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A las nueve y media de la
mañana siguiente sonó el teléfono del despacho de Logan.
Descolgó al tercer timbrazo.
—Jeremy Logan. Dígame.
—¿Jeremy?, soy Porter. ¿Interrumpo
algo?
Logan se irguió.
—Nada que no pueda esperar.
—Entonces me gustaría que vinieras al Centro
de Operaciones. Hay algo que creo que deberías ver.
Logan guardó el archivo en el que había
estado trabajando —un resumen de su conversación con Hirshveldt la
noche anterior—, se levantó y salió del despacho. Tuvo que
detenerse en un par de ocasiones y preguntar el camino. La gente
parecía nerviosa esa mañana, y no era para menos. La noche
anterior, un operario de comunicaciones llamado Perlmutter había
estado a punto de morir electrocutado. Logan se había enterado de
lo ocurrido por los comentarios en el desayuno: el operario había
pisado un charco de agua donde había un cable de la corriente. «Lo
encontró Fontaine, su jefe», había oído decir a alguien. «Horrible.
Parecía cubierto de hollín de lo negro que lo habían dejado las
quemaduras eléctricas.»
Al escuchar aquello no pudo menos que
recordar la maldición de Narmer —«Sus miembros se convertirán en
cenizas»—, pero se guardó muy mucho de comentarlo con nadie y
archivó el recuerdo para estudiarlo más adelante.
A diferencia de cuando la tragedia del
generador, no se había convocado ninguna reunión para analizar el
accidente ni para determinar sus causas. Logan dio por sentado que
se programaría para más adelante o que quizá se reunirían
únicamente los cargos más altos. Lo que sí sabía era que Perlmutter
se hallaba en estado grave y bajo la atención constante de Ethan
Rush.
El Centro de Operaciones, ubicado en el
corazón del sector Blanco, resultó ser la sala repleta de monitores
que había visitado anteriormente, y Cory Landau, el joven con
bigote a lo Zapata, se encontraba una vez más al mando de la
futurista cabina central. Logan se fijó en la pantalla donde
aparecía una imagen de tres dimensiones que representaba el mapa de
las excavaciones. Su extensión había aumentado notablemente desde
la primera vez que la había visto.
Porter Stone, Tina Romero y Fenwick March se
hallaban reunidos alrededor de Landau; los tres miraban fijamente
uno de los monitores más grandes, que mostraba lo que a Logan se le
antojó una especie de sopa verdosa salpicada por puntos de
estática.
Stone levantó la vista cuando lo vio
entrar.
—Ah, Jeremy, ven a echar un vistazo a
esto.
Logan se reunió con ellos en la cabina
central.
—¿Qué es?
—Esqueletos —dijo Stone en tono de callada
reverencia.
Logan contempló la pantalla con creciente
interés.
—¿Dónde es, exactamente?
—Cuadro H Cinco —murmuró Stone—. A trece
metros y medio de la superficie.
Logan miró a Tina Romero, que observaba la
pantalla sin dejar de juguetear con su estilográfica
amarilla.
—¿Y a qué distancia se halla del primer
esqueleto?
—A unos dieciocho metros más o menos,
exactamente en la dirección en la que ordené que se concentrasen
los buzos.
Lanzó una mirada a March con una sonrisa
llena de orgullo que decía «ya te lo dije».
—Aquí hay otro —dijo una voz por el
intercomunicador.
Logan comprendió que era uno de los buzos
que hablaba desde las fangosas profundidades del Sudd. En el
monitor la negra figura de un buzo enfundado en un traje de
neopreno emergió de la sopa verdosa. Sostenía un hueso. Stone se
acercó al micrófono.
—¿Cuántos van por el momento?
—Nueve —respondió la distante voz.
Stone se volvió hacia Tina.
—Ethan me contó lo que usted dijo durante el
análisis del primer esqueleto, que sabía que la muerte se debía a
un suicidio y también el lugar donde encontraríamos el siguiente
grupo de esqueletos. ¿Sería tan amable de explicárnoslo?
Si Romero había tenido intención de
mostrarse reticente, la petición de su jefe la convenció de lo
contrario.
—Desde luego —respondió apartándose un
mechón del rostro con un dedo—. Primero encontramos un cuerpo.
Ahora hemos descubierto varios; calculo que serán alrededor de doce
en total. Dentro de poco daremos con un gran osario. Todo ello
obedece a la manera en que Narmer fue enterrado y cómo se ocultó la
tumba. Deben tener en cuenta que todo eso sucedió antes de la era
de las pirámides, cuando los primeros faraones eran enterrados en
túneles o en mastabas. Tenemos que partir de la base de que la
tumba de Narmer, tenga el aspecto que tenga, prefiguraba de un modo
único las que vendrían a continuación. Sin embargo, a diferencia de
los faraones que le sucedieron, Narmer no deseaba que nadie
recordara la ubicación de su tumba. No hay duda de que en el lugar
de su construcción tuvo que haber cientos de trabajadores así como
miembros de su guardia personal. Cuando la obra concluyó, todos
esos trabajadores, del primero al último, fueron sacrificados y sus
cuerpos quedaron esparcidos alrededor de la tumba. Más tarde,
cuando Narmer fue enterrado, tanto los sacerdotes como los guardias
de rango inferior que asistieron a la ceremonia también fueron
sacrificados a una distancia ritual por los soldados del faraón. A
continuación, estos se retiraron a una distancia prudencial y se
dieron muerte, todo esto para mantener el secreto del lugar de
reposo de los restos mortales de su faraón. Así pues, un ejército
de muertos debía mantener la guardia alrededor de la tumba de
Narmer durante toda la eternidad. Solo una persona, el escriba
personal del faraón, salió de este desierto llevando consigo ese
secreto, y cuando lo hubo grabado en ese ostracón ordenó a sus
guardias personales que lo mataran también a él.
