Capítulo 14
Dos días más tarde, conduciendo un oxidado Volvo azul, Vladimir Lobos recogió a Cayetano Brulé en la puerta del edificio de Kim. Viajarían en isjakt hacia la isla que Agustín Lecuona había visitado meses atrás. Era una mañana perfecta, el cielo resplandecía limpio y el frío seco hería los pulmones. Brulé y Lobos habían acordado los detalles la tarde anterior en un pequeño local del Södermalm, donde servían un café detestable.
Cayetano vestía como para una expedición polar: ropa interior térmica, botas y mono para la nieve. Además, Kim le había conseguido guantes diseñados para el espacio y un pasamontañas que sólo le dejaba libre los ojos, los que a su vez se protegería mediante un visor.
—Habrá quince bajo cero —había anunciado Lobos el día anterior en el café—, pero con el viento la sensación térmica será de treinta bajo cero.
En la víspera el capitán no consideraba conveniente aceptar la misión de Cayetano. Si el detective moría durante el viaje, tendría que asumir la responsabilidad legal y hasta podría perder la licencia como navegante. En realidad, le parecía riesgoso embarcar en el velero en medio del invierno escandinavo a un latinoamericano sin experiencia ártica y cruzar las vastedades congeladas del Báltico. A gran velocidad y bajo aquella temperatura, resultaba difícil imaginar la reacción del cuerpo del investigador. En ese mar no había vuelta atrás: se sobrevivía el periplo o se moría congelado en el intento.
—Le pagaré por adelantado —prometió Cayetano mientras se calentaba las manos con la taza—. Si me congelo, usted se quedará igual con sus dólares.
La noche anterior, tras el acuerdo con Vladimir, Cayetano había cenado con Kim en el Alex, un restaurante exclusivo, del red-set estocolmino, para celebrar el cobro del cheque, que ascendía a diez mil dólares y que la sueca depositó en su cuenta del Skandinaviska Enskilda Banken. Como de costumbre, habían terminado la jornada recorriendo los bares del Gamla Stan.
Y ahora abordaba el auto de Lobos cargando toda la parafernalia térmica. Media hora más tarde, el Volvo se aproximó a los muelles de madera del club de yates, donde los recibió un espectáculo de belleza conmovedora: el Báltico congelado refulgía como espejo entre los islotes mientras el sol, una cresta de gallo equilibrada sobre las copas de los abedules, teñía de ocre el cielo abovedado.
El isjakt, más frágil de lo que había supuesto, permanecía junto al muelle con las velas plegadas. En verdad se reducía a un par de maderos apernados, el mástil y dos asientos sin respaldo.
—Así, como usted lo ve —explicó Vladimir mientras se calzaba los guantes—, no hay nadie que dé un centavo por él. Me acusan de suicida por navegarlo, pero nunca me ha dejado mal.
Le entregó al detective una mochila con galletas, un termo, una botellita de vodka y una muda de ropa en una bolsita de plástico inflada y luego le colgó al cuello un silbato y unas garras de metal.
—Por si se quiebra el hielo —advirtió Vladimir—. Las garras son para aferrarse al hielo y salir del agua, y la bolsita sirve como flotador. Una vez fuera de peligro, debe cambiarse de inmediato la ropa, de lo contrario lo matará la hipotermia.
—¿Y el pito? —preguntó Cayetano examinándolo con sus manos enguantadas.
—Para pedir ayuda.
—¿Y usted cree que alguien nos va a escuchar en medio del Báltico?
—Si quiere que le sea franco, le diré que en caso de que ceda el hielo, ni la sirena de un faro nos ayudará a conseguir auxilio. Pero son las reglas del juego y hay que cumplirlas. ¿Ve a esos que patinan en la lejanía?
Miró hacia donde le indicaba Lobos y divisó unos palotes ínfimos sobre el hielo, a medio camino entre ellos y unos islotes.
—Toda esa gente carga su bolsita, sus garras y su pito. Es un acto de fe. Pero dejémonos de pendejadas y zarpemos. Debemos arribar a la isla antes de que caiga el sol.
Tras decir esto, Vladimir desplegó las velas y la nave echó a andar con un silbido que a Cayetano le infundió un sentimiento de ingravidez. Y en cuanto la nave alcanzó cierta velocidad envuelta en el silencio y la luz escuálida, el frío empezó a colársele por el buzo térmico.
