Capítulo 2

Como era de suponer, los diarios de la mañana siguiente no alcanzaban a informar sobre el crimen de la víspera, por lo que Cayetano hojeó infructuosamente los periódicos en su oficinita del entretecho del Turri, edificio que se alza en el plan de Valparaíso. No obstante, el bloque informativo matutino de radio Cooperativa sí se refería al asunto.

—Ajuste de cuentas entre narcos —concluyó Bernardo Suzuki, el secretario de origen japonés del detective, mientras corrían los comerciales. Por las mañanas este hombre menudo y pícaro, de piel amarilla y ojos rasgados, recortaba las noticias policiales y las archivaba, pero durante la noche atendía su puesto de fritangas en el barrio del puerto, intoxicando a menudo a marineros y prostitutas—. A este paso los narcos terminarán por controlar al país, como a todo el continente.

—Los periodistas siempre especulan mucho, Suzukito —repuso Cayetano. Colaba café en la hornilla instalada junto a una ventana que daba a la bahía—. Tengo que averiguar la verdadera razón por la cual ese hombre quería verme.

Aquella mañana fresca y nublada la radio informó que la víctima era un ciudadano estadounidense de origen cubano, de profesión desconocida, llamado Agustín Lecuona. Desde hacía unos días alquilaba un cuarto en el céntrico Hotel Carrera de la capital.

En cuanto el café estuvo listo, Cayetano le agregó varias cucharadas de azúcar y lo vertió en dos tacitas. Pronto se olvidará la gente del cubano, pensó mientras le alcanzaba la bebida a Suzuki. Había otros asuntos inquietantes: el desempleo, asaltos a residencias, una rebelión mapuche en el sur y huelgas en el área exportadora. El país pasaba por una mala racha, se dijo al repatingarse en el sillón del escritorio que compartía con su secretario, mueble en el cual reinaba un desorden endémico. Ahora no tenía otra que esperar la llamada del Escorpión, el comisario de la Policía de Investigaciones, quien a veces solía suministrarle datos novedosos.

Lo había llamado a primera hora al cuartel central en Santiago y él le dijo que estaba ocupado. Eso significaba que lo llamaría desde una cabina pública para burlar al temido Departamento Quinto de la institución, especializado en vigilar a los agentes. Cayetano alzó el auricular en cuanto sonó el aparato.

—¿Y qué deseas ahora? —preguntó la voz del Escorpión.

El apodo de Arsenio Marín databa de años atrás, cuando la mafia le había emboscado en el puerto para secuestrarlo. Había repelido el ataque desde lo alto de un contenedor, reservándose la última bala del arma para suicidarse y no caer en manos de sus enemigos. El ulular de sirenas de los patrulleros lo salvó. Marín, como los escorpiones heridos, no habría dudado en poner punto final a su vida.

—Te pedí que me llamaras por lo de Lecuona —dijo Cayetano—. Tengo que confesarte algo.

—Algo terrible será, entonces.

—Ayer lo presencié todo en el Azul Profundo. Estaba allí echándome unos tragos.

—¿Y desde cuándo te sobra el dinero?

No le respondió. El Escorpión era un tipo tranquilo, caballeroso, siempre de traje, cuello y corbata, lo que lo asemejaba más a un maestro de colegio de clase media que a un inspector de Investigaciones. Tenía buenos modales, incluso para tratar a los delincuentes peligrosos, modales que seguro había aprendido cuando estudiaba en el Instituto Nacional.

—Eras tú entonces el tipo con bigotazos al cual se refirió el barman —comentó atando cabos—. ¿Y por qué huiste como la mayoría?

—Los que mataron a Lecuona podían liquidarme.

—No bromees —advirtió serio—. A los motociclistas y la moto se los tragó la tierra, y a mí me endilgaron el caso. Uno más, como si no tuviera ya bastante con el secuestro del hijo del presidente de la Corte Suprema.

La noticia sorprendió a Cayetano. No sabía nada de ese secuestro. La prensa tampoco lo mencionaba. Era, en todo caso, un asunto delicado, porque dentro de poco el máximo tribunal debía entregar un fallo sobre la ocupación mapuche de tierras. Los indígenas alegaban ser los propietarios de ellas justo cuando una empresa pretendía iniciar allí el mayor proyecto de explotación maderera del hemisferio sur.

—¿Y cuándo lo secuestraron? —preguntó.

—Olvídalo, mejor, Cayetano.

—No, cuéntamelo. Yo también manejo algo importante sobre tu cubano.

—El viernes pasado —repuso tras lanzar un suspiro—. Y el gobierno optó por silenciar la noticia para facilitar las negociaciones y evitar que los jueces se vean presionados. Ellos tienen que decidir si las tierras pertenecen a los mapuches o a la empresa inversionista. ¿Y el cubano?

Le relató el breve contacto telefónico y el encuentro abortado. Quizás al Escorpión le serviría saber que la víctima había mencionado algo así como «Delenda est Australopitecus».

—¿Quieres ayudarme esta vez? —preguntó el Escorpión—. Quizás pueda conseguir unos pesos para pagarte el viaje a Santiago y la comida. Puedes alojar en mi departamento. Tú sabes cómo le quedan las empanaditas de piure a mi mujer…

Era cierto, Yolanda tenía una mano de ángel, pero, francamente, no le interesaba ponerse bajo el mando de nadie. Si bien como detective privado no ganaba mucho, gozaba de una independencia que lo enorgullecía. Sí, podía darse el lujo de aceptar los casos que le interesaran y disponer del tiempo a su antojo. Cuando le bajaban deseos de tomarse un café en el Bosanka, allá iba, o si tenía ganas de sentarse frente al muelle a ver los botes y soñar con otros países, nadie podía prohibírselo. Su libertad no tenía precio.

—Gracias por la oferta, Escorpión, pero recuerda que soy un pequeño empresario. Ya veré si salta otra liebre. Le seguiré de todos modos la pista al asunto, pues me dejó intrigado. Parecía un buen tipo.

—De poco le servirá ahora con trajecito de madera —fanfurruñó el Escorpión—. «Delenda est Australopitecus», ¿dijiste?

Cita en el azul profundo
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