Stone asintió sin dejar de mirar la
pantalla.
—De ahí el número decreciente de cuerpos que
hemos hallado a medida que nos alejamos de la tumba. —Se volvió
hacia Romero—. Y la dirección en la que ordenó buscar a nuestros
buzos fue hacia el norte, ¿no?
—En efecto.
—Y lo ordenó así —terció Logan— porque las
entradas de las cámaras reales de las pirámides y de otras tumbas
están siempre orientadas al norte, ¿verdad?
Stone Sonrió.
—Muy bien, Jeremy. Yo he deducido lo mismo.
—Miró a Romero—. Y ese osario estará al norte de este punto,
¿no?
—Eso creo —contestó la egiptóloga—. A unos
veinte metros aproximadamente.
—¿Y la entrada de la tumba se hallará a
otros veinte metros más al norte?
Romero no contestó. No hacía falta. Stone se
volvió hacia la puerta.
—Tengo que ir a ver a Valentino. Tenemos que
poner los buzos a trabajar en tres turnos ya mismo.
La radio chisporroteó.
—Aquí hay otro esqueleto. Está completamente
enterrado en el fango, señor. ¿Qué hacemos con él?
March habló por primera vez.
—Ya saben lo que tienen que hacer. Métanlo
en un contenedor y llévenlo a la estación.
La sonrisa de Tina desapareció y fue
sustituida por una expresión ceñuda.
—Espere. Hay que subir el primer esqueleto
para analizarlo y estar seguros de la dirección. Pero a los
sacerdotes y a los criados... deberíamos dejarlos en paz.
Logan la miró, reparó en el tono de urgencia
de la egiptóloga y se acordó de lo que había oído decir acerca de
la ambivalencia de Romero en lo tocante a los tesoros hallados en
las tumbas.
—Eso es una tontería —replicó March—. Si se
trata realmente de los sacerdotes del primer faraón de Egipto, sus
restos tienen un valor histórico incalculable.
—Estamos aquí para desvelar los secretos de
la tumba —espetó Romero—, no para...
—Un momento —los interrumpió Stone. Estaba
impaciente por dar las órdenes oportunas a Valentino y no tenía
tiempo para discusiones ideológicas—. Subiremos los seis
esqueletos. Uno se lo entregaremos a Ethan Rush para que lo
analice, aunque ahora mismo está muy ocupado con otro asunto. Tú,
Fenwick, examinarás los otros cinco. Cribaremos la matriz alrededor
de ellos en busca de joyas o restos de ropa y calzado, aunque dudo
que encontremos algo. Cuando hayas completado los exámenes, cinco
de los seis esqueletos serán devueltos. Solo nos quedaremos uno.
¿Os parece bien?
Tras unos segundos, Romero asintió. March no
tuvo más remedio que aceptar a regañadientes.
—Muy bien. Landau, ¿quiere dar las
órdenes?
—Sí, señor Stone —contestó el joven.
—Gracias. —Tras dirigirles una mirada a cada
uno, Stone salió del Centro de Operaciones.
★ ★ ★
Cuando Logan se asomó al laboratorio de
arqueología, cuatro horas más tarde, reinaba allí un controlado
frenesí. Varias personas vestidas de blanco, inclinadas sobre
cubetas y mesas metálicas, examinaban delicados huesos parduscos
con las manos enfundadas en guantes de látex. Otras tecleaban ante
los ordenadores mientras el resto clasificaba objetos, los
etiquetaba y los guardaba en contenedores especiales. El sonido de
las voces competía con el ruido del correr del agua y el zumbido de
las sierras circulares. Fenwick March caminaba entre ellas como si
fuera el señor del castillo, ora se detenía para coger un objeto de
manos de un ayudante, ora miraba por un microscopio o hablaba a la
grabadora digital que tenía en la mano. Toda la sala olía
fuertemente a la descomposición vegetal del Sudd y a algo aún más
desagradable.
—¡No laves eso! —gritó March a uno de los
ayudantes, quien al oírlo dio un brinco—. Enjuágalo, enjuágalo poco
a poco. —Se volvió hacia otro—: Seca esa sección, rápido, tenemos
que estabilizarla antes de que se desconche más. ¡Rápido, hombre,
rápido!
Una de las ayudantes levantó la vista de una
pila de caderas y tibias.
—Doctor March, acaban de traer esto tal
cual. Así no hay manera de articular un esqueleto.
—¡Los escanearemos más tarde! —repuso March,
rodeándola—. Lo importante es limpiarlos, etiquetarlos e
introducirlos en la base de datos, y hacerlo ahora, ¡no mañana! Ya
nos ocuparemos de articularlos más adelante.
«Tal vez —se dijo Logan al tiempo que
entraba en la sala— March piense que, si limpia y clasifica los
esqueletos, Stone le permitirá quedárselos.» Era en momentos así
cuando salían a relucir los verdaderos intereses de la gente. March
era arqueólogo, no egiptólogo; para él los huesos eran lo
principal.
March se volvió y reparó en Logan. Frunció
el ceño, como si desaprobara que hubiese entrado en sus
dominios.
—¿Qué quiere?
Logan le obsequió con su mejor
sonrisa.
—Me preguntaba —dijo señalando un cráneo al
que estaban quitando el barro en un fregadero cercano— si me
prestaría uno de esos.