51

 

 

 

 

 

CORY Landau, sentado con los pies en una de las consolas en el Centro de Operaciones, tomaba sorbos de una botella de medio litro de Jolt Wild Grape. Hacía poco que había acabado de leer La casa en el confín de la Tierra y se sentía francamente alterado. Faltaban cuatro horas para que terminara su turno y no se había llevado ninguna lectura. La quietud que reinaba en la sala le atacaba los nervios, así que, para distraerse, había empezado a repasar las grabaciones de vídeo de las distintas cámaras de seguridad repartidas por la estación. Todo estaba deprimentemente tranquilo. En el Centro de Inmersiones había mucha actividad, pero se trataba de técnicos que supervisaban los controles alrededor de la Boca. En cuanto a la tumba, en la cámara número dos habían apagado las cámaras de videovigilancia por orden de Stone, de modo que no había nada que ver. Hacía unos minutos había habido cierta agitación en los laboratorios de arqueología del sector Rojo, pero todo había vuelto a la normalidad. En conjunto, parecía como si la estación estuviera conteniendo el aliento a la espera de noticias del grupo que había entrado en la tercera cámara de la tumba.
Tomó otro trago, suspiró, se retorció el bigote a lo Zapata y fue alternando las grabaciones de vídeo como si zapeara los canales de un televisor. No reparó en Jennifer Rush cuando esta entró sin hacer ruido. No se dio cuenta de que se acercaba lentamente a la batería de consolas y que vacilaba un momento, como si las estudiara. Y tampoco vio cómo levantaba la tapa protectora de plástico rojo de una de ellas y pasaba el interruptor que había debajo de la posición on a off. Únicamente fue consciente de su presencia cuando ella se apartó de la consola y, al alejarse, tropezó con unos instrumentos y tiró unos cuantos cables al suelo.
—¡Eh! —exclamó Landau, al tiempo que se daba la vuelta bruscamente y la bebida se le derramaba en la mano.
Sonrió al ver que se trataba de Jennifer, la mujer del médico de la expedición. Se había fijado en que era una verdadera belleza, pero su actitud distante y su reserva lo intimidaban. Le extrañó que fuera vestida con un camisón de hospital, pero le pareció bastante sugerente.
—Hola —le dijo—. Su marido está abajo con el resto del grupo, ¿verdad? Si ha venido a ver el regreso de los héroes conquistadores puedo ofrecerle un asiento en primera fila. —Señaló una silla vacía junto a la suya.
Jennifer Rush no contestó. Pasó ante el técnico y salió por la otra puerta. Llevaba algo en la mano.
Al principio Landau pensó que estaría preocupada por algo o que simplemente no era demasiado simpática; pocas veces la había visto hablar con nadie..., en realidad pocas veces la había visto. Entonces se fijó en sus ojos vidriosos y en sus extraños y mecánicos andares, como si para ella caminar fuera una novedad.
—Como una cuba —dijo cuando la vio desaparecer por el pasillo.
No se lo reprochaba. Estar encerrado en el culo del mundo era motivo suficiente para que a cualquiera le diera por empinar el codo.
★ ★ ★
Jennifer Rush siguió caminando con paso inseguro, dejó atrás varias salas de reuniones y llegó a la barrera que daba acceso a la pasarela de pontones que llevaba al sector Marrón. Se volvió y abrió la última puerta antes de la barrera, una pesada compuerta con el rótulo subestación de corriente, sector blanco. El interior era una densa madeja de cables y luces parpadeantes. Frente a la pared del fondo, llena de diales e indicadores, un técnico hacía anotaciones en un sujetapapeles. El hombre se volvió al oír que la compuerta se abría. La luz era tenue, pero reconoció a la mujer que se hallaba en el umbral.
—Hola, señora Rush. ¿Puedo ayudarla en algo?
En lugar de contestar, Jennifer Rush dio un paso adelante y entró. La escasa luz hacía que sus facciones se vieran borrosas.
—Enseguida estoy con usted —dijo el técnico—. Permita que termine de inspeccionar estos controles. Es mi turno en Procesamiento de Metano y desde hace unos minutos recibo lecturas de error. —Se volvió hacia los indicadores—. Es como si los protocolos hubieran sido desconectados. Pero, claro, eso es imposible, alguien tendría que haberlo hecho a propósito y...
Oyó un ruido a su espalda y se volvió. La sonrisa de su rostro fue sustituida en el acto por una expresión de sorpresa y preocupación. Jennifer Rush había dejado en el suelo los objetos que llevaba, se había arrodillado ante una fila de válvulas y estaba girando una de ellas con movimientos mecánicos pero deliberados.
—¡Eh! —gritó el técnico—. ¡No haga eso! ¡Está abriendo la válvula de descarga de emergencia!
Soltó el sujetapapeles y corrió hacia Jennifer, que no protestó cuando él la apartó amablemente.
—Será mejor que no haga eso —dijo el hombre mientras se disponía a cerrar de nuevo la válvula—. Si la abre empezaremos a liberar metano por toda esta ala y en cuestión de minutos...
Sintió un impacto brutal en la base del cuello, una súbita llamarada de dolor, y su campo de visión se llenó con un estallido de luz que enseguida dio paso a la oscuridad.
Jennifer Rush observó cómo el técnico se desplomaba en el suelo metálico de la subestación. Acto seguido soltó la llave inglesa que había cogido, echó mano a la válvula y empezó a abrirla de nuevo, dándole vueltas y vueltas.