Fue entonces que volvió a preguntarse qué diablos hacía sentado en esa silla que se deslizaba por el archipiélago si a esa hora en Valparaíso el sol comenzaba a entibiar su despacho, las butacas del Bosanka y las tortuosas calles que culebrean hacia los cerros. ¿Quién lo había metido en ese zapato chino? Recordó los textos de teoría literaria de Lourdes, las afiebradas especulaciones sobre ficción y realidad de los literatos, y se estremeció. ¿Y si todas sus vicisitudes brotaban de la imaginación de un escritorzuelo insignificante y él no era nada más que un personaje de ficción en una extensa novela policial? ¿Y si debía su existencia simplemente a la voluntad arbitraria de alguien que se valía de apuntes, un teclado, y un tazón de café au lait para redactar esa trama sin fin de la cual no tenía escapatoria? Llegó a suponer que el crimen de Lecuona, la muerte del Mexicano, la misteriosa actitud de La Casa e incluso la persecución de los desconocidos, podían ser resultado de la fantasía de un escritor anónimo, borrachín y angustiado por las hemorroides. Tuvo que pensar en el escritor que había divisado en el Doble F conversando con el embajador chileno, habría jurado que él lo había observado con una sonrisa burlesca y aire arrogante, como si lo conociera. ¿Por qué? En el fondo todos los escritores eran crueles porque estaban acostumbrados a jugar con los destinos de sus personajes.
—Hay buen viento —dijo de pronto Vladimir arrancándolo de sus elucubraciones. Se lo agradeció, quizás el frío lo estaba enloqueciendo—. A esta velocidad deberíamos llegar en dos horas a nuestro destino.
El velero se internaba mar adentro, entre los islotes, lo que lo indujo a preguntarse qué haría si el hielo se quebraba bajo el isjakt. No había nadie a la vista en el Báltico, sólo los manchones de bosques cubiertos de nieve y arriba el cielo rayado a trechos por la estela de los aviones. De no ser por el silbido del viento y el flamear de las velas, aquello habría parecido una fotografía.
—¿Por qué usted no quiso regresar nunca a Chile? —gritó Cayetano.
—Volví una vez a Chile —repuso Lobos—. Pero no pude adaptarme.
No era fácil acostumbrarse a seres que habían sido sometidos a diecisiete años de dictadura, afirmó el capitán. Resultaba imposible comunicarse armónicamente con compatriotas que desconocían la tolerancia y la diversidad. Eso creaba un abismo insuperable, un exilio permanente. El retorno era un mito, sólo se retornaba a lo que se conocía, y el Chile de antes había desaparecido. Sí, él era hoy un nostálgico, un convencido de que todo Chile pasado había sido mejor.
—Quizás hasta la izquierda vivía, en cierto sentido, mejor bajo Pinochet —gritó Cayetano—. Entonces enarbolaba sus banderas con orgullo y autenticidad, y confiaba de lleno en sus proyectos.
No pudieron seguir conversando porque el viento y el frío se los impidió. Viajaron largo rato contemplando en silencio bajo una luminosidad exigua, que infundía un sentimiento de desamparo. A Cayetano lo sobrecogió el recuerdo del doctor Müller y de la mancha en su pulmón, porque sintió que la muerte estaba próxima. Cerró los ojos, extenuado, mientras los patines de la nave resbalaban sibilantes y vertiginosos.
Despertó mucho después, cuando Lobos replegaba las velas. Cayetano se irguió teniendo cuidado de no resbalar y el capitán le ofreció un trago de vodka y chocolate, lo que lo hizo revivir. El sol comenzaba a sumergirse detrás de los pinos y abedules, y el silencio horadaba los oídos.
—¿Y dónde estudió navegación? —preguntó, impresionado por el talento de Lobos para orientarse sin brújula.
—En verdad, estudié literatura, y cuando me di cuenta que no iba a poder vivir de ella, me dediqué a asuntos reales, como a ser chofer de taxis o de autos de embajadores latinoamericanos.
Con que estaba ante otro literato. Era impresionante la cantidad de gente que estudiaba literatura en el mundo. Sí, afirmó Lobos, era mucha la gente. Terminaban como docentes y críticos literarios. La literatura no se enseñaba y la crítica no era más que una ficción parasitaria, que florecía a la sombra de poemas y relatos, una forma supuestamente diferente de escribir textos de ficción.
—Mandé todo al carajo cuando me di cuenta de que en la universidad estábamos escribiendo ensayos más extensos que las novelas que analizábamos —precisó sin dejar de examinar las velas—. Y ahora mejor nos olvidamos de las teorías, que si la oscuridad nos sorprende antes de llegar a la isla, nos jodemos.