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EL despacho de Christina
Romero estaba en el sector Rojo, donde también se hallaban las
dependencias médicas y los distintos laboratorios científicos. A
Logan le recordó mucho a su despacho de Yale: ordenado y limpio,
con hileras e hileras de libros organizados por autor y género en
largas estanterías metálicas. El gran escritorio que ocupaba el
centro de la habitación estaba lleno de libretas de notas y objetos
varios, pero aun así parecía ordenado. Había más objetos guardados
en contenedores y apilados contra la pared del fondo. En las demás
paredes colgaban diplomas y algunos cuadros: una foto de un fresco
egipcio, una copia de Regulus, de Turner,
y un dibujo de la Esfinge curiosamente infantil.
Pero si el despacho le resultó vagamente
familiar, la doctora Romero fue toda una sorpresa. Era delgada y
muy joven; no pasaría de los treinta. Logan se dio cuenta de que
había esperado encontrarse con una mujer mayor desaliñada, vestida
con un traje de tweed, una versión femenina de Flinders Petrie.
Romero no podría haber sido más diferente. Llevaba vaqueros y un
jersey de cuello alto negro con las mangas subidas hasta los codos.
Tenía el cabello negro y ondulado, largo hasta los hombros y
peinado con raya en medio. El modo en que se le ahuecaba a ambos
lados recordaba el típico peinado de los reyes egipcios. Cuando
Logan llegó, ella estaba sentada a su escritorio concentrada en
llenar una estilográfica en un tintero de tinta azul oscuro.
Logan llamó educadamente en el marco de la
puerta. Romero dio un respingo y estuvo a punto de soltar la
pluma.
—¡Mierda! —exclamó al tiempo que cogía un
pañuelo de papel para absorber la tinta derramada.
—Lo siento —dijo Logan sin moverse de la
puerta—. ¿Se ha manchado?
—No importa —contestó ella—. Podría haber
estropeado esto. —Alzó la estilográfica para que la viera—. ¿Sabe
lo que es? Una Parker Senior Duofold color amarillo mandarín de
1927, el primer año de su fabricación. Hay muy pocas. Mire, incluso
tiene la decoración amarilla en el capuchón, antes de que fuera
negra.
La agitó ante Logan como si fuera una
batuta.
—Muy bonita. Pero yo siempre he preferido
las Waterman.
Romero dejó la estilográfica y miró a
Logan.
—¿Las bañadas en plata?
—No. Las Patrician.
—Oh.
Enroscó el capuchón y se guardó la pluma en
el bolsillo de los vaqueros, luego se levantó y le dio la
mano.
El contacto le dijo a Logan mucho más acerca
de ella que el aspecto del despacho. Le retuvo la mano más tiempo
del que era habitual en él.
—¿Qué desea? —preguntó ella—. No le había
visto antes por aquí.
—Eso es porque llegué anoche. Soy Jeremy
Logan.
—Logan. —Frunció el entrecejo.
—Teníamos una cita.
Ella sonrió.
—Ah, claro. Usted es el cazafantas...
—Calló, pero en sus ojos verdes brillaba una chispa de humor.
La tontería de siempre. Logan ya estaba
acostumbrado.
—Yo prefiero el término
«enigmatólogo».
—Enigmatólogo. Sí, eso le da un aire de
respetabilidad. —Tina lo miró de arriba abajo con una mezcla de
escepticismo y velada hostilidad—. Bueno, ¿dónde están? ¿En esa
bolsa que lleva?
—¿Dónde están qué?
—Sus cosas. Ya sabe: el detector de
ectoplasmas, la bola de cristal y la varilla. Seguro que tiene una
varilla de radiestesia en alguna parte.
—Nunca llevo. Pero sepa que las bolas de
cristal pueden ser muy útiles; no necesariamente con fines
adivinatorios, sino para ayudar a vaciar la mente de distracciones
antes de la meditación; aunque naturalmente todo depende de las
impurezas del cristal y de su índice de refracción.
Romero pareció sopesar aquellas palabras un
momento y después dijo:
—¿Por qué no pasa y se sienta?
—Gracias. —Logan entró, tomó asiento en una
de las sillas que había ante el escritorio y dejó su bolsa en el
suelo.
—Lo siento, no pretendía ser frívola, pero
es que nunca había conocido a un... enigmatólogo.
—Como la mayoría de la gente. Nunca me falta
conversación en las fiestas.
Tina se apartó el pelo de la cara y se
recostó en su asiento.
—¿Y qué hace, exactamente?
—Más o menos lo que dice la palabra.
Investigo fenómenos que se hallan más allá de los límites normales
de la experiencia humana.
—¿Se refiere a cosas como los
poltergeist?
—A veces. Pero normalmente se trata de
actividades físicas o científicas que no pueden ser fácilmente
explicadas mediante las disciplinas tradicionales.
Ella entornó los ojos.
—¿Y se dedica a eso en exclusiva?
—También doy clases de historia en
Yale.
Aquello pareció interesarla.
—¿Historia egipcia?
—No, básicamente historia medieval.
Su interés desapareció tan deprisa como
había surgido.
—Vale.
—Ya que estamos jugando a las preguntas,
¿por qué no me cuenta un poco de usted?
—Claro. Me licencié en egiptología en la
Universidad de El Cairo. —Señaló los diplomas que colgaban en la
pared—. Estudié con Nadrim y Chartere. Fui ayudante de ambos en las
excavaciones de Kefrén VI.
Logan asintió. Era un currículo
impresionante.
—¿Este es su primer proyecto con Porter
Stone?
