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A las dos de la mañana la
estación dormía inquieta bajo una gran luna amarilla. En el Centro
de Operaciones, unos cuantos técnicos preparaban las cosas para las
tareas de la mañana siguiente: romper los últimos sellos y abrir la
tercera puerta. Había centinelas en la Boca, en la plataforma del
Umbilical y en la sala de comunicaciones. Aparte de eso, todo
estaba en silencio.
Una figura solitaria recorría los pasillos
del sector Rojo. Vestida con una bata blanca de laboratorio, era
como cualquiera de los que frecuentaban los laboratorios durante el
día. Solo sus movimientos resultaban diferentes. Caminaba con
cautela, sigilosamente, se detenía en cada esquina y solo seguía
adelante cuando se había asegurado de que no había nadie más.
Se acercó a la puerta del laboratorio de
arqueología. Estaba cerrada, pero se había procurado tiempo atrás
una copia de la llave y la abrió con dedos silenciosos. Miró
rápidamente a ambos lados del pasillo, aguzó el oído, se deslizó
dentro y cerró sin hacer ruido.
Sin encender la luz, recorrió las estancias,
llenas de mesas, armarios de reliquias y equipos para su
restauración, hasta que llegó a las instalaciones de almacenamiento
situadas al fondo. Abrió la pesada puerta y entró en el gélido
interior. Solo entonces encendió la linterna. El haz de luz barrió
las superficies de la pequeña habitación y se detuvo en una pared
donde había media docena de grandes cajones empotrados, como los de
una morgue.
Se acercó a ellos rápidamente, los resiguió
con los dedos de una mano, se detuvo en uno, tiró de la manija y lo
abrió con el mayor sigilo posible. A los olores del cuarto —a
polvo, moho y productos químicos— se sumó uno nuevo: el olor de la
muerte.
Dentro yacía la momia del rey Narmer.
Sacó el cajón en toda su longitud e iluminó
el cuerpo del faraón con la linterna. Para llevar cinco mil años
enterrado se encontraba en muy buen estado. Le llamó la atención lo
bien envuelta que estaba la momia. En realidad, lo sorprendente era
que estuviera envuelta... Hasta el Imperio Nuevo, casi mil
quinientos años después, no habría una momia así. Era increíble lo
mucho que los egipcios habían olvidado y aprendido de nuevo... diez
siglos y medio después de la muerte de Narmer. ¿Se debía en parte a
las molestias que se había tomado el faraón para engañar a todos
creando una falsa tumba y hacerse enterrar tan lejos de sus
dominios?
Sin embargo, en esos momentos la figura no
estaba interesada en cuestiones teóricas. Lo que le interesaban
eran los vendajes de la momia y lo que estos contenían.
Los ropajes de la momia habían sido
retirados y lo que quedaba a la vista eran los vendajes de hilo que
la envolvían, brillantes aún por los restos de algún ungüento
antiguo. Metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó varias
bolsas para muestras y un gran escalpelo. Cortó sin miramientos las
tiras que sujetaban a las manos los rollos de papiro que contenían
las invocaciones para un tránsito seguro al mundo de los muertos y
los dejó a un lado. A continuación cortó el collar de oro del que
pendía el escarabajo negro del pecho —colocado sobre el corazón y
grabado con sus propios encantamientos— y guardó ambos objetos en
una de las bolsas. Acto seguido empezó a retirar los vendajes de
los dedos de la momia, y enseguida aparecieron todo tipo de
reliquias: anillos de oro, gemas y cuentas que brillaban a la luz
de la linterna.
La figura rió complacida ante aquellos
hallazgos y los guardó también en las bolsas.
Pasó a ocuparse de la cabeza y, trabajando
aún más deprisa, soltó los vendajes exteriores de sus ataduras de
resina y empezó a retirarlos. Aparecieron más objetos preciosos: un
collar con cabeza de halcón hecho de oro y otro de cerámica. Al
igual que el resto de las reliquias, ambos eran amuletos mágicos
que debían proteger al faraón en su tránsito a la ultratumba. Los
arrancó de entre los vendajes y los metió en la bolsa de pruebas.
Después de tantos años seguían estando pringosos de un ungüento
diferente al que protegía el envoltorio exterior de la momia. Sin
duda se trataba de algún conservante primitivo que carecía del
refinamiento de las preparaciones de las dinastías
posteriores.
La figura siguió retirando los vendajes de
la cabeza y recogiendo reliquias: un escarabajo de resina y una
preciosa diadema con gemas incrustadas. Ambos fueron a parar a la
bolsa.
La primera bolsa de pruebas estaba llena, de
modo que la cerró herméticamente y se la guardó en el bolsillo de
la bata. El tiempo era crucial, y el intruso no tenía intención de
entretenerse mucho más. Ya había conseguido una docena de objetos
valiosos. Una docena más y habría terminado.
Centró su atención en el pecho de la momia.
En sus ropajes todavía se podía ver una pintura de Osiris. Teniendo
en cuenta tan anacrónico hallazgo, cabía la posibilidad de que el
cetro y el cayado del faraón estuvieran ocultos entre los vendajes
de lino. De ser así, sería un descubrimiento magnífico.
Cogió el escalpelo y se puso manos a la
obra. Tenía los dedos pegajosos de ungüento y sus movimientos eran
más lentos y toscos. Sin mostrar el menor respeto hacia el faraón
muerto siglos atrás, hizo un profundo corte en los vendajes que
cubrían el pecho. El olor de la muerte se hizo más intenso.
Inmediatamente aparecieron objetos de oro entre los pliegues.
Identificó una daga, una cadena de oro y distintos amuletos muy
trabajados. Pero... ¿qué era eso apenas visible en lo más profundo
de los vendajes? ¿Se trataba acaso de un gran pájaro ba de oro con piedras preciosas incrustadas en las
alas?
Dejándose llevar por el frenesí, sus dedos
escarbaron entre los vendajes y empezó a sacar objetos y a
guardarlos en otra bolsa. Las reliquias estaban pringosas de un
ungüento pardusco y repugnante, pero ya tendría tiempo para
lavarlas. Se limpió las manos en la bata y se dispuso a cortar las
últimas capas de vendas.
Un momento... Algo no iba bien. ¿Qué era esa
extraña sensación de calor cosquilleante que parecía surgir de
dentro? ¿Qué era ese espantoso olor a azufre o a algo peor que
empezaba a llenar la habitación?
La figura dio un paso atrás, asustada. Pero
era demasiado tarde. El calor se transformó en llamas y en humo.
Abrió la boca para jadear, pero el jadeo se convirtió en un aullido
que fue creciendo a medida que el dolor aumentaba y atenazaba al
ladrón de tumbas en un torniquete de insoportable agonía.