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CORY Landau, sentado con los
pies en una de las consolas en el Centro de Operaciones, tomaba
sorbos de una botella de medio litro de Jolt Wild Grape. Hacía poco
que había acabado de leer La casa en el confín
de la Tierra y se sentía francamente alterado. Faltaban cuatro
horas para que terminara su turno y no se había llevado ninguna
lectura. La quietud que reinaba en la sala le atacaba los nervios,
así que, para distraerse, había empezado a repasar las grabaciones
de vídeo de las distintas cámaras de seguridad repartidas por la
estación. Todo estaba deprimentemente tranquilo. En el Centro de
Inmersiones había mucha actividad, pero se trataba de técnicos que
supervisaban los controles alrededor de la Boca. En cuanto a la
tumba, en la cámara número dos habían apagado las cámaras de
videovigilancia por orden de Stone, de modo que no había nada que
ver. Hacía unos minutos había habido cierta agitación en los
laboratorios de arqueología del sector Rojo, pero todo había vuelto
a la normalidad. En conjunto, parecía como si la estación estuviera
conteniendo el aliento a la espera de noticias del grupo que había
entrado en la tercera cámara de la tumba.
Tomó otro trago, suspiró, se retorció el
bigote a lo Zapata y fue alternando las grabaciones de vídeo como
si zapeara los canales de un televisor. No reparó en Jennifer Rush
cuando esta entró sin hacer ruido. No se dio cuenta de que se
acercaba lentamente a la batería de consolas y que vacilaba un
momento, como si las estudiara. Y tampoco vio cómo levantaba la
tapa protectora de plástico rojo de una de ellas y pasaba el
interruptor que había debajo de la posición on a off. Únicamente
fue consciente de su presencia cuando ella se apartó de la consola
y, al alejarse, tropezó con unos instrumentos y tiró unos cuantos
cables al suelo.
—¡Eh! —exclamó Landau, al tiempo que se daba
la vuelta bruscamente y la bebida se le derramaba en la mano.
Sonrió al ver que se trataba de Jennifer, la
mujer del médico de la expedición. Se había fijado en que era una
verdadera belleza, pero su actitud distante y su reserva lo
intimidaban. Le extrañó que fuera vestida con un camisón de
hospital, pero le pareció bastante sugerente.
—Hola —le dijo—. Su marido está abajo con el
resto del grupo, ¿verdad? Si ha venido a ver el regreso de los
héroes conquistadores puedo ofrecerle un asiento en primera fila.
—Señaló una silla vacía junto a la suya.
Jennifer Rush no contestó. Pasó ante el
técnico y salió por la otra puerta. Llevaba algo en la mano.
Al principio Landau pensó que estaría
preocupada por algo o que simplemente no era demasiado simpática;
pocas veces la había visto hablar con nadie..., en realidad pocas
veces la había visto. Entonces se fijó en sus ojos vidriosos y en
sus extraños y mecánicos andares, como si para ella caminar fuera
una novedad.
—Como una cuba —dijo cuando la vio
desaparecer por el pasillo.
No se lo reprochaba. Estar encerrado en el
culo del mundo era motivo suficiente para que a cualquiera le diera
por empinar el codo.
★ ★ ★
Jennifer Rush siguió caminando con paso
inseguro, dejó atrás varias salas de reuniones y llegó a la barrera
que daba acceso a la pasarela de pontones que llevaba al sector
Marrón. Se volvió y abrió la última puerta antes de la barrera, una
pesada compuerta con el rótulo subestación de corriente, sector
blanco. El interior era una densa madeja de cables y luces
parpadeantes. Frente a la pared del fondo, llena de diales e
indicadores, un técnico hacía anotaciones en un sujetapapeles. El
hombre se volvió al oír que la compuerta se abría. La luz era
tenue, pero reconoció a la mujer que se hallaba en el umbral.
—Hola, señora Rush. ¿Puedo ayudarla en
algo?
En lugar de contestar, Jennifer Rush dio un
paso adelante y entró. La escasa luz hacía que sus facciones se
vieran borrosas.
—Enseguida estoy con usted —dijo el
técnico—. Permita que termine de inspeccionar estos controles. Es
mi turno en Procesamiento de Metano y desde hace unos minutos
recibo lecturas de error. —Se volvió hacia los indicadores—. Es
como si los protocolos hubieran sido desconectados. Pero, claro,
eso es imposible, alguien tendría que haberlo hecho a propósito
y...
Oyó un ruido a su espalda y se volvió. La
sonrisa de su rostro fue sustituida en el acto por una expresión de
sorpresa y preocupación. Jennifer Rush había dejado en el suelo los
objetos que llevaba, se había arrodillado ante una fila de válvulas
y estaba girando una de ellas con movimientos mecánicos pero
deliberados.
—¡Eh! —gritó el técnico—. ¡No haga eso!
¡Está abriendo la válvula de descarga de emergencia!
Soltó el sujetapapeles y corrió hacia
Jennifer, que no protestó cuando él la apartó amablemente.
—Será mejor que no haga eso —dijo el hombre
mientras se disponía a cerrar de nuevo la válvula—. Si la abre
empezaremos a liberar metano por toda esta ala y en cuestión de
minutos...
Sintió un impacto brutal en la base del
cuello, una súbita llamarada de dolor, y su campo de visión se
llenó con un estallido de luz que enseguida dio paso a la
oscuridad.
Jennifer Rush observó cómo el técnico se
desplomaba en el suelo metálico de la subestación. Acto seguido
soltó la llave inglesa que había cogido, echó mano a la válvula y
empezó a abrirla de nuevo, dándole vueltas y vueltas.