipto estaban interesados en las experiencias
cercanas a la muerte, lo que ellos llamaban «la segunda región de
la noche». Sin embargo, si he interpretado correctamente estos
textos, lo que sentían era algo más que interés. Según parece, los
faraones, o al menos Narmer, la practicaban regularmente.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Stone—. ¿Cómo
se puede practicar una experiencia cercana a la muerte?
—Solo estoy explicando lo que dicen los
papiros —contestó Tina, blandiendo uno de ellos para dar más
énfasis a sus palabras—. Se menciona ib
una y otra vez. Ib... significaba
«corazón». Los antiguos egipcios creían que el corazón, no el
cerebro, era la sede de las emociones, el pensamiento y el
conocimiento; el corazón era la llave del alma, crucial para la
supervivencia en la otra vida. Pero el ib
de estos textos no aparece mencionado en términos religiosos. Más
bien se lo describe en... —dudó, buscando la palabra adecuada— en
términos clínicos. —Dejó a un lado el papiro—. Ya dije antes que
estos rollos parecen más un conjunto de instrucciones que de
ensalmos.
—¿Instrucciones? —La voz Stone estaba
cargada de escepticismo—. ¿Instrucciones para qué?
No hubo respuesta.
—Suena paradójico —dijo entonces Logan
volviéndose hacia la egiptóloga—. Dices que los antiguos egipcios
creían que el corazón era crucial para sobrevivir en el otro
mundo.
Tina asintió.
—Una vez en el inframundo, el corazón del
faraón era sometido al juicio de Anubis en una ceremonia que se
conocía como «pesar el corazón». Al menos esa era la creencia de
los egipcios posteriores a Narmer.
—Sin embargo la muerte sobreviene cuando el
corazón se para. ¿De qué podía servirle a Narmer en el otro mundo
un corazón que había dejado de latir...? —Logan se interrumpió—. Un
momento. ¿Qué es lo que dijiste antes? ¿Algo así como que esta
tumba parecía un ensayo de la muerte de Narmer, de su tránsito al
otro mundo? Una especie de ensayo controlado, ¿no?
La egiptóloga afirmó con la cabeza.
Logan la miró y luego volvió a pasear la
vista por los objetos de la tumba, miró de nuevo a Tina y de
repente lo comprendió con la cegadora claridad de un
relámpago.
—Dios mío... —susurró—. La pila de
Bagdad.
Nadie se movió. Entonces Stone se levantó
con la misma lentitud con la que se había arrodillado y se volvió
hacia Logan.
—Poco antes de la Segunda Guerra Mundial
—prosiguió este—, se hallaron unos extraños objetos en una aldea
cerca de Bagdad. Eran muy antiguos y su función no estaba clara.
Uno de ellos era un recipiente de terracota; otro, una lámina de
cobre en forma de cilindro rematado por una barra de hierro. Había
más. Nadie les prestó atención hasta que el director del Museo
Nacional de Irak se tropezó con ellos en una de las colecciones.
Publicó un ensayo en el que exponía la teoría de que dichos
artefactos, debidamente llenos de ácido cítrico, vinagre o
cualquier líquido capaz de generar voltaje electrolítico,
funcionaron como una primitiva pila galvánica. Una batería.
Todos lo observaban sin decir palabra.
—He oído esa historia —dijo al fin Stone—.
Esa pila era pequeña y poco potente. Es posible que se utilizara
para galvanizar ciertos objetos.
—Es verdad —convino Logan—. La batería era
poco potente, pero no tenía por qué serlo necesariamente.
—Madre mía... —susurró Tina señalando los
objetos que yacían a los pies de Stone—. ¿Acaso quieres decir
que...?
Logan cogió con cuidado el objeto esmaltado
en rojo y rematado por la barra de hierro con su espiral de cobre.
Luego cogió el cuenco de mármol del que colgaban los filamentos de
oro. A continuación, con suma cautela, colocó el artefacto rojo
encima del blanco. Encajaron perfectamente.
—La doble corona —dijo Tina.
—Exacto —convino Logan—. Pero una corona con
un propósito muy especial, casi divino. Fijaos en los elementos que
la componen... Cobre. Hierro. Oro. Añade zumo de limón o vinagre y
tendrás una pila mucho más potente que la que se encontró enterrada
en Mesopotamia.
—Esa urna... —dijo Tina—. La urna del rincón
olía a vinagre...
—¿Y estos filamentos dorados? —intervino
Rush—. ¿Crees que podrían haber servido de... electrodos?
—Sí —afirmó Logan—. Colocados debidamente en
el pecho podrían haber sido utilizados para detener el
corazón.
—Detener el corazón —repitió Stone—. Un
ensayo controlado de la muerte.
—Quizá más de uno —dijo Logan—. No hay más
que ver los materiales almacenados en esas cajas doradas.
Stone tendió las manos, y Logan le entregó
la extraña corona.
—Un ensayo controlado de la muerte —repitió
Stone mientras la acariciaba.
—Es posible que se tratara de algo más
—declaró Tina—. Recordad la gran importancia que los egipcios
atribuían al corazón. Quizá el hacer que dejara de latir y a
continuación reanimarlo no solo fuera un modo de preparar el
tránsito de Narmer, sino también de confirmar su divinidad.
—Claro —repuso Stone—, y no solo una manera
de establecer su divinidad, sino la de su descendencia.
Logan observó al director de la expedición.
Durante los últimos minutos su voz se había ido animando y sus
gestos eran más enérgicos. Si bien era verdad que lo que había
encontrado no era la doble corona llena de joyas que esperaba, en
cierto sentido podía tratarse de algo mucho más importante.
—Y eso explicaría por qué estas «coronas»
estaban guardadas aquí —prosiguió Tina—, en lo más profundo y
sagrado de la tumba, y por qué la tercera puerta estaba protegida
por una maldición tan terrible. Narmer seguramente temía que si
alguien se apoderaba de la corona y experimentaba con ella el
tránsito al otro mundo llegara a alcanzar el mismo poder que él y
pudiera suplantarlo en este mundo y en el otro.
Logan contempló la doble corona en manos de
Stone. ¿Qué había dicho Jennifer durante la última sesión? «Lo que
da la vida a los muertos y muerte a los vivos.»
¿Cómo había podido saber algo así?
Entonces se le ocurrió algo, algo que no
estaba seguro de querer mencionar. Se aclaró la garganta.
Stone lo miró sin dejar de sostener la doble
corona.
—¿Sí?
Logan se encogió de hombros.
—Hay algo que no dejo de preguntarme. Si
este artefacto fue un invento para que Narmer lo utilizara como una
especie de ensayo de lo que experimentaría tras la muerte del
cuerpo físico, una manera de prepararse para el otro mundo...
Se interrumpió. Todas las miradas estaban
fijas en él.
—Teniendo en cuenta las creencias de los
antiguos egipcios en lo tocante a la naturaleza del alma
—prosiguió—, ¿no podría ser que creyeran que este aparato era capaz
de liberar el alma, su fuerza vital, del cuerpo y..., al hacerlo,
alcanzar al instante la inmortalidad?
El silencio que siguió fue interrumpido por
el chisporroteo de una radio. Uno de los guardias cogió el
intercomunicador que llevaba en el cinturón y habló. Luego escuchó
la respuesta y entregó el aparato a Stone.
—Un mensaje de la estación, señor. Dicen que
es importante.