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—UNA maldición —repitió
Logan.
Christina Romero asintió.
Porter Stone había aludido a una maldición,
y Logan no había dejado de preguntarse cuándo volvería a salir el
tema.
—¿Se refiere a una como la que supuestamente
había en la tumba de Tutankhamón? ¿«La muerte tocará con sus
veloces alas...» y todo lo demás? Eso no son más que
leyendas.
—En el caso de Tutankhamón es posible que
tenga razón, pero las maldiciones eran moneda corriente en el
Imperio Antiguo, y no solo en las tumbas privadas. Como primer rey
de un Egipto unificado, Narmer no iba a correr riesgos. Su tumba no
podía ser profanada porque eso podía significar la disolución del
imperio, de modo que dejó esta maldición a modo de advertencia.
—Hizo una pausa—. Y menuda advertencia.
—¿Qué dice, exactamente?
Romero cogió la foto de la inscripción y la
miró.
—«Todo hombre que ose entrar en mi tumba
—tradujo— o cometa cualquier maldad contra el lugar de reposo de mi
forma humana hallará una muerte cierta y fulminante. Si cruzara la
primera puerta, los cimientos de su casa se hundirán, y su semilla
caerá en tierra estéril; su sangre y sus miembros se convertirán en
cenizas, y la lengua se le clavará en la garganta. Si traspasara la
segunda puerta, la oscuridad lo seguirá y será perseguido por la
serpiente y el chacal. La mano que se atreviere a tocar mi forma
inmortal arderá con fuego inextinguible. Pero si alguien osara en
su temeridad cruzar la tercera puerta, el dios negro de la más
profunda sima lo atrapará y esparcirá sus miembros por los confines
del mundo. Y yo, Narmer el Eterno, lo atormentaré a él y a los
suyos noche y día, tanto en la vigilia como en el sueño, hasta que
la locura y la muerte se conviertan en su templo para la
eternidad.»
Romero dejó el rollo en el escritorio y por
un momento se hizo el silencio en el despacho.
—Bonito cuento para antes de dormir —comentó
Logan.
—Precioso, ¿verdad? Solo un tirano sediento
de sangre como Narmer habría podido inventar algo así. Aunque,
ahora que lo pienso, también podría ser obra de su mujer,
Niethotep. Tal para cual —concluyó Romero meneando la cabeza.
—¿Niethotep?
—Menudo personaje. Una de esas psicópatas
aficionadas a bañarse en la sangre de cien vírgenes, al menos eso
se cree. Narmer se la trajo de Scitia, toda una realeza. —Romero
dio la vuelta a la foto—. En fin, volviendo a la maldición, es la
más larga que se conoce y también, con diferencia, la más concreta.
Ha oído la referencia al dios de la sima más profunda, ¿no?
Logan asintió.
—Fíjese que no se le llama por el nombre. Ni
siquiera Narmer, que en sí mismo era considerado un dios, se atreve
a hacerlo. Se refería a An’kavasht, aquel cuyo rostro está vuelto
hacia atrás. Un dios de pesadilla y maldad al que los primeros
egipcios temían más que a nada. An’kavasht moraba en el Exterior,
en la noche infinita. ¿Sabe lo que significaba «Exterior»?
—No, no lo sé.
—Significaba el Sudd. —Hizo una pausa para
dejar que sus palabras surtieran efecto. Luego cogió las dos fotos,
las enrolló y volvió a meterlas en el archivador—. Transcurridos
cincuenta años, el avance de las aguas de esta marisma habría hecho
innecesario cualquier secreto. El Sudd se habría ocupado de ocultar
la tumba. —Miró a Logan—. Pero ¿sabe qué? No creo que a Narmer le
preocupara especialmente ocultarla. Recuerde que se lo consideraba
un dios, y no solo en el sentido ceremonial. Cualquiera que profane
la tumba de un dios se estará buscando problemas. Además de la
maldición, Narmer tenía todo un ejército de muertos para
protegerlo. Nadie, ni siquiera el ladrón más descarado, se
atrevería a desafiar semejante maldición.
—¿Qué es esa historia de las tres
puertas?
—Las puertas son las entradas selladas de
una tumba real. Por lo visto la tumba de Narmer tiene tres cámaras,
al menos tres cámaras importantes.
Logan se removió en la silla.
—Y esa maldición es la razón de que yo esté
aquí.
—Ha habido varios... ¿cómo lo diría March?
Varios sucesos anómalos desde que empezamos la excavación. Equipos
que funcionan mal. Cosas que desaparecen y reaparecen en el lugar
equivocado. Un número inusualmente alto de accidentes muy poco
habituales.
—Y la gente empieza a estar asustada.
—Yo no diría asustada, pero sí inquieta, y
quizá desmoralizada. Bastante difícil es estar aquí, en mitad de la
nada, flotando en la peor marisma del mundo, para que encima pasen
cosas raras. Ya sabe cómo empiezan las habladurías. No sé, es
posible que la gente se calme un poco si lo ven a usted husmeando
por aquí.
«Husmeando por aquí.» A medida que hablaba,
el inicial escepticismo de Romero, por no decir abierta hostilidad,
había vuelto.
—O sea, que voy a ser el hechicero de la
tribu —comentó Logan—. Es posible que no sirva de nada, pero
resultará reconfortante verme manos a la obra. —La miró fijamente—.
Ahora ya sé a qué atenerme. Gracias por la franqueza.
Romero sonrió, pero no fue una sonrisa
precisamente amistosa.
—¿Tiene algún problema con la
franqueza?
—En absoluto. Aclara las cosas. Y puede ser
muy estimulante..., incluso esclarecedora.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo con usted.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó ella con
aspereza—. No sabe nada de mí.
—La verdad es que sé bastante. Aunque buena
parte son conjeturas, lo reconozco. —Le sostuvo la mirada—. Usted
es la más pequeña de la familia. Supongo que sus hermanos mayores
son todos chicos. Me atrevo incluso a suponer que su padre les
dedicaba la mayor parte de su atención: Boy Scouts, Little League.
No debía de tener mucho tiempo para usted, y en cuanto a sus
hermanos, cuando se fijaban en la niña de la casa era para
menospreciarla. Eso explicaría su hostilidad natural y su exagerada
compensación académica.
Romero abrió la boca para decir algo, pero
la cerró y permaneció callada.
—En su familia hubo una mujer que destacó o
se hizo famosa hace algunas generaciones. Una arqueóloga quizá, o
tal vez una alpinista. La manera en que ha colgado sus diplomas en
la pared, ligeramente torcidos, sugiere una aproximación un tanto
informal al mundo académico: formamos una familia grande y feliz
tanto si tenemos doctorados impresionantes como si no. Sin embargo,
el hecho de que se trajera sus títulos apunta una profunda
inseguridad respecto a su posición en este proyecto. Una mujer
joven, una de las pocas entre muchos hombres, y en un entorno
hostil... Sin duda le preocupa que no la tomen en serio. Ah, y su
segundo nombre de pila empieza por «A».
Ella lo miró echando chispas por los
ojos.
—¿Y cómo narices sabe usted eso?
Logan señaló con el pulgar por encima del
hombro.
—Está escrito en la placa de la
puerta.
Romero se levantó.
—Largo.
—Gracias por la conversación, doctora. —dijo
Logan antes de ponerse en pie y salir.