Capítulo 4
El Grand Hotel es una imponente construcción neoclásica de varios pisos con puertas de cristal y bronce y una amplia terraza techada que mira hacia el Báltico, el Palacio del Rey y el barrio medieval de Gamla Stan.
Un portero con sombrero de copa y largo abrigo burdeos le abrió teatralmente las puertas y Cayetano se encontró de pronto caminando bajo los chandeliers de cristal que arrancaban destellos a las columnas de alabastro y al piso de mármol.
—Soy un detective privado, vengo de Chile y necesito cierta información sobre un pasajero que se hospedó aquí —anunció en inglés al recepcionista, un señor de sesenta años con barba de chivo, traje decimonónico y gafas de marco metálico.
—¿Le ocurrió algo al distinguido pasajero?
Supuso que lo había alarmado de forma innecesaria. Dudó por unos instantes entre callar o contarle que días atrás habían asesinado en Santiago de Chile al ex pasajero, pero optó por lo primero. Supuso que la noticia impresionaría desfavorablemente a un ser acostumbrado a la seguridad de Estocolmo, a las noches invernales y a los paseos frente a las aguas ahora congeladas.
—Investigo por encargo de la familia del finado.
—¿Y de dónde dijo usted que viene?
Preguntaba con cuidado, como si Cayetano —o él mismo— fuese un huevo en peligro de quebrarse si elevaba el tono.
—De Chile.
Sin perder su actitud ceremoniosa, el recepcionista cruzó las manos enguantadas sobre la superficie marmórea de la barra, asumió una postura de filósofo existencialista y dijo:
—Me temo que yo no pueda serle de utilidad. Es preferible que converse directamente con el gerente del establecimiento. Se llama Ericsson, tiene el mismo apellido mío, pero no estamos emparentados. Tenga la bondad de esperar. El señor Bjorn Ericsson —ensayó una nueva sonrisa exculpatoria— también lleva mi nombre, lo que en este hotel genera a ratos ciertas confusiones. En Suecia muchos se apellidan Ericsson.
Ericsson, el recepcionista, se dirigió a paso de mayordomo hacia el teléfono situado a sus espaldas, pronunció unas palabras en sueco y volvió para anunciarle, mientras hacía sonar la articulación de sus dedos, que el otro Ericsson lo esperaba en su oficina del entrepiso.
Al entrar al despacho, Cayetano quedó consternado porque aquel hombre era idéntico al de la recepción, y la única diferencia la presentaba la vestimenta de traje claro y corbata de seda. Sospechó por unos instantes que se trataba del recepcionista disfrazado. Tras presentarse bajo su nombre falso, el detective tomó asiento.
—Cuénteme en qué podemos serle útil, señor Ciabatta —dijo el doble acomodándose al otro lado del escritorio—. Por lo pronto podemos hablar italiano, si lo prefiere.
—En realidad, no hablo italiano.
—Disculpe, juzgué por el apellido que lo hablaría.
—Prefiero el castellano.
—Entonces entendámonos en castellano. Yo estudié economía, pero antes de eso hice un doctorado en lenguas romances. Casi todos los suecos hablamos varios idiomas, porque el sueco no lo habla nadie —aclaró con sonrisita indulgente—. Y cada invierno paso un mes en mi casa de Mallorca, sí, en Mallorca. Definitivamente este frío sólo lo soportan los inmigrantes extranjeros.
El investigador intentó explicar en pocas palabras parte de la enrevesada historia que lo había empujado hasta Estocolmo, intuyendo que para la lógica rectilínea del alma nórdica resultaría bastante inverosímil.
—Con respecto a lo que me cuenta —dijo Ericsson después de reflexionar unos instantes con el ceño adusto y las manos enlazadas—, debo decirle que nada puedo decirle, y perdóneme la redundancia.
—¿Por qué no?
—Existe en Suecia una ley que prohíbe entregar datos sobre las personas, señor Ciabatta. Usted no es policía sueco, ni cuenta con autorización de nuestro gobierno para investigar aquí, y yo no puedo entregarle datos sobre ese o cualquier otro pasajero.
—Se trata de un crimen.
—Lo siento, no puedo ayudarlo.
Se sintió desfallecer. No podía resignarse a que el viaje de Valparaíso a Estocolmo terminara en ese callejón sin salida de la legislación sueca. Se llevó la mano a la chaqueta para extraer un cigarrillo. En cuanto Ericsson vio que asomaba una cajetilla, repuso alarmado:
—Espero que no vaya a tener la osadía de encender uno de aquellos objetos cancerígenos, pues me vería en la triste obligación de pedirle que salga de inmediato a satisfacer su adicción al frío.
—Disculpe, sólo me ejercitaba para más tarde —repuso Cayetano maldiciendo la intolerancia y volvió a guardar la cajetilla—. Le explicaba que se trata de un crimen…
—Como si se tratara de dos. La ley es la ley. Si quiere, se toma un aguardiente o come unos arenques ahumados, que están harto buenos esta semana, o se acerca al smörgasbord, todo a cuenta mía, ya que viene de tan lejos, pero de aquí no sale un dato sobre nadie.
—¿Esa sería su última palabra?
—Mire, señor Ciabatta, yo sé que en América Latina las regulaciones de la ley van cambiando en la medida en que la gente conversa —dijo sonrojándose—. Pero aquí eso no ocurre y por eso, entre paréntesis, estamos como estamos. No se haga ilusiones. Si logra esta tarde que el Parlamento modifique la Constitución, entonces vuelva mañana con el diario oficial como testimonio y le doy los datos que necesita y doble ración de arenque y galletitas Vasa, que, por cierto, debería probar, pues no suben el colesterol.
Resonaba demasiado convincente e insobornable, pensó Cayetano. ¿Cuántas coronas habría que ponerle sobre la mesa para que cambiara de actitud? Admitió que se trataba de una especulación improductiva, porque no tenía dinero ni para invitarlo a una vuelta en trineo por el Malären.
Salió del despacho amargado, convencido de que se le escapaba la única posibilidad de dar con la pista que podría guiarlo a los contactos de Agustín en Estocolmo. Bajó en el elevador, cruzó el lobby entre el amoblado clásico y la refulgente vidriera de una joyería, y se encaminó a la salida, donde el gigantón de copa y librea le abrió solícito una de las puertas.
Recién ahí se acordó de la sugerencia de Kim Ruz.
—¿Dónde puedo ubicar a Bo Johansson? —preguntó al portero.
—¿Bo Johansson? Pues muy fácil. Ese soy yo.