Capítulo 13

—¿Y qué bicho te picó ahora? —le preguntó el Escorpión estrechándole la mano.

Se habían reunido en una cafetería del metro Pedro de Valdivia, donde era posible consumir un café nada detestable y unos Barros Jarpa en verdad inocuos. Era mediodía, pero el local aún estaba semivacío, a la espera de la oleada de oficinistas que sale a almorzar cerca de la una.

—Vine a hacerte una confesión —dijo Cayetano mientras se sentaba a la mesa junto al inspector. A través de los cristales, por entre pasteles y panes, podían ver los transeúntes que entraban y salían apresurados de los trenes—. Como cobré el cheque de Lecuona, no me queda más que seguir investigando.

El Escorpión alargó cejijunto una bolsita de maní confitado que cargaba en el bolsillo y preguntó en voz baja:

—Yo que tú me iba de vacaciones a República Dominicana a bailar merengue y conquistar una mulata, en lugar de andar con esos remilgos de solterona especulativa. Además, lo mejor es que te alejes del asunto Lecuona.

Los interrumpió una mesera entusiasta y pícara. Optaron por el menú ejecutivo: entrada palta reina, guatitas a la italiana, refresco, pan, gelatina y un nescafé. Era para ejecutivos más bien modestos a juzgar por el precio. Pidieron aparte sendas Becker.

—¿Por qué quieres alejarme del asunto?

El Escorpión le ofreció más maní mientras lo escrutaba con ojos atentos. Había un fulgor verdoso en sus pupilas.

—¿Cómo por qué? ¿No te dije la vez pasada que al parecer el Conde estaba involucrado en esto?

—¿Y eso?

—Te puedes buscar un tremendo lío.

Le contó con lujo de detalles el abordaje de los matones en la gasolinera, lo que hizo que el Escorpión viera corroborados sus temores. Todo apunta en esa dirección, aclaró. El «Pipa» Núñez, aliado del Conde en Investigaciones, tenía el caso Lecuona congelado en sus manos. Se rumoreaba en la institución que había una decisión política de por medio, impulsada por La Casa y respaldada por el gobierno. No había que ser tan ingenuo como para creer que las gestiones investigativas conducirían a un esclarecimiento del asunto. Algo brumoso, tal vez siniestro, que nadie alcanzaba a vislumbrar con precisión, se ocultaba detrás de la maniobra.

Con un escándalo que los devolvió de súbito a la cafetería, la dependienta colocó el pan batido, la mantequilla y las cervezas con los vasos sobre la mesa y se marchó anunciando que ya traería la palta reina a los caballeros. Palta reina, pensó Cayetano, ¿cuántas veces había comido palta reina en Chile? Tal vez la palta reina era el verdadero plato nacional de Chile. Cuando menos, debería estar en el escudo, pensó llenando el vaso de cerveza.

—¿Y estás seguro, que Lecuona habló con el Conde? —preguntó.

—Sólo te dije que los llamados a la secretaría central de La Casa se hicieron desde el cuarto de Lecuona en el hotel Carrera —aclaró el Escorpión. La espuma también coronaba ya su vaso—. Eso lo registraron mis hombres y yo vi el parte con mis propios ojos.

—¿No es seguro de que habló con el Conde, entonces?

—La secretaria del Conde reconoció ante la prensa que había recibido llamadas de un desconocido de apellido Sami, que deseaba hablar con su jefe, pero aclaró que no lo comunicó con él porque carecía de referencias sobre su persona. Allí muere la cosa, al menos en términos públicos. Pero a mí toda esta martingala me resulta dudosa…

—Bueno, ¿quieres que investigue o me haga el loco? No te entiendo, viejo.

—Ya te dije, yo que tú me iba a Punta Cana.

Esta vez la mesera volvió no sólo trayendo la palta reina, sino también las guatitas a la italiana. No era fácil comerse una palta reina aspirando al mismo tiempo el olor a guatitas.

—¿Y por qué no te convence la explicación de la secretaria? —preguntó Cayetano.

