Capítulo 7

A las diez de la mañana del día siguiente un llamado telefónico despertó a Cayetano mientras dormía en el sofá del living de la casa de Madame Eloísa. Era el profesor Inostroza. Tenía la información precisa que le había solicitado la noche anterior.

—Sólo puede tratarse de Alfred Herrhausen, presidente del Deutsche Bank, nacido en 1939 —dijo el académico de corrido—. Murió el 30 de noviembre de 1989. Fue asesinado en su residencia de Bad Homburg por la Fracción del Ejército Rojo, la RAF.

—Espera, espera. ¿Es un banquero alemán que fue asesinado por extremistas en 1989?

—Así es. Se trataba de un tipo clave en el sistema bancario europeo.

—¿Y qué carajos hago yo ahora con estos datos? —exclamó Cayetano alcanzando las gafas, que yacían debajo del sofá.

—¿No querías acaso los datos del tipo?

—Sí, no te preocupes, te lo agradezco —dijo sentándose. De la cocina llegó olor a pan tostado y a café—. Lo que no entiendo es qué monos pinta este alemán asesinado en el asunto.

Colgó y fue al baño a lavarse la cara. Hasta allá le llegó el eco de las voces de Suzuki y su amante, que hablaban de Herrhausen. Después de peinarse con un cepillo que, a juzgar por los cabellos teñidos de rubio enredados en él, pertenecía a Madame Eloísa, pasó a la cocina.

—A sentarse, don Cayeta, que ya estábamos por comenzar sin usted —dijo la mujer.

Sobre la mesa había tostadas, el insuperable arrollado de la calle Las Heras, las tazas y una humeante cafeterita de aluminio. Se sentó y armó su sándwich mientras Eloísa le servía café.

—Escuché sin querer, Cayeta, que el banquero alemán fue asesinado —dijo la mujer.

Cayetano miró molesto a Suzuki. Ya le había advertido que no deseaba que ella se inmiscuyera en el asunto. Si lo hacía, en un par de días el Parlamento completo sabría que él se escondía en su casa.

—Bueno, ya veremos qué logramos con eso, porque a simple vista no hay ninguna relación con Chile —repuso el investigador—. Además, eso ocurrió hace varios años.

—No hay mucho que buscar, pues don Cayeta —dijo Madame Eloísa echándole tres cucharadas de azúcar a la taza del detective.

—¿Cómo que no?

Suzuki contemplaba aquello en silencio, masticando su sándwich. Madame Eloísa continuó resuelta como una aplanadora:

—Me tinca que el banquero ese es una clave para referirse a alguien semejante en Chile.

—Sí, ¿pero a quién?

—A alguien que desarrolla una labor por el estilo en el país, pues.

Le sorprendió el ingenio de la mujer y le preguntó:

—¿Y qué banco equivale al Deutsche Bank en Chile?

—¿Es que no se da cuenta? —observó ella cerciorándose de que el escote de la bata no ofreciera una porción demasiado generosa del canal de sus senos—. Usted que sabe algo de alemán…

En verdad podía tratarse del presidente del Banco de Chile. ¿Pero quién diablos era su presidente?

—Suzukito, llama a Peter Blumen y pregúntale eso.

Madame Eloísa se apoderó del teléfono antes de que lo hiciera su amante.

—Tengo un amigo en la biblioteca del Parlamento, que nos dará enseguida el nombre —anunció mientras marcaba un número.

Consiguió el dato en cuestión de segundos. La gorda aquella estaba efectivamente conectada, vaya a saber uno cómo, con las altas esferas del país. Se trataba de Felipe Berroeta de las Casas, quien además de banquero era un industrial próspero. El hombre se las estaba jugando desde hacía años para convertir al país en el centro financiero de América del Sur. Doctorado en Chicago y con experiencia bancaria en Manhattan, parecía el hombre óptimo para impulsar semejante proyecto.

—El mensaje me queda claro —comentó Suzuki llevando su plato con el sándwich a medio terminar hasta la cocina—. Mañana van a asesinar a Berroeta de las Casas.

Cayetano sintió un estremecimiento. Le parecía inconcebible que la WPA ocultase planes criminales bajo nombres de artistas, títulos de novelas, cuadros o películas. Una vez que hubo terminado el desayuno, le hizo un gesto a su secretario para que lo siguiera a la baranda.

—No tengo nada en contra de las musas en estos menesteres —aclaró. El balcón levitaba sobre los techos y las quebradas de Valparaíso—, pero es mejor que la Madame no esté al tanto de todo. Sería una injusticia que la WPA o La Casa la liquidaran…

—Harto que nos ayudó, eso sí —observó Suzuki acodado en la baranda, con la vista fija en el molo—. Ella siempre dice que las dos profesiones más antiguas del mundo deben ir de la mano. No, en serio, habría que asociarse con mi mujer, jefe. Pero no se preocupe, la mandaré a comprar un costillar de chancho, que le queda riquísimo, y la tendremos fuera de casa por un rato.

—¿Costillar?

—Al horno. Y de entrada unas machitas a la parmesana. ¿Qué tal?

