30
—¿CUÁNTO durará? —preguntó
Logan a Ethan Rush.
Había oscurecido y caminaban por los
desiertos pasillos del sector Marrón.
—¿Te refieres al período productivo?
—replicó el médico—. Con suerte, cinco minutos. Los preparativos
son mucho más largos.
Se detuvo ante una puerta sin identificar y
miró a Logan.
—Hay unas cuantas normas que debes saber.
Habla en voz baja, despacio y en un tono relajado. No hagas
movimientos bruscos ni nada que pueda perturbar el ambiente. Nada
de encender o apagar luces ni de mover sillas o aparatos.
¿Entendido?
—Perfectamente.
Rush asintió, satisfecho.
—En el Centro hemos aprendido que los
tránsitos «al otro lado» funcionan mucho mejor si están provocados
en un entorno de experiencia cercana a la muerte.
—¿Un entorno? No sé si te entiendo...
—Me refiero a simular la experiencia. Lo
conseguimos induciendo un coma artificial, muy leve, claro,
acompañado de técnicas psicomantéticas. Pronto lo
comprenderás.
Logan asintió. Sabía que los psicomanteos
eran habitaciones o cabinas, con frecuencia oscuras y llenas de
espejos, pensadas para inducir en su ocupante un trance o un estado
de predisposición psíquica que a su vez permitía la apertura de un
portal o de un camino al mundo de los espíritus. Los psicomanteos
habían sido inventados por los antiguos griegos, y algunos seguían
funcionando en Estados Unidos y en otros sitios del mundo. Según se
decía, ayudaban a la gente a ponerse en contacto con los espíritus
de los que habían dejado este mundo. Logan se acordó del espejo que
había visto el primer día en la habitación de Jennifer. Había sido
una de las cosas que lo habían llevado a deducir por qué la mujer
de Rush estaba en la estación.
—¿Provocas un efecto Ganzfeld?
—preguntó.
Rush lo miró intrigado.
—Gracias a las medicinas no es necesario.
Bueno, ahora obsérvalo todo con atención, pero guárdate tus
comentarios hasta que podamos hablar cuando haya terminado. Cuanto
más sepas, más preparado estarás para ayudarla.
Logan asintió.
—Otra cosa —añadió Rush—. No esperes grandes
revelaciones. Ni tampoco que lo que oigas sea del todo coherente. A
veces tenemos que estudiar largo rato las transcripciones para
entenderlas, cosa que no siempre sucede.
Dicho eso, Rush abrió la puerta y entró con
sigilo. Logan lo siguió y enseguida reconoció la estancia. La cama
de hospital con su batería de aparatos e instrumentos médicos. El
gran espejo en la cabecera de la cama. La luz igual de tenue que la
primera vez que había visto la habitación.
Y una vez más Jennifer Rush yacía en la cama
vestida con un camisón de hospital. Tenía adheridos al pecho y en
los brazos los electrodos de un electrocardiograma (ECG), y a sus
sienes los de un electroencefalograma (EEG). El amasijo de cables
grises y rojos parecía fuera de lugar entre sus cabellos color
canela. Le habían puesto una vía intravenosa en la muñeca. Miró a
su marido y después a Logan, pero no dijo nada. Sus ojos tenían un
brillo vidrioso, como si estuviera sedada.
Para sorpresa de Logan, Stone se hallaba
junto a la cabecera de la cama, con una mano en el hombro de
Jennifer. Le dio una palmada tranquilizadora y se apartó. Saludó a
Logan con un gesto de la cabeza y se volvió hacia Rush.
—¿Se lo preguntará? —dijo en voz baja—. ¿Le
preguntará lo de la puerta?
—Sí —contestó el médico.
Stone lo miró un momento, como si fuera a
añadir algo, pero al final se despidió y salió de la habitación sin
hacer ruido.
Rush indicó a Logan que tomara asiento en
una de las sillas junto a la cabecera de la cama. Durante quizá
cinco minutos Rush se dedicó a conectar aparatos, calibrar los
monitores y comprobar los indicadores. La habitación olía
ligeramente a sándalo e incienso.
Al fin, Rush se acercó a la cama con una
jeringa en la mano.
—Jen —le dijo en tono tranquilizador—, ahora
te administraré el Propofol.
No hubo respuesta. Rush insertó la aguja en
la derivación de la vía, y Jennifer se quedó inmóvil, como si
estuviera muerta. Logan miró los instrumentos que había encima de
la cabecera y vio que la presión arterial de Jennifer bajaba y que
su pulso y respiración se reducían a la mitad.