El Escorpión se inclinó sobre la mesa y respondió engolando la voz con aplomo:

—Porque los tres llamados fueron de cinco a siete minutos cada uno. ¿Raro, no? El tiempo suficiente como para pasarle la llamada al Conde y para que éste intercambiara unas palabras con Lecuona.

—¿Quieres decir que acordaron encuentros y que se reunieron?

—Es posible.

Cayetano dejó de lado la palta, demasiado insípida, y atacó el plato principal. Ese salvaba el honor del localcito. Eran unas guatitas caseras, es cierto, pero blandas y bien sazonadas por la salsa de tomates. Se refrescó con un sorbo de cerveza y se preguntó si acaso el Escorpión no estaría lanzando infundios contra el Conde sólo para desprestigiar al «Pipa» Núñez.

—Y no son meras suposiciones —aclaró el Escorpión como si hubiese intuido las dudas que lo corroían—. La planta telefónica del hotel no miente. Ahí estaba el número de la secretaria del jefe de La Casa.

—Está bien, está bien, Escorpión, por lo mismo. Ahora yo necesito tu ayuda.

—A ver, explícate.

Cayetano se introdujo unas tiras de guatitas en la boca para ganar tiempo. En realidad ignoraba si el policía de buenos modales y flema británica estaría interesado en ayudarle a esclarecer el crimen.

Si hacía memoria, él lo había socorrido sólo una vez en un caso trascendente: el asesinato de un maestro de esgrima de la Escuela Naval, que había concentrado el interés de las autoridades y la población durante bastante tiempo. Sin sus conocimientos de Valparaíso ni sus soplones, el Escorpión jamás habría hallado a los criminales. Desde entonces se había ido consolidando esa relación algo vaga, pero de cierta forma fiable, entre un policía oficial y un investigador privado, algo poco común, por lo demás, ya que los primeros consideraban a éstos simples diletantes.

—Necesito hablar con el Conde —dijo Cayetano de pronto. El tenedor, con un trozo de guatita ensartada, quedó a medio camino entre el plato y la boca del Escorpión.

—¿Con el Conde? —tartamudeó.

Le divertía el espanto que causaba su petición. Apartó el plato y el vaso a la vez que dirigía una mirada hacia los pasteles de la vitrina. Un niño mendigo contemplaba hambriento las golosinas con la nariz aplastada contra el cristal.

—Sí, con el Conde Rojo —subrayó—. Necesito hablar con él.

—No te va a recibir. Recuerda que La Casa ni siquiera existe oficialmente. Si la institución no existe, mal te puede recibir su director.

La mesera salió a corretear al niño de mala gana y Cayetano lamentó no haberle comprado un berlín. El menor ya se confundía, atemorizado, con la marejada de transeúntes.

—¿Y entonces qué hago, Escorpión? —preguntó acariciándose los bigotazos—. ¿Dejar que el crimen de Lecuona se hunda en el olvido? ¿Esperar a que un día te pasen el caso a ti?

—Recuerda, Cayetano, que el Conde y La Casa no existen. ¿Entiendes? Operan, pero no existen.

—¡No puede ser que no exista un hombre que se desplaza por esta ciudad en coche blindado y con guardaespaldas, coño! ¿O estoy loco?

El Escorpión se pasó la servilleta por la frente, bebió de su cerveza y luego dijo:

—Si quieres una entrevista con el Conde, tienes que llamar al ministerio de cooperación y decir que planeas donar recursos para el desarrollo de una comuna pobre. Quizás en ese caso te comuniquen con él, porque su cobertura y su justificación presupuestaria están en el ítem de desarrollo regional.

—¿Y crees que me reciba?

—No lo creo. En el mejor caso te recibirá Franco, su segundo, formado en Múnich. Ahí puedes intentar subirte al carro. Tiene su oficina en la misma casona del Paseo Bulnes, cerca del palacio presidencial. ¿Y qué le vas a decir?

—Algo se me ocurrirá.

—Mira, Cayetano, me estás dando lástima. No pierdas más el tiempo. Si quieres sorprender al Conde, haz mejor lo que te voy a indicar ahora. Pero nunca, ¿me entiendes?, nunca, pase lo que pase, vayas a citarme, pues me hundes.

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