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EN la repentina oscuridad se
desató una confusión de sensaciones: gritos, alaridos de dolor y
miedo, manos y pies que intentaban aferrarse a algo y resbalaban,
el abrazo frío y pegajoso del repugnante cieno que los rodeaba por
todas partes... Logan no sabía exactamente por qué se había dejado
caer hasta la plataforma, en la base del Umbilical. En un arranque
revulsivo de supervivencia había huido de la imparable hediondez
del Sudd para mantenerse por delante de ella a cualquier precio.
Sin embargo, no tardó en comprender que había sido una locura. Se
hallaban a doce metros de la superficie, no tenían gafas ni equipos
de buceo, y la irresistible presión submarina de la marisma no
tardaría en llenar la tumba, cámara tras cámara. Apartó de su mente
aquella imagen horrible y también la que le siguió: él corriendo,
junto a media docena de personas aterrorizadas, hasta el fondo de
la tumba y esperar allí mientras la putrefacta avalancha de cieno
crecía y crecía.
Notó un violento movimiento debajo de él y
oyó un grito agudo. Era Tina, que intentaba zafarse de su presa. La
soltó y se cubrió los ojos para protegerse de la pesadilla viscosa
que le caía encima; sacó como pudo la linterna del bolsillo y la
encendió. Se hallaban donde el Umbilical se unía al muro de granito
de la tumba de Narmer. A su alrededor, varias vigas de refuerzo que
se habían partido formaban un caótico armazón que se alzaba hasta
el techo de la entrada de la tumba, justo por encima de sus
cabezas.
Logan enfocó con la linterna y vio que la
negra hediondez del Sudd se derramaba por el Umbilical, aplastando
vigas, cables y personas bajo su peso. Uno de los técnicos que
habían salido primero desapareció en el caos de maderas, cables y
hierros deformados. Sus ensangrentadas manos permanecieron visibles
un momento antes de ser engullidas por el negro torbellino. El
Umbilical se sacudió bajo un fuerte temblor, como si se retorciera
bajo la presión de las toneladas de cieno que se precipitaban por
él.
Logan apartó la vista, llamó a Tina a gritos
y un chorro de cieno se le coló en la boca. Escupió —aquel sabor a
siglos de descomposición acumulada le provocó arcadas—, cogió a
Tina de la mano y consiguió gritar:
—¡Sube! ¡Sube ahí arriba! —Señalaba el
entramado de vigas que se alzaba sobre ellos.
★ ★ ★
El operario Frank Kowinsky había tenido
suerte: sabía que no podría trepar por los restos del Umbilical —un
vistazo al caos de cuerpos, vigas rotas y cables destrozados le
había bastado para saberlo—, pero si lograba salir, quizá pudiera
abrirse paso por la marisma y subir a la superficie. En el momento
en que la fisura del Umbilical cedió y el Sudd los invadió, el
técnico que subía delante de él resbaló y quedó atrapado en el
enredo de cables que colgaban por todas partes. Entonces Kowinsky
decidió lanzarse a través del desgarrón del tubo que se agrandaba a
toda prisa utilizando el cuerpo del infeliz medio como plataforma y
medio como trampolín. Tuvo que luchar contra el chorro de lodo y
apoyarse en el cuerpo del técnico, pero se aferró al desgarrado
borde del Umbilical y se impulsó al otro lado braceando y
pataleando con todas sus fuerzas.
Estaba libre, libre de la escena de muerte y
caos del Umbilical. Pero no había contado con lo negras y densas
que eran las profundidades del Sudd, no había tenido en cuenta que
su espantosa consistencia —espeso como alquitrán y áspero como el
papel de lija— le arañaría la piel y le escocería en los ojos. Los
cerró rápidamente, pero ya se le habían llenado de porquería y no
había manera de limpiárselos.
Tampoco tenía tiempo para eso. Debía llegar
a la superficie. Tardó unos instantes en orientarse en la negrura y
después empezó a bracear hacia arriba.
