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EL avión remontó rápidamente
el vuelo desde el aeropuerto de El Cairo y enseguida giró hacia el
Nilo. Volaban hacia el sur, siguiendo los perezosos meandros del
río. Logan miró por la ventanilla y contempló la lenta y pardusca
superficie. Se mantenían a unos pocos miles de metros de altitud,
de manera que podía distinguir claramente los dhows y los cruceros fluviales que surcaban sus
aguas y dejaban su estela a su paso por las zonas manchadas de rojo
fruto de los pétalos del loto. A lo largo de las orillas, encajados
entre una red de canales de riego, había verdes campos de cultivo y
plantaciones de plátanos y granadas.
Rush se disculpó un momento y fue a la
cabina para hablar con la tripulación. Logan no tuvo inconveniente;
necesitaba un poco de tiempo para digerir lo que acababan de
explicarle.
El huesudo y frágil señor Stone le había
impresionado profundamente. Rara vez las primeras impresiones
resultaban engañosas. Para seguir aquella insignificante pista
hasta sus últimas conclusiones hacían falta una pasión y una
determinación increíbles.
Y lo mismo podía decirse del descubrimiento:
la tumba auténtica del primer faraón de Egipto, el rey-dios Narmer,
y su misterioso contenido... Podía ser el Santo Grial de la
egiptología.
Poco a poco el verdor de las orillas fue
menguando y las palmeras y los campos cedieron paso a los juncales
de papiro. Rush regresó de la cabina.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, me prometí
que no te lo preguntaría, pero no puedo resistirme. ¿Cómo demonios
lo haces?
—¿Hacer qué? —preguntó Logan, esquivo.
—Ya sabes. Lo que haces. Por ejemplo, ¿cómo
exorcizaste al legendario fantasma que tuvo embrujada a la
Universidad de Exeter durante más seiscientos años? ¿O
cómo...?
Logan lo interrumpió con un gesto de la
mano. Sabía que tarde o temprano aquellas preguntas llegarían,
siempre era así.
—Bueno... Tienes que jurarme que guardarás
el secreto.
—Por supuesto.
—Entenderás que no se lo puedes contar a
nadie...
Rush asintió muy serio.
—Muy bien. —Logan miró en derredor con aire
desconfiado; después se inclinó hacia delante como si fuera a
revelar un secreto—. Dos palabras —susurró—. Vida ordenada.
Rush lo miró sin comprender durante un par
de segundos. Luego sonrió y meneó la cabeza.
—Me está bien empleado por preguntar.
—Hablo en serio, no tiene nada que ver con
ristras de ajos ni con brebajes de polvos mágicos. Solo se
requieren conocimientos extensivos de ciertos asuntos, algunos de
ellos obvios, como la historia y la teología comparada; otros no
tanto, como la astrología y las... artes secretas. También es
importante tener una mente abierta. ¿Has oído hablar de la navaja
de Occam?
Rush asintió.
—«Entia non sunt multiplicanda praeter
necessitatem.» La explicación más sencilla suele ser la correcta.
Pues bien, en mi trabajo acostumbro a utilizar el enfoque
contrario. La explicación correcta es a menudo la más inesperada,
la más inusitada..., al menos para gente como nosotros, modernos,
educados en la cultura occidental, fuera de sintonía con la
naturaleza, y ansiosos ante las prácticas y las creencias de la
Antigüedad. —Hizo una pausa—. Tomemos por ejemplo el fantasma de
Exeter que acabas de mencionar. Tras investigar a conciencia en los
archivos de la ciudad y preguntar a la gente por las antiguas
tradiciones locales, supe de cierto asesinato de una supuesta bruja
que se produjo con el beneplácito de la comunidad alrededor de
1400. Eso me proporcionó todo lo que necesitaba. Tras localizar la
tumba de la bruja, bastaron una serie de rituales y de productos
químicos.
—¿Quieres decir...? —Rush parecía atónito—.
¿Quieres decir que realmente había un fantasma?
—Claro. ¿Qué esperabas?
Siguió un largo silencio. Al cabo de un par
de minutos, Logan cambió de postura.
—Volvamos al asunto que nos ocupa. La
historia de Stone es impresionante, pero plantea casi más preguntas
que respuestas, y no solo en lo que se refiere al contenido de la
tumba. Por ejemplo, ¿cómo descubrió su ubicación? Un ostracón puede
ser una herramienta fascinante, pero no es lo que se dice un mapa
de carreteras.
Rush parecía perdido en sus pensamientos,
pero enseguida regresó al presente.
—Desconozco los detalles. Stone ha invertido
muchísimos recursos, tanto económicos como logísticos, pero lo ha
hecho con discreción, por supuesto. Sé que empezó estudiando los
movimientos de Petrie. Una vez que el antiguo egiptólogo descifró
el ostracón, ¿cómo supo dónde buscar? No se habría marchado de
Egipto con tanta prisa de no haber tenido una idea bastante exacta.
Así pues, Stone empezó a juntar unos hechos con otros e inició la
búsqueda en el templo de Horus de Hieracómpolis.
—¿Dónde?
—En la capital del Alto Egipto, el hogar del
faraón Narmer antes de que invadiera las fértiles tierras del norte
y unificara el país. Allí fue donde se descubrió la Paleta de
Narmer a finales del siglo XIX. Se sabe que Petrie llegó hasta allí
en sus primeras expediciones hacia el sur.
—La ciudad más importante para el faraón
—dijo Logan—. Cuna de la Paleta de Narmer y supongo que también del
ostracón. Uno de los centros que investigó Petrie. Entonces ¿la
tumba de Narmer está en Hieracómpolis?
