Prólogo

 

 

 

 

 

EL médico se sirvió una taza de café en la sala de descanso, extendió el brazo sobre la encimera para coger el recipiente de leche en polvo, pero lo pensó mejor y decidió ponerse un poco de leche de soja que sacó de la baqueteada nevera. Sin dejar de remover el café con la cucharilla de plástico, avanzó por el linóleo de color claro hasta una hilera de asientos idénticos. A través de la puerta se filtraban los sonidos de siempre: el traqueteo de las sillas de ruedas y las camillas, los pitidos y ruidos de los instrumentos, el constante parloteo de los altavoces del hospital.
Un residente de tercer año llamado Deguello había extendido sus delgadas extremidades sobre dos gastados asientos.
«Típico», pensó el médico; quedarse dormido al instante y en cualquier incómoda posición, ya fuera en horizontal o en vertical, era una habilidad de cualquier residente. Cuando se sentó junto a él, Deguello interrumpió sus leves ronquidos y abrió un ojo.
—Hola, doctor —murmuró—. ¿Qué hora es?
El médico echó un vistazo al reloj que colgaba en la pared más alejada, encima de las taquillas.
—Las once menos cuarto.
—Vaya —masculló Deguello—, eso quiere decir que solo he dormido diez minutos.
—Algo es algo —repuso el médico entre sorbo y sorbo de café—. Es una noche tranquila.
Deguello cerró el ojo.
—Dos infartos de miocardio; una fractura abierta de cráneo; una cesárea de emergencia; dos víctimas de disparos, una de ellas en estado crítico; un caso de quemaduras de tercer grado; una herida de arma blanca con penetración renal; una fractura simple y otra múltiple; un señor mayor que la ha palmado en la camilla; una sobredosis de Oxicodona; una de metanfetaminas; una de anfetas. Y todo eso en... —lo pensó brevemente— los últimos noventa minutos.
El médico tomó otro sorbo de café.
—Lo que he dicho: una noche tranquila. Mírelo por el lado bueno. Podría estar haciendo la ronda en el Mass General.
El residente permaneció callado un momento.
—Lo siento doctor, pero sigo sin entenderlo —dijo al fin—. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se sacrifica en el altar de Urgencias un viernes sí y otro no? Yo no tengo elección, pero usted es un anestesista famoso...
El médico apuró el café y arrojó la taza al cubo de la basura.
—Le agradecería un poco menos de curiosidad en presencia de sus superiores. —Se puso en pie con cierto esfuerzo—. Bueno, hay que volver al combate.
Salió al pasillo y contempló la relativa calma que reinaba alrededor. Se dirigía hacia el mostrador de Urgencias situado en la otra punta de la sala cuando notó un repentino incremento de actividad y vio que la enfermera jefe se le acercaba corriendo.
—Accidente de tráfico —le dijo esta—. Una víctima. Llegará en cualquier momento. He reservado Trauma Dos.
El médico se encaminó en el acto hacia el reservado indicado. En ese instante las puertas de Urgencias se abrieron de golpe y un equipo de paramédicos entró empujando una camilla; les seguían dos agentes de policía. Enseguida se dio cuenta de que era algo serio: la urgencia de sus movimientos, sus expresiones, la sangre que les salpicaba el rostro y el uniforme..., todo indicaba una situación desesperada.
—¡Mujer! ¡Treinta y tantos años! —gritó uno de los paramédicos—. ¡No responde!
Sin perder un segundo, el médico les indicó el reservado y se volvió hacia un interno que pasaba por allí.
—Traiga un carro de sutura —le dijo.
El interno asintió y se alejó corriendo.
—¡Y llame a Deguello y a Corbin! —añadió el médico alzando la voz por encima del hombro.
Los paramédicos habían llevado la camilla a Trauma Dos y la estaban colocando junto a la mesa de intervenciones.
—A la de tres —dijo una enfermera mientras se situaban alrededor del cuerpo—. Cuidado con ese collarín. A la una..., a las dos... ¡y a las tres!
Acomodaron a la paciente en la mesa y apartaron la camilla. El médico vio fugazmente la piel pálida, el cabello castaño claro y una blusa que había sido blanca y que estaba empapada de sangre. Un reguero de sangre señalaba el recorrido de la camilla hasta Trauma Dos.
Una sensación de alarma, como una fría descarga eléctrica, empezó a hacerle cosquillas en un rincón de la mente.
—Un conductor borracho se le echó encima —le dijo al oído uno de los paramédicos—. Ha sufrido una parada cardíaca por el camino.
Entraron los internos, seguidos por Deguello.
—¿Grupo sanguíneo? —preguntó el médico.
—Cero negativo —respondió el paramédico.
Todos los presentes estaban ocupados: colocando la intravenosa, conectando monitores, acercando un carrito con un desfibrilador. El médico se dirigió a uno de los internos.
—Llame al banco de sangre y pida tres unidades. —Recordó el reguero rojo del pasillo y añadió—: No, que sean cuatro.
—Oxígeno conectado —anunció una de las enfermeras justo cuando Corbin entraba.
Deguello se acercó a la cabecera de la mesa y echó un vistazo a la víctima inmóvil.
—Parece cianótica.
—Quiero un análisis de gases en la sangre —repuso el médico.
