Capítulo 4
Recuperó la calma al encontrar a Kim reposando en el cuarto.
—¿Qué te dijeron en el Ministerio de Relaciones Exteriores? —preguntó mientras se secaba el sudor del rostro con una toalla.
—Lo de siempre, que no se han olvidado de mi petición, pero que no lograron dar con mi padre. Me recomendaron ser paciente, pues ya averiguaron al menos que no ha fallecido, lo que mantiene intactas mis esperanzas.
—Juegan con el dolor ajeno —comentó Cayetano. Sentado en el borde de la cama, se despojaba de los zapatos. Tenía deseos de tenderse un rato, al menos hasta que se le aliviara el dolor que le causaban las sandalias compradas en una liquidación.
—No creas —dijo Kim con suavidad y se puso de pie y miró por la ventana—. La funcionaria que me atendió hoy estaba al tanto de mi caso y me pareció sincera y bien intencionada. Que alguien busque a su padre despierta siempre simpatías, o al menos compasión. Pero ella no sabe qué más hacer. Hay algo al parecer contra lo cual la búsqueda tropieza.
—Pues ya te dije, o tu padre se marchó ilegalmente de la isla, y lo consideran traidor o bien, disculpa que lo diga, o bien se oculta de ti, Kim.
Ella bajó la vista y no respondió.
—¿Qué pasa? ¿En qué piensas? —preguntó Cayetano recostándose en la cama, apoyando la cabeza sobre las palmas de las manos.
—Me apetece salir de paseo.
Estaba a punto de contarle que prefería reposar hasta el día siguiente a causa de las malditas sandalias, cuando Kim le hizo señas para que dejaran el cuarto. Una vez afuera, mientras pasaban frente al hotel Capri en dirección a la plaza del Copelia, ella le explicó de qué se trataba:
—Al salir del ministerio, le compré granizado a un viejo que lo vendía en un carrito. Como su aspecto me recordó a mi padre, le di diez dólares de propina. Él sonrió incrédulo, pensó que era una equivocación. Es más de lo que gana en la semana.
—¿Y?
—Lo acompañé un par de cuadras, pues ya se marchaba a casa. Y obviamente me preguntó qué hacía una extranjera no diplomática en el ministerio. Cuando se lo expliqué, me dijo que no confiara en nadie, que jamás me conducirían a mi padre, que él conocía a alguien que tal vez podría ayudarme.
—¿Te has vuelto loca? —exclamó Cayetano inquieto—. ¿No te das cuenta de que puede ser una trampa?
Un turistaxi pasó lentamente frente a ellos, dándoles oportunidad para que lo abordaran. Luego arrancó con chirrido de neumáticos.
—Cayetano, estás paranoico total. Ellos no pueden manejar todos los hilos.
—Podemos buscarnos un lío que termine por perjudicar hasta mi propia investigación, Kim.
—Ah, si estamos con esas, entonces tal vez es mejor que nos separemos —dijo ella seria.
Intentó explicárselo de forma razonable: si cada uno investigaba por su cuenta, lo más indicado era que se separaran temporalmente. De esa forma los errores de ella no lo afectarían. Él era un sabueso profesional, ella una de esas diletantes que él tanto aborrecía, pero lo crucial radicaba en no convertir aquella separación táctica en el término de la relación. Se trataba sólo de actuar con pragmatismo.
Anonadado por sus palabras, buscó en vano cigarrillos en la guayabera y después se introdujo las manos vacías en los bolsillos del pantalón. Rechazó su oferta, porque no pretendía abandonarla a su suerte, menos ahora que sus perseguidores les pisaban los talones. Al contrario, Kim debía volver a Suecia por su propia seguridad.
—Lo que pasa es que eres un machista del carajo —le reprochó ella—. Crees que sólo los hombres sirven como investigadores. Ni siquiera te has detenido a pensar en que mi conversación con el viejito nos puede ayudar bastante. Vamos, ¿qué pasa? ¿Es que sólo te gusto en la cama y de adorno por la calle?
Cayetano lanzó un resoplido y miró a su alrededor. Estaban detenidos en la vereda, cerca del Copelia, atrayendo la atención de los curiosos que pasaban.
—¿Y el viejo del carro desde cuándo se dedica a vender esas payasadas? —preguntó malhumorado. Le resultaba extraño que un comerciante pudiese instalarse cerca de ese ministerio. En el fondo, podía tratarse de un cazabobos de la DGI.
—Trabajó por años en una bodega vendiendo alimentos racionados. Allí conoció a Figueroa, el tipo que realmente me interesa. Escucha, Figueroa era encargado de la biblioteca del ministerio. Él le prestaba revistas occidentales por unos días y el viejito, a cambio, le vendía alimentos por la libre, así se hicieron amigos.
—¿Y Figueroa jubiló?
Kim lo tomó del brazo y lo invitó a seguir caminando.
—Lo tronaron hace años —explicó—, cuando su hijo se marchó por el Mariel a Estados Unidos. En el fondo es su hijo quien lo mantiene a él y a su mujer con las remesas que envía de Miami.
—¿Y en qué quedaste con el viejo del granizado?
—En que nos recibirá mañana en su apartamento.
—¿Estará también Figueroa? —inquirió atusándose el bigote.
—Sí. Sólo me pidió que llevara habanos y unas fotos de mi padre. Dice que Figueroa conoció a todo el que pedía libros o revistas en el ministerio.
—No sólo les llevaremos tabacos, Kim, sino también una latica de café Pilón. Ya verás cómo cantan…