Capítulo 2
Cuando la nave aterrizó en Arlanda, un aeropuerto perdido entre lagos congelados e interminables bosques cubiertos de nieve, eran las tres de la tarde y el sol se hundía en el horizonte sumiendo a Escandinavia en las penumbras. Acompañado sólo por el eco de sus pasos, Cayetano Brulé cruzó los pasillos y alcanzó las casetas de inmigración.
Una oficial de aspecto severo examinó con detención las hojas del pasaporte, y Cayetano tuvo la sospecha de que fotocopiaba algunas.
—¿Motivo del viaje? —preguntó ella fríamente, en perfecto español.
—Turístico.
—Yo en esta época no vendría a Suecia ni aunque me pagaran.
Afuera nevaba tupido y había diez grados bajo cero y, pese a los calzoncillos largos, el gorro, el abrigo y los guantes, tuvo la sensación de que estaba en pelotas, tal como se lo había pronosticado Peter Blumen en Pudahuel, porque el frío se le coló en un santiamén hasta el alma. No le quedó más que resistir, temblando de pies a cabeza, en la larga cola de pasajeros que aguardaban taxi.
Le tocó al fin un Volvo negro de doble largo deliciosamente calefaccionado. El chofer, un viejo hermético, condujo a toda velocidad por la autopista nevada escuchando una sinfonía de Jan Sibelius y lo dejó frente al hotel escogido por el MRA, el Scandic, una construcción moderna de concreto y cristales, semejante a una caja de zapatos, que se alzaba, contaminando visualmente el magnífico centro antiguo de Estocolmo, entre el Parque del Rey y la plaza Stureplan.
La ciudad, o lo poco que de ella había visto, le resultó fascinante por el trazado claro y limpio de sus calles y la armonía que reinaba entre las fachadas neoclásicas. Era un mundo sin rascacielos ni grandes atochamientos, de acogedoras tiendas pequeñas iluminadas con velas, una ciudad más bien apacible, de conductores gentiles y transeúntes abrigados y afables, que parecían disfrutar la nieve.
Tal como lo suponía, su cuarto y el de Lourdes estaban debidamente reservados. Pero Lourdes aún no llegaba. Ya en la habitación, desde cuya ventana se divisaba el Parque del Rey, sacó del minibar una botellita de ron Bacardí, encendió un cigarrillo y se recostó en la cama a observar cómo nevaba. Nunca había visto una noche cerrada a las cinco de la tarde. Los copos caían recortándose contra la luz amarilla de los faroles de la calle. En Valparaíso debían ser las once de la mañana, hora en que él acostumbraba servirse un café en el Bosanka mientras leía el diario y lanzaba miradas furtivas a las mujeres que pasaban.
Aspiró el humo del cigarrillo con nerviosismo, temiendo que Lourdes hubiese sido secuestrada y apareciese muerta en Buenos Aires. No le quedaba más que esperar. Algo había salido mal. Los casos de Agustín y del Mexicano demostraban que sus perseguidores eran capaces de cualquier cosa. Volvió a llamar a la recepción para preguntar por la cubana.
—No, la señora Cisneros no se ha registrado —informó el recepcionista en inglés.
Lo peor era que poco antes, al llamar al teléfono que Blumen le había entregado como contacto en Estocolmo, no atendía el tal Jerez, sino una contestadora en sueco. Se reprochó haber confiado en una red clandestina manejada tal vez por ineptos. ¿Debía comunicarle a Blumen lo que ocurría o esperar un día más? Estaba a punto de llamar al hombre del MRA, cosa que él le había sugerido hacer sólo en caso extremo, cuando sonó el teléfono.
Era precisamente Blumen. Quería saber cómo había llegado. Junto con su voz le llegaron ladridos lejanos de perros. Seguro Blumen disfrutaba una Becker mientras leía a Gramsci o a Marta Harnecker al aire libre, imaginó con envidia al ver la barredora de nieve que cruzaba con estruendo de blindado frente a su ventana.
—¿Cómo que ella no ha aparecido? —exclamó Blumen. La comunicación era tan nítida como si Peter se hallase en el Palacio Real, circunstancia difícil de imaginar, por cierto, en un personaje revolucionario y republicano como él.
—Como lo escuchas. No ha aparecido.
—¿Le avisaste a Jerez?
—Allí sólo contesta una grabadora en sueco y no me atreví a dejar mensaje.
—Carajo. Ármate de paciencia, no desesperes. Piensa en Fidel y Ho Chi Minh.
—Ya te dije que a ustedes las cosas siempre terminan por salirles mal, Peter. Tienen partida de pura sangre y llegada de burro.
Un nuevo escándalo de quiltros porteños le alcanzó por la línea en ese cuarto tan aséptico como una farmacia. Sorbió de la botellita desconcertado.
—Vamos, cálmate, viejo, que no es para tanto. Has cruzado el mundo entero y aún estás bajo nuestra protección. La mejor prueba es este llamado. Ya verás cómo el contacto se reactiva localmente.
—¿Y Lourdes?
—Déjame ver cómo la ubico, pero no te inquietes, tenemos todo bajo control, bajo nuestro control. Estás en manos inmejorables. Cálmate, cambio y fuera.