—El segundo.
Logan cambió de postura en la silla.
—El doctor Rush me dijo que usted me pondría
al corriente de los antecedentes. Qué encontraron en Hieracómpolis
cuando estudiaban el Templo de Horus. Cómo lograron localizar la
tumba en este lugar en concreto.
Romero se metió las manos en los
bolsillos.
—¿Y para qué quiere saberlo?
Logan interpretó aquello como un: «¿Por qué
debería perder el tiempo explicándoselo?». Sin embargo
contestó:
—Porque podría ayudarme en mi
investigación.
Ella permaneció callada. Después se inclinó
despacio hacia delante.
—Seré breve. Porter halló algo llamado
«ostracón» y...
—Me enseñó una reproducción exacta.
—Bien, eso nos ahorrará explicaciones.
Gracias al ostracón y a distintas investigaciones académicas, Stone
averiguó que Narmer había utilizado Hieracómpolis como punto de
partida para la construcción de su tumba. —Lo miró a los ojos—.
Sabe quién era Narmer, ¿no?
Logan asintió.
—El primer rey de un Egipto unificado —dijo
ella.
—Tengo entendido que hay ciertas
discrepancias al respecto. En el pasado, los expertos creían que el
mérito de la unificación de Egipto correspondía al rey Menes.
—Muchos especialistas, entre los que me
incluyo, creen que Menes y Narmer eran la misma persona. —Lo miró
con los ojos entornados—. Así pues, tiene conocimientos sobre el
antiguo Egipto.
Logan se encogió de hombros.
—En mi trabajo conviene saber un poco de
todo.
—¿Y hasta dónde llega su erudición,
exactamente?
Logan señaló la foto del fresco
egipcio.
—Lo suficiente para saber que eso pertenece
al período Amarna.
—¿De verdad? ¿Qué le hace pensarlo?
—Lo nutrido de la escena, la superposición
de los cuerpos, el énfasis en las formas femeninas: los pechos, las
caderas. Nada de eso aparece en el arte egipcio anterior.
Romero lo observó largamente y una sonrisa
se abrió paso despacio en su rostro.
—Muy bien, señor cazafantasmas, está claro
que es usted algo más que una cara en las portadas de las revistas.
Touché.
Logan le correspondió con una amplia
sonrisa.
—Bien —prosiguió ella—. Con la ayuda de
análisis geofísicos y de técnicas de sondeo aéreo por control
remoto logramos localizar lo que parecía una cantera con fines
funerarios. Fue una sorpresa, porque los primitivos egipcios,
también los nobles y la realeza, solían enterrar a sus muertos en
pozos de arena. A partir de ahí, March inició una excavación por
zonas.
—¿March?
—Fenwick March. El arqueólogo jefe del
proyecto. Dirige todo esto cuando Porter no está aquí.
—¿Y qué han encontrado?
—Al principio lo que cabría esperar: vasijas
embreadas con los bordes carbonizados, polen y restos paleozoicos,
pero a medida que los trabajos avanzaban nos dimos cuenta de lo
grande que era el yacimiento.
—¿Lo bastante como para ser la ciudad donde
estaban instalados los obreros y arquitectos de la tumba?
—Bingo. Y entonces encontramos esto. —Se
levantó, fue hasta un archivador, abrió un cajón y sacó dos rollos
de papel. Volvió al escritorio y le entregó uno.
Logan lo desenrolló. Vio una foto en color
de una antigua inscripción egipcia, grabada y pintada. Representaba
a un rey sentado junto con líneas, flechas y distintos pictogramas
primitivos.
—¿Lo reconoce? —le preguntó Romero.
Logan alzó la vista.
—Parece una especie de estela.
—Muy bien. Una estela de piedra para ser
exactos. ¿Sabría decirme qué lleva escrito?
—Mi erudición no llega tan lejos —repuso
Logan con una sonrisa.
—Es un mapa de carreteras.
—¿Un mapa de carreteras? ¿Para ir
adónde?
Romero alzó una mano, con el dedo índice
extendido, y, despacio, apuntó directamente al suelo, entre sus
pies.
—Dios mío —dijo Logan.
—Sin duda sabe lo avanzados que estaban los
antiguos egipcios en astronomía, en lo relativo a trazar mapas
celestes. Esta estela era un mapa para mostrar a los arquitectos y
constructores cómo llegar a la tumba durante su construcción. Sin
duda tenía que haberse destruido, reducido a polvo, una vez que la
tumba estuviera acabada. Por fortuna para nosotros no fue así.
Gracias a ella hemos podido triangular la ubicación de la tumba
dentro de unos pocos kilómetros. Una vez en el lugar, los análisis
geológicos y los análisis académicos nos permitieron precisar aún
más.
Logan pensó en la cuadrícula que había visto
en el monitor del Centro de Inmersiones.
—Increíble. Muy propio de Porter
Stone.
—Desde luego, pero Stone encontró algo más.
En el extremo más alejado del yacimiento.
—¿Qué?
—Una pieza cuadrada gigantesca de basalto
negro. Podría ser la base para algún tipo de estatua, quizá la del
propio Narmer. Había sido pulida hasta darle el brillo de un ágata
y lo conservaba a pesar del paso de los siglos. Contenía algo. —Le
entregó el otro rollo.
—¿Qué es esto? —preguntó Logan.
—La razón de su presencia aquí.
Logan la miró.
—No lo entiendo.
Ella le devolvió la mirada con una sonrisa,
pero esta vez sus ojos no sonreían en absoluto.
—Es una maldición.