★ ★ ★
Logan trepó tan deprisa como pudo al
entramado de vigas rotas que se alzaba hacia el techo de la entrada
de la tumba y se aseguró de que Tina lo siguiera. La madera estaba
negra y resbaladiza por el cieno, y tuvo la sensación de que
resbalaba dos veces por cada viga que subía.
Hubo otra estremecedora sacudida, y el tubo
del destrozado Umbilical pareció a punto de desprenderse del sello
hermético que lo mantenía unido a la tumba. Los gritos, los
alaridos, las llamadas de socorro habían cesado por completo, y eso
llenó a Logan de angustia. Solo quedaba el ruido de la cascada
viscosa del Sudd mientras corría por los restos del tubo amarillo,
inundaba la tumba y el nivel ascendía a su alrededor.
Sostuvo la linterna entre los dientes y se
encaramó a lo alto del entramado, con la cabeza a escasos
centímetros del techo de la entrada. Allí, la parte superior del
Umbilical se combaba ominosamente hacia abajo. A aquella altura, el
entramado de vigas resultaba precario e inestable, pero el denso
cieno que empezaba a acariciarles los tobillos parecía sostenerlo
como pegamento. Logan se aferró al último perno del sello hermético
y ayudó a Tina a llegar hasta él.
La egiptóloga apenas era reconocible a la
luz de la linterna. Tenía el pelo y la ropa cubiertos de porquería,
y sus ojos eran dos pequeños puntos blancos en una máscara de
cieno.
—¿Y ahora qué? —gritó—. ¿Esperamos hasta
ahogarnos en esta mierda?
—¡No vamos a ahogarnos! —replicó
Logan.
En ese momento hubo una sacudida aún más
violenta que la anterior; los dos se abrazaron mientras la
estructura temblaba y se ladeaba.
Logan dirigió el haz de la linterna al punto
de unión del Umbilical con el sello hermético.
—¡Esto va a ceder en cualquier momento!
—dijo—. Escúchame bien: cuando ocurra, no te dejes llevar por el
pánico. La marisma nos rodeará y sumergirá. Pase lo que pase, no
sueltes mi mano, sujétala con fuerza. Yo estaré agarrado a este
perno, que está clavado en el granito, de modo que no me
moveré.
Se quitó la camisa y el pantalón. Luego
extendió la mano y empezó a desabrochar los botones de la blusa de
Tina.
—¿Qué coño haces? —protestó ella.
—¡Quítate el pantalón, rápido! —la apremió
Logan—. La ropa sería un lastre, te impediría llegar a la
superficie.
Ella lo comprendió en el acto, se bajó
rápidamente la cremallera y se quitó los vaqueros.
—En cuanto las presiones se igualen,
ascenderemos —prosiguió Logan—. No me sueltes la mano, y sobre todo
no te desorientes. Cierra los ojos antes de que empecemos a subir;
de ese modo te será más fácil mantener la orientación en medio del
cieno. —Miró la estructura de madera e hizo un cálculo rápido—.
Tenemos diez metros y medio de marisma hasta la superficie. No te
pongas nerviosa. Administra bien el aire. ¿De acuerdo?
Tina no respondió. Miraba el lado pegajoso y
hediondo que ya les llegaba a la cintura y seguía subiendo.
—¡Tina! —gritó Logan— ¿Me has
entendido?
Ella se volvió hacia él. El blanco de sus
ojos destacaba sobre su rostro cubierto de cieno negro. Parpadeó y
asintió. Logan le dio un apretón en la mano.
—No te sueltes —dijo.
Entonces se produjo la última y cataclísmica
sacudida: tras el chirrido del metal llevado más allá de su
resistencia, el techo del Umbilical se desgarró y el negro corazón
del Sudd cayó sobre ellos y los envolvió en su pestilente y letal
abrazo.
★ ★ ★
Frank Kowinsky se abrió paso entre el cieno
y el limo. Los ojos le escocían y tenía la nariz y los oídos llenos
de porquería. La marisma parecía tirar de él con manos invisibles
que se aferraban a sus ropas e intentaban arrastrarlo al fondo.