Rush controlaba minuciosamente todos los
parámetros médicos. Nadie hablaba. Al cabo de varios minutos,
Jennifer se agitó levemente. Sin perder un segundo, Rush cogió dos
cables terminados en unos discos de algodón y se los colocó en las
sienes.
Logan lo miró con curiosidad.
—Es un estimulador cortical —explicó el
médico—. Favorece la actividad pineal.
Logan asintió. Sabía que los estudios habían
demostrado los efectos neuroquímicos de la glándula pineal en la
previsualizción y en la actividad psíquica.
Rush regresó al enjambre de aparatos de
monitorización situados a los pies de la cama. Durante un par de
minutos observó cómo su mujer se sumía lentamente en la
semiinconsciencia, luego volvió a la cabecera e insertó una segunda
aguja en la vía.
—¿Más Propofol? —preguntó Logan en voz
baja.
Rush negó con la cabeza.
—No, un sedante no. Mejor Versed. Por los
efectos amnésicos.
«¿Efectos amnésicos? —se preguntó Logan—.
¿Por qué?»
Rush sacó dos objetos del bolsillo de su
bata. Logan vio que uno de ellos era un oftalmoscopio; el otro,
para su sorpresa, era un antiguo amuleto de plata que colgaba de
una cadenita y tenía en su extremo una pequeña vela. El médico
examinó las pupilas de su esposa con el oftalmoscopio. Acto seguido
encendió la vela y la hizo oscilar entre el rostro de Jennifer y el
espejo.
—Quiero que mires este amuleto —dijo con voz
lenta y monocorde—. No mires nada más. No visualices nada más. No
pienses en nada más.
Rush siguió murmurando instrucciones, y
Logan se dio cuenta de que estaba presenciando un proceso de
hipnosis estándar conocido como «texto de fijación visual». Pero
entonces el texto cambió.
—Ahora —dijo Rush—, respira lenta y
profundamente. Deja que tus extremidades se relajen. Relaja los
hombros. Relaja los brazos: primero los dedos, luego las muñecas,
luego los antebrazos. Relaja los pies. Relaja las piernas.
Durante un minuto, quizá dos, en la
habitación no se oyó nada salvo la lenta respiración de
Jennifer.
—Y ahora relaja tu mente. Libérala. Deja que
tu conciencia abandone tu cuerpo. Deja que tu cuerpo se convierta
en un cascarón vacío.
Logan observaba; en la habitación olía a
sándalo. Al cabo de un momento, Rush apagó la vela, dejó a un lado
el amuleto y fue a los pies de la cama para comprobar los
instrumentos. Luego volvió junto a su mujer y esperó.
La respiración de Jennifer empezó a hacerse
más trabajosa, casi estertórea, y la estancia pareció oscurecerse,
como si una misteriosa niebla estuviera invadiéndola.
De repente, Logan se alarmó. No sabía
exactamente por qué, pero por alguna razón su instinto de
supervivencia se disparó a plena potencia. Estuvo a punto de
levantarse y salir corriendo de allí. El corazón le latía
alocadamente, pero se dominó.
La respiración de Jennifer se hizo aún más
trabajosa.
Rush puso en marcha una grabadora digital,
la dejó en una bandeja cercana y se inclinó sobre la cama.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó.
Jennifer movió los labios, como si intentara
formar palabras. Logan vio que apretaba los puños por el
esfuerzo.
—¿Con quién estoy hablando? —repitió
Rush.
Los labios de Jennifer emitieron un sonido
siseante.
—Nut —dijo con una voz seca y distante. ¿O
quizá había dicho «Set»? Logan no estaba seguro. Lo que sí sabía
era que pronunciar aquella sílaba le había supuesto un esfuerzo
enorme.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó Rush
por tercera vez.
Los labios de Jennifer se movieron
nuevamente.
—El... portavoz de... Horus.
Rush ajustó la grabadora con expresión
animada.
Sin embargo Logan no se sentía nada animado.
No era solo por la escalofriante sensación de que algo maligno, muy
parecido a lo que había experimentado con ocasión del incendio del
generador, se había apoderado de la habitación, sino también por la
evidente tensión física y emocional que Jennifer sufría.
—¿Puedes hablarme del sello? —preguntó
Rush—. ¿De la primera puerta?
—La... primera... puerta... —repitió
ella.
—Sí —insistió Rush—. ¿Qué debemos...?
De repente, Jennifer abrió mucho los ojos.
Bajo el resplandor de los instrumentos, sus escleróticas tenían un
desagradable tono verdoso. Los músculos del cuello se le pusieron
tensos como alambres.
