Capítulo 20
Arribaron al club de yates de Estocolmo poco antes de que cayera el crepúsculo. Extenuado por la noche en vela, Cayetano había dormido durante la travesía. En cuanto Vladimir detuvo el isjakt frente al muelle, el investigador se desperezó somnoliento y cruzó por el hielo hacia la cafetería, donde lo envolvieron el ambiente temperado, el aroma a café y una canción de Abba. Ordenó un au lait, pasó al baño y después llamó por teléfono a Kim.
—Qué bueno oírte —exclamó ella con voz temblorosa—. Anoche aparecieron dos tipos que necesitaban verte con urgencia. Hablamos en inglés. Parecen norteamericanos. Les dije que no sabía dónde estabas.
—¿Los recibiste en el apartamento?
—No los dejé entrar. Los atendí por citófono y les dije que tú no volverías. Insistieron mucho. Decían que te traían un paquete, pero yo los espié por la ventana cuando se marcharon y no portaban nada. Me dijeron que eran amigos tuyos. ¿Cometí algún error?
La noche se cernía sobre Estocolmo y el local vacío. La dependienta silbaba a ratos detrás del mostrador.
—Lo hiciste perfecto —dijo mordiéndose el labio inferior mientras se afinaba el bigote—. ¿Dejaron nombres?
—Jacinto y Miguel. Raros para ser gringos, ¿no? ¿Los ubicas?
—Para nada.
—Son fuertes, llevan abrigo largo y sombrero. Me dieron miedo desde lejos…
La descripción calzaba con la de los hombres que lo habían perseguido en el hotel Scandic. Miró a través de la ventana hacia la ensenada desierta, donde aún se vislumbraba la silueta del isjakt luchando contra los últimos resplandores del día.
Las cosas se complicaban y era probable que sus perseguidores, desanimados por su desaparición, denunciasen a la policía chilena, y, por ende, a Interpol, su paradero en Suecia. Era probable que ya dispusieran de su identidad falsa.
—¿Le contaste a alguien del hotel que yo estaba contigo? —preguntó.
Vio que la dependienta colocaba ante Vladimir dos tazas de café y sándwiches envueltos en plástico.
—Creo que Jan, el de la recepción, se enteró de que andas conmigo —reconoció ella afligida—. Hace tiempo que tiene interés en mí, pero yo no lo soporto. Siempre vigila mis pasos.
—Pues ya sabes quién les pasó el dato a esos señores.
—Por cierto, en la recepción dejaron un mensaje para ti —dijo ella—. De un tal Jerez. Quiere que te comuniques con él cuanto antes. Dejó un teléfono.
—¿Te lo dijo Jan?
—Sí.
—Déjame hasta ahí.
Ella guardó silencio al percatarse de lo que ocurría. Luego exclamó en tono angustiado:
—Ahora entiendo. Lo siento, lo siento de veras. ¿Y entonces? Necesito verte.
—Yo también, Kim, pero vamos por partes —repuso él tranquilizándola—. Si miras hacia afuera, ¿ves a alguien sospechoso o algún vehículo con gente dentro?
—La calle está desierta, y los automóviles estacionados, al parecer, vacíos —explicó ella después de un largo silencio.
—¿Y en el café de abajo?
—Le conté al dueño que me persiguen, y él me avisará si aparece gente extraña por allí.
—¿No tienes que volver al Scandic más tarde? —preguntó atusándose el bigote.
—No, por suerte. ¿Te espero?
—Iré para allá en cuanto termine de hablar con Jerez…