Además, la pegajosa oscuridad estaba llena de obstáculos: ramas y
tallos, pero también cosas viscosas que no se atrevía a imaginar.
Por suerte, algunas le servían de punto de apoyo para seguir
moviéndose en aquel universo cenagoso.
Llevaba sumergido en aquella asquerosidad...
¿cuánto?, ¿sesenta segundos?, y el pecho le ardía. Tendría que
haber tomado más aire antes de huir por el Umbilical. Además, en
los forcejeos para salir a la marisma había soltado un poco de
aire. ¿Había cometido un error? ¿Debería haber intentado trepar por
el conducto? No..., eso habría significado una muerte segura.
El lodo se deslizaba por su nuca, su
espalda, sus brazos. Parecía colarse por todas partes, incluso en
su entrepierna. Aquella oscuridad, no saber dónde se encontraba, no
saber la distancia que le faltaba por recorrer, y mientras tanto ir
quedándose lentamente sin aire... era horrible.
De repente su cabeza chocó contra algo duro.
El golpe le hizo ver las estrellas a pesar de que tenía los ojos
cerrados, pero también lo sacó de un pánico incipiente. Al
principio pensó —deseó— que se trataba de uno de los pontones de la
estación, pero enseguida extendió la mano, lo palpó y se dio cuenta
de que era un trozo enorme de madera, una rama hundida. Sacudió la
cabeza para aclarársela, se apoyó en la rama y, orientándose como
pudo, se dio impulso para seguir ascendiendo en medio de aquella
negrura de pesadilla.
★ ★ ★
Logan no estaba en absoluto preparado para
la fortísima e implacable presión del Sudd. La marisma lo atrapó
igual que un torno, por arriba y por abajo, y le estrujó el pecho
como si quisiera sacarle todo el aire de los pulmones. Durante un
instante no se movió de donde estaba —como un insecto atrapado en
ámbar—, aturdido por la abrumadora, terrible y claustrofóbica
sensación. Entonces, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se empujó
hacia arriba con las piernas al tiempo que tiraba de Tina y notaba
que ella braceaba con la mano libre para ascender. Entrelazó los
dedos con los de ella para sujetarla mejor. Intuía que si se
separaban sería el final para ambos.
Mantuvo los ojos y la boca cerrados con
fuerza, procuró hacer caso omiso al cieno que se le metía en los
oídos y dejó que su cuerpo hallara su propio equilibrio mientras
luchaban por subir a la superficie. Intentaba mantener la nariz
despejada expulsando aire cada pocos segundos. Eso le limpiaba las
fosas nasales y evitaba que retuviera demasiado aire en los
pulmones. De vez en cuando, mientras braceaba con la mano libre,
chocaba con ramas y cañas que, cuando podía, utilizaba como
asideros o puntos de apoyo para darse impulso sin dejar de sujetar
a Tina. En una ocasión se enredó en una planta acuática medio
descompuesta y tuvo que luchar contra el pánico mientras se
liberaba de ella sin perder el equilibrio.
El impulso de ambos hizo que el ascenso
fuera más fácil que si lo hubieran hecho por separado. El hecho de
que no llevaran ropa también les permitió deslizarse con más
facilidad y contrarrestar el efecto de succión del cieno. A pesar
de todo, Logan no tardó en notar las contracciones de la mano de
Tina. Se estaba quedando sin aire.
¿Cuánto habían ascendido? ¿Cinco metros?,
¿siete? Imposible decirlo en aquella negrura. La mano de Logan topó
con otra rama y la utilizó para propulsarse; luego apoyó el pie en
ella y volvió a darse impulso. Los pulmones empezaban a arderle, y
los apretones de la mano de Tina se volvían más apremiantes. Tuvo
que sujetarla con más fuerza para que no se soltara. No tardaría en
aspirar el cieno o en quedar inconsciente, y entonces él tendría
que soltarla para no arrastrar un peso muerto. Notaba que las
fuerzas estaban a punto de fallarle. Si no se daban prisa,
acabarían por hundirse en aquella negrura sin fin y sus cuerpos se
reunirían con los cadáveres del séquito de Narmer.