—¡Infieles! —exclamó—. ¡Enemigos de Ra! —Su
cabeza se levantó de forma amenazadora de la almohada y varios
cables del EEG se soltaron—. ¡Abandonad este lugar o de lo
contrario aquel cuyo rostro está vuelto hacia atrás beberá vuestra
sangre y arrebatará la leche de la boca de vuestros hijos! ¡Los
cimientos de esta casa serán reducidos a escombros y todos vosotros
sufriréis una muerte infinita en la Oscuridad Exterior!
Logan se levantó de un salto de la silla. La
voz de Jennifer resultaba aún más terrible al tratarse tan solo de
un susurro. Instintivamente le puso la mano encima para
tranquilizarla, pero nada más tocarla se tambaleó como si lo
hubiera fulminado un rayo. Sintió de nuevo aquella presencia,
implacable y violentamente iracunda que irradiaba su odio desde la
oscuridad del abismo. Soltó un gemido y se dejó caer en la
silla.
Las imprecaciones cesaron tan bruscamente
como habían empezado. Jennifer Rush se sumió en el silencio. Su
cabeza cayó en la almohada, ladeada e inerte.
—Ya está —dijo Rush.
Desconectó la grabadora y fue hasta los
monitores situados al pie de la cama. Parecía ajeno al breve pero
terrible drama que Logan acababa de experimentar.
Este se pasó la mano por la frente.
—¿Esto es lo... habitual? —preguntó.
Rush meneó la cabeza.
—El primer tránsito «al otro lado», me
refiero al primero en que estableció contacto, fue muy útil. De
hecho nos ayudó a situar la ubicación de la tumba con bastante
precisión, pero después... —Suspiró—. Ahora es como si esa entidad
supiera quiénes somos y por qué estamos aquí.
Logan miró a Jennifer, tumbada en la cama, y
se sintió aún más estúpido si cabe por haber dado por hecho que
semejantes experiencias le habían resultado agradables y por
haberla felicitado por sus habilidades. Miró a Rush.
—¿Este trauma es realmente necesario?
El médico le devolvió la mirada.
—La mayoría de los contactos que
establecemos en los psicomanteos del Centro son agradables porque
normalmente involucran a seres queridos que acaban de fallecer.
Pero esto... Esto es algo muy diferente. No olvides que Jennifer
apenas guardará recuerdos de este contacto. Para eso es el Versed.
Intentaremos algunos contactos más en los próximos días, y si no
nos sirven de ayuda... —Se encogió de hombros.
Logan contempló de nuevo a la mujer que
yacía en la cama. Sabía que había quien opinaba que fingía y que no
hacía sino montar un número —March entre ellos— en beneficio de su
marido, que en su condición de director del centro tenía bastante
que ganar. Sin embargo, después de lo que acababa de presenciar, no
le quedaba la menor duda de que no había fingimiento alguno. Algo o
alguien había hablado a través de Jennifer Rush. Algo o alguien que
realmente estaba muy furioso.
Rush anotó algo en una hoja y desconectó
unos cuantos instrumentos.
—Ahora descansará apaciblemente —comentó—.
Como tendrás ocasión de comprobar, se recupera muy deprisa. —Señaló
los aparatos—. ¿Te importaría quedarte un momento con ella mientras
introduzco los datos en el ordenador y empiezo los análisis?
—Claro que no. —Logan lo observó recoger la
grabadora digital y salir de la habitación.
Durante un par de minutos todo quedó en
silencio. Logan, que seguía fuertemente impresionado, intentó
concentrarse en sopesar y comprender lo sucedido. Oyó que Jennifer
se movía y cuando se volvió hacia ella vio que lo miraba.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
Ella se limitó a menear la cabeza. Entonces,
de repente, le cogió de la muñeca con fuerza, casi dolorosamente.
Logan se puso en guardia, temía otra explosión de sensaciones, pero
esta no llegó.
—Jeremy —dijo en tono apremiante con su
sedosa voz—, cuando hablamos en la sala de descanso te dije que
había experimentado los mismo que todos lo que han cruzado «al otro
lado».
—Sí —afirmó Logan.
—Y es verdad. Al menos al principio. Pero
después empecé a ver cosas que eran muy distintas, completamente
distintas.
Su presa se hizo más fuerte, y sus ambarinos
ojos lo miraron fijamente. Había algo en aquellos ojos y en aquel
rostro que Logan no acertaba a interpretar.
—Ayúdame —susurró Jennifer de pronto, en un
tono casi inaudible—. Ayúdame.
El pomo de la puerta giró, y ella le soltó
la muñeca en el acto, pero siguió mirándolo durante unos
segundos.
Cuando la puerta se abrió y Rush entró,
Jennifer dejó caer suavemente la cabeza en la almohada y se
desmayó.