Rush negó con la cabeza.
—Hieracómpolis es el lugar donde estaba el
documento que nos llevó a la tumba.
Logan reflexionó.
—Claro —dijo—. No podía ser Hieracómpolis.
Dijiste que no era algo tan sencillo como Egipto. —Miró a Rush de
soslayo—. ¿Qué quisiste decir exactamente con eso?
El médico se rió por lo bajo.
—Has tardado en preguntármelo. Hablaremos de
ello en el barco.
—¿El barco?
Justo cuando Rush asentía, Logan notó que el
avión iniciaba el descenso. Miró por la ventanilla y vio que el
Nilo se había ensanchado hasta convertirse en el lago Nasser. Un
cuarto de hora después habían aterrizado en un aeropuerto sin
nombre situado más allá del lago y que no era más que una simple
pista rodeada de desierto. Bajaron del avión y subieron a un jeep
que los esperaba. El chófer sacó el equipaje de Logan y una gran
caja de metal sin distintivos de la bodega del avión y lo metió
todo en el maletero, luego subió al coche y partieron en dirección
oeste, hacia el río. El sol era una implacable bola blanca que
abrasaba el suelo con sus rayos de mediodía. Llegaron al río en
cuestión de minutos. Unas cuantas ibis volaban sobre el agua. En la
distancia se oyó el bramido de un hipopótamo. El jeep se detuvo
junto a un muelle que parecía tan desierto como la pista de
aterrizaje. Rush se apeó y guió a Logan hacia la embarcación más
extraña que este había visto en su vida.
Medía al menos veinticinco metros de eslora,
pero era de manga estrecha teniendo en cuenta su longitud. Para su
tamaño tenía muy poco calado. Logan calculó que no más de sesenta
centímetros. La superestructura consistía en una construcción de
dos alturas que ocupaba toda la superficie de cubierta. A ambos
lados de la proa había dos pequeñas plataformas, descubiertas y
suspendidas sobre el agua, que le hicieron pensar en cofas de
vigía. Pero el rasgo más extraordinario del barco se encontraba en
la popa: una enorme jaula de acero de forma cónica, cuyo extremo
más estrecho miraba hacia proa, tan grande como una cápsula Gemini
del espacio, y más o menos con la misma forma. En su interior
albergaba una hélice de cinco palas de aspecto siniestro. Todo el
conjunto estaba montado de forma permanente en la sección de popa
de la cubierta principal.
—Madre mía... —dijo Logan desde el muelle—.
Un hidrodeslizador hinchado de anabolizantes.
—Buena descripción —dijo una voz
ronca.
Logan vio que un individuo había aparecido
en la entrada de la superestructura. Aparentaba unos cincuenta
años, era de complexión mediana, tenía los ojos hundidos y barba
blanca y corta. El hombre fue hasta la pasarela de embarque y les
invitó a subir a bordo.
—Te presento a James Plowright —dijo Rush—.
El piloto de la expedición.
—Menuda embarcación —comentó Logan.
—Ajá —asintió Plowright.
—¿Qué tal se maneja? —preguntó Logan.
—Bastante bien. —Al fuerte acento escocés de
Plowright se sumaba la parquedad de palabra que solía acompañar a
ese rasgo.
Logan se fijó en la hélice.
—¿Qué motor lleva?
—Una turbina Lycoming P-cincuenta y tres
sacada de un helicóptero Huey.
Logan silbó.
—Ven por aquí —le dijo Rush. Luego se volvió
hacia Plowright—. Zarpa cuando todo esté listo, Jimmy.
El escocés asintió.
Rush encabezó la marcha por la cubierta.
Dado el tamaño de la embarcación y su reducida manga, el pasillo
era estrecho, y Logan agradeció que hubiera pasamanos. Dejaron
atrás varias puertas hasta que Rush se metió por una de ellas y lo
hizo pasar a un espacio en penumbra. Cuando sus ojos se adaptaron a
la luz, Logan vio que se hallaban en un confortable salón amueblado
con sofás y bancos de piel. Cuadros con motivos náuticos y
deportivos decoraban las paredes. Olía a cuero curtido y a
repelente de insectos.
El conductor del jeep depositó el equipaje
de Logan y la caja metálica en un rincón, se despidió con un saludo
de la cabeza y salió.
Logan señaló la caja.
—¿Qué hay ahí? —preguntó.
Rush sonrió.
—Discos de memoria con los archivos de los
casos que hemos estudiado en el Centro. No puedo abandonar
completamente mi trabajo mientras estoy aquí.
Logan oyó un débil sonido proveniente de la
zona de popa. El motor se puso en marcha con un aullido. La
embarcación se alejó del muelle con un ligero estremecimiento y se
dirigió río arriba, hacia Sudán.
—Tenemos dos naves como esta, construidas
especialmente para la expedición —explicó Rush mientras se sentaban
en uno de los bancos—. Las utilizamos para transportar cosas hasta
la excavación. Cosas demasiado pesadas o demasiado delicadas para
lanzarlas en paracaídas: los equipos de alta tecnología, por
ejemplo. O el personal especializado.
—Me cuesta imaginar una excavación que
requiera una embarcación como esta.
—Cuando la veas, lo comprenderás
perfectamente. Te lo prometo.
Logan se recostó en el banco de piel.
—De acuerdo, Ethan. Ya he conocido a Stone.
Ya sé lo que estáis buscando. Creo que ha llegado el momento de que
me digas adónde vamos.
Rush sonrió apenas.
—¿Has oído alguna vez la expresión «el
infierno en la tierra»?
—Claro.
—Bien, pues prepárate. Porque ahí es
exactamente adonde vamos.