De repente notó algo extraño. Su mano libre
encontró menos resistencia para abrirse paso en la densa marisma.
Cogió a Tina con fuerza y tiró de ella hacia él. Entonces, en un
último y supremo esfuerzo, se impulsó en un movimiento sinuoso, con
las piernas juntas, como si nadara estilo mariposa, hasta que
sintió que su cabeza emergía, liberada de la miasma cenagosa que
los rodeaba. Tiró de Tina mientras tosía y escupía hasta que ella
también salió a flote. Estaban cubiertos de lodo negro, más
parecían criaturas de la marisma que de tierra firme, pero podían
respirar de nuevo.
Habían llegado a la superficie.
★ ★ ★
La desesperación de Kowinsky no conocía
límites. Llevaba sumergido noventa segundos, quizá dos minutos.
Estaba en forma —hacía gimnasia con regularidad—, pero en ese
instante todas las células de su cuerpo reclamaban oxígeno a
gritos. Braceó con más furia aún entre el cieno y el limo. Debía de
estar cerca de la superficie, ¡tenía que estarlo! Había abierto los
ojos, ajeno al dolor. En cualquier momento una luz atravesaría
aquel infierno. En cualquier momento aquella intolerable negrura
que lo rodeaba se despejaría un poco, y después un poco más, y
luego... el aire.
Hizo todo lo que pudo para mantener la boca
cerrada. Aire, necesitaba aire. El menor movimiento le provocaba
punzadas de dolor en los pulmones. Ya ni siquiera prestaba atención
a cómo la marisma se le filtraba por todos los orificios y
recovecos, incluso por aquellos que no sabía que poseía. Lo que
necesitaba era aire, ¡aire!
Oh, Dios, aquello era horrible. ¿Dónde
estaba? ¿Por qué estaba todo tan oscuro? ¿Por qué seguía bajo la
superficie?
En medio de tanto frenético braceo sus manos
toparon con algo. Tenía los ojos abiertos pero ciegos; de su nariz
salían pequeñas burbujas. Lo palpó. Una mano, un brazo, una cabeza.
Un cuerpo humano, alguien que acababa de morir. En su tormento,
Kowinsky no le prestó atención y siguió adelante.
Sus manos encontraron algo más, algo duro y
liso: metal. ¡Ahí estaba, por fin había llegado a la estación! La
esperanza, casi desaparecida, lo invadió de nuevo. Cinco o diez
segundos más y habría muerto. Le había faltado poco. Palpó con la
otra mano para orientarse, listo para empujarse hacia
arriba...
Se dio cuenta de que la pieza de metal liso
terminaba en otra curvada y tachonada con gruesos remaches. ¿Qué
parte de la estación podía ser? Los pontones eran lisos y en el
espacio residual que quedaba por debajo de las distintas alas solo
había...
Notó algo más, algo que estaba fijado a uno
de los remaches. Era un trozo de gruesa tela con los bordes
deshilachados, como si se hubiera desgarrado violentamente.
La verdad cayó sobre él como una losa. No
era la estación. Era el Portal. En algún momento, quizá cuando
había chocado con la rama, se había desorientado en la negrura,
girado sobre sí mismo y bajado al fondo. Hasta la tumba.
No... No. No podía ser verdad. Tenía que
tratarse de una alucinación. Era el pánico y la falta de oxígeno.
No haría caso, ascendería un poco y respiraría aire, aire
puro.
Se agarró al extremo de metal y se impulsó
hacia arriba hasta que lo tuvo a la altura del pecho. Sus
movimientos eran lentos, como los de una mosca atrapada en miel, y
no veía nada, pero daba igual. Estaba en la superficie. Tenía que
estarlo. Abrió la boca...
Y se le llenó de una mezcla de lodo, cieno y
elementos en suspensión de una pestilente descomposición tan
antigua como la más antigua de las tumbas. Entonces, a pesar de tan
repugnante profanación, Kowinsky, en su último acto como mortal,
aspiró.