Cayetano sonrió. No era un día para pensar en la comida, pero toleró que su ayudante decidiera en el terreno culinario por ese día. Después, poniéndose serio, aseveró:

—Si planean matar mañana a Berroeta de las Casas, tenemos que averiguar cómo y dónde. Y eso sí no lo revela el caso Herrhausen, pero quizás la película El puente sobre el río Kwai y la novela Una voz dormida en la tierra.

—Hay que llamar al profesor Inostroza de nuevo, aunque ya vi que usted también anda con un mamotreto sobre teoría literaria. ¿Ha aprendido algo útil con eso, jefazo?

—¿Útil? —exclamó el detective soltando el aire por la nariz—. Mejor hablemos de cosas reales. Eso de estudiar teoría literaria es para millonarios y ociosos, mi amigo. Escucha: si nos decidimos por la tesis de que mañana van a asesinar a Felipe Berroeta de las Casas, podemos especular con que lo matarán cuando quiera cruzar un puente, ¿verdad?

Suzuki inclinó la cabeza y se mordió los labios.

—¿No le parece demasiado fantasioso todo eso? —preguntó.

—¡Coño, compadre, si estamos especulando, especulemos no más! —agregó Cayetano contrariado por la reculada del secretario—. El crimen va a ocurrir en un puente. Por lo tanto, mañana estallará un puente igual que en la película norteamericana. ¿Qué te parece?

—Como usted diga, jefazo. Si le achuntamos, pasamos a la gloria, si no, ambos terminaremos encerrados. Usted por loco, yo por pelotudo. Mira que dármelas de novelista a estas alturas de la vida, cuando tengo —e indicó con una mano hacia las paredes del cuarto— el porvenir asegurado.

Una camioneta se estacionó frente al almacén de la esquina y su chofer bajó de ella y cargó un canasto con lechugas, despertando suspicacia en ambos.

—Lo mejor ahora es pedirle a la Madame que nos haga un último favor —dijo Cayetano tras afilarse los extremos del bigote.

—¿No la envío entonces a comprar costillar ni machas, jefazo?

—Escucha bien, coño: antes de que vaya de compras, dile que llame a la oficina de relaciones públicas del Banco de Chile y pregunte por el programa del señor Berroeta de las Casas para el día de mañana. ¿Mañana es viernes, verdad?

—Así es.

Cayetano subió al dormitorio y entró al bañito a tomar una ducha. Sentía que avanzaba sobre el filo de una navaja. Un tropiezo podría resultarle fatal. Quedaban apenas unas horas para que se entrevistase en La Moneda con el hombre escogido por el Escorpión. Si la WPA se mantenía dentro de la lógica que él había descubierto, el asunto resultaría menos complicado. Ahora necesitaba conseguir imperiosamente el programa del banquero para averiguar si cruzaba algún puente. ¿Y en caso de que no lo hiciera? ¿Presentaría entonces de todos modos la denuncia al gobierno o era más prudente dejar que las cosas siguieran su curso?

Al volver al primer piso, se encontró con Madame Eloísa que acababa de colgar el teléfono.

—Me hice pasar por una amiga periodista y me dieron el programa de don Felipe Berroeta de las Casas.

—¿Y…?

—El señor viaja mañana a una fiesta campestre que brindará en su fundo de Olmué en honor de unos banqueros norteamericanos.

—¿Y viaja solo?

—En un bus especial con sus invitados extranjeros. Obviamente se desplaza con escolta. Van además banqueros nacionales, dirigentes de la SOFOFA y del gremio de exportadores. Ya sabe usted que en tiempos difíciles todos se ayudan. ¿No habrá forma de pasarles un avisito de mi salón? Imagínese los precios que podríamos cobrar…

—¿Olmué, Olmué? —repitió Cayetano con las manos en los bolsillos—. Eso está aquí, en la Quinta Región. Si el grupo viene de Santiago, cruzará varios puentes por la ruta 68. Me cuesta imaginar un atentado en la carretera, sobre todo porque vi mucho militar apostado… Pero también hay otras rutas para llegar a Olmué. ¡Coño!

El detective se propinó un gran palmazo contra la frente.

—¿Qué pasa, jefazo?

—¡Ya! ¡Está todo claro! —gritó.

—Pero hable, pues jefe, no se trabe como yo en los momentos álgidos.

—Ahora entiendo por qué el título de la novela habla de la «tierra dormida» —anunció Cayetano eufórico—. La otra ruta de Santiago a Olmué pasa por Til-Til, donde asesinaron a Manuel Rodríguez, y luego cruza una cadena de montañas a través de la Cuesta de la Dormida. ¡Coño! ¿Se dan cuenta?

—Sí, es una ruta poco frecuentada —comentó Madame Eloísa—. Y tiene varios puentes menores, que tal vez no están vigilados. Por ahí pasarán entonces los peces gordos.

—Pues vuelve a llamar ahora mismo a relaciones públicas del banco y pregunta si Berroeta de las Casas acostumbra viajar por allí a su fundo. Si ésa es su ruta predilecta, nos vamos de inmediato al Palacio de la Moneda. Tendríamos el asunto esclarecido.

Cita en el azul profundo
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