Tenía la atención puesta en el abdomen de la mujer, desnudo en ese momento y cubierto completamente de sangre. Retiró con rapidez el improvisado vendaje y dejó a la vista una herida brutal que sangraba abundantemente a pesar de la sutura provisional que habían hecho los paramédicos. Se volvió hacia una enfermera y señaló esa área. Ella limpió la herida, y él la examinó de nuevo.
—Trauma abdominal masivo —dijo—. Posible neumotórax subpulmonar. Vamos a necesitar una pericardiocentesis. —Se volvió hacia el paramédico y le preguntó—: ¿Qué demonios ha provocado esto? ¿Y el airbag?
—Se deslizó por debajo. El salpicadero se partió en dos, como una rama, y se lo clavó. Tuvieron que sacarla desde arriba, con las mandíbulas. Una escena horrible, tío. El Porsche quedó totalmente aplastado por el todoterreno de ese cabrón.
«El Porsche.» La fría descarga de su cerebro aumentó el cosquilleo. Se irguió para poder ver mejor la cabeza de la mujer, pero Deguello estaba en medio.
—Traumatismos craneales por impacto con algo romo —dijo Deguello—. Vamos a necesitar un escáner cerebral.
—Tensión arterial ocho y tres y bajando —dijo una enfermera—. Pulso de setenta y nueve.
—¡Mantengan la compresión! —ordenó Deguello.
La pérdida de sangre era demasiado elevada; el shock, demasiado grave. Disponían de un minuto, dos como mucho, para salvarla. Llegó otra enfermera empujando un carrito con unidades de sangre y empezó a colgarlas del soporte.
—Con esto no será suficiente —dijo el médico—. Necesitamos una vía más grande. Se está desangrando muy deprisa.
—Un miligramo de epinefrina —pidió Corbin a uno de los internos.
La enfermera se volvió hacia el carro de sutura, cogió una aguja de mayor calibre y la insertó en la mano inerte de la mujer. La mirada del médico se fijó en la mano: delgada y muy pálida. Llevaba un único anillo: una alianza de platino con un bonito zafiro amarillo, en forma de estrella, sobre fondo negro. De Sri Lanka. Muy caro. Lo sabía porque había sido él quien lo había comprado.
De repente una aguda alarma sonó en Trauma Dos.
—¡Parada cardíaca! —gritó una enfermera.
Por un instante, el médico no se movió, paralizado por el espanto y la incredulidad. Deguello se volvió hacia otro de los internos, y el médico pudo ver por fin la cara de la mujer: el pelo pegajoso y revuelto, los ojos que miraban hacia lo alto sin ver, la boca y la nariz tapados por la mascarilla de oxígeno.
—Jennifer —balbuceó con la boca seca.
—¡Perdiendo las constantes vitales! —gritó la enfermera.
—¡Necesitamos lidocaína! —exclamó Corbin—. ¡Ya!
Entonces la parálisis desapareció tan rápidamente como había llegado. El médico miró a una de las enfermeras.
—¡Desfibrilador! —gritó.
La mujer corrió hasta el rincón y regresó empujando un carrito.
—Cargando.
Uno de los internos inyectó la lidocaína y se apartó. El médico cogió los electrodos; apenas podía controlar el temblor de sus manos. Aquello no podía estar pasando. Tenía que tratarse de un sueño, de un mal sueño. No tardaría en despertarse en la sala de descanso y vería a Deguello roncando en la silla de al lado.
—¡Cargado! —anunció la enfermera.
—¡Apártense! —El médico fue consciente de la desesperación que había en su voz.
Todos dieron un paso atrás. Apoyó los electrodos en el ensangrentado pecho y aplicó la descarga. El cuerpo de Jennifer se puso rígido un segundo y luego cayó inerte en la mesa.
—¡La estamos perdiendo! —exclamó la enfermera que controlaba las constantes vitales.
—¡Carguen de nuevo! —ordenó el médico.
Un nuevo pitido, agudo e insistente, se añadió a la algarabía reinante.
—Choque hipovolémico —musitó Deguello—. No hay forma de recuperarla.
«No tienen ni idea», pensó el médico, como si estuviera a miles de kilómetros de distancia. «No lo entienden.» Notó que una lágrima asomaba a su ojo y empezaba a deslizarse por la mejilla.
—¡Recargado! —gritó la enfermera del desfibrilador.
El médico aplicó los electrodos, y el cuerpo de Jennifer se arqueó nuevamente.
—No responde —dijo el interno que estaba junto a él.
—Se acabó —suspiró Corbin—. Creo que deberías declarar el fallecimiento, Ethan.
Sin embargo, el médico dejó los electrodos e inició un masaje cardíaco. Notaba cómo el cuerpo inerte y frío de Jennifer se movía perezosamente bajo la firme presión de sus manos.
—Pupilas fijas y dilatadas —dijo la enfermera que controlaba las constantes.
Pero el médico no le prestó atención, su masaje cardíaco se hizo más enérgico y desesperado.
El ruido que reinaba en Trauma Dos empezó a menguar.
—Actividad cardíaca nula —anunció la enfermera.
—Será mejor que declares el fallecimiento —dijo Corbin.
—¡No! —espetó el médico.
Todos se volvieron al percibir la angustia en su voz.
—Ethan... —dijo Corbin, extrañado.
En lugar de contestar, el médico se echó a llorar.
A su alrededor todos permanecieron muy quietos. Algunos lo miraban sin comprender, otros apartaban la mirada, incómodos; todos salvo un interno que abrió la puerta y enfiló en silencio el pasillo. El médico, que seguía llorando, sabía exactamente adónde se dirigía. Iba a buscar un sudario.