Capítulo 28
El hombre encargado de la documentación clandestina del MRA llegó al día siguiente a las diez de la mañana en punto, cuando Cayetano leía noticias inquietantes sobre su persona en los diarios. Peter Blumen había salido a comprar pan, mortadela y huevos para el desayuno.
—No se preocupe —advirtió Lorenzo—, le voy a tomar la foto tal como usted es. Aunque sería recomendable que se peine los bigotes y limpie las manchas de grasa de los cristales, que no me explico cómo ve.
—¿Y usted cree que si me peino los bigotes cambio mucho? —preguntó el detective ordenándolos con un cepillo que encontró a mano—. Me deben tener circulando por todo el país a esta hora, aunque le juro que mucho no me entusiasma cambiar de aspecto. De camaleón nada tengo.
—Lo único importante es que el pasaporte y el carnet de identidad sean más auténticos que los impactos de bala de La Moneda. Lo demás, mi amigo, no me interesa. Nosotros estamos aquí como los peluqueros y los taxistas, para servir y callar.
A Cayetano le parecía arriesgado recorrer la ciudad o atravesar fronteras bajo su aspecto usual; una nueva apariencia, en cambio, pensaba, le permitiría despistar por cierto tiempo a sus perseguidores. Lorenzo lo invitó a sentarse en el bañito con la cortina de la ducha como telón de fondo, le maquilló el moretón del pómulo, causado por la golpiza del sauna, y lo retrató con una cámara que llevaba en un maletín de gásfiter. Luego desarrolló la foto, la secó utilizando un secador de pelo y la adhirió a un pasaporte chileno. Sin decir palabra, concentrado en lo que hacía, extrajo timbres de goma del Gabinete de Identificación y los estampó en un orden preestablecido.
—Ahora pongámonos a viajar —sugirió. Era uno de aquellos chilenos delgados, pálidos y lógicos, de pelo lacio y negro, capaces de decir cosas asombrosas sin inmutarse—. ¿Ha visitado Buenos Aires?
Mientras Cayetano mencionaba los países que había recorrido, Lorenzo fue estampando nombres de aeropuertos y fechas, teniendo la precaución de que los periplos coincidiesen desde el punto de vista geográfico y temporal.
—¿Y con este aspecto pasaré por inmigración? —preguntó el investigador.
—A los oficiales sólo les interesa el número de pasaporte y la pantalla para averiguar si el documento circula como robado o su portador tiene orden de arraigo, mi amigo. El resto les importa un comino.
—Creí que eran rigurosos, que por lo menos le miraban a uno la cara.
—Ni ellos lo saben, es una deformación profesional —agregó Lorenzo timbrando las páginas del documento—. Los únicos que controlaban pasaportes como corresponde era la inmigración de los países socialistas, en especial los del regimiento Felix Dzerjinsky, en Alemania Oriental, y eso se acabó, como sabe.
—Dedicaron demasiado tiempo a controlar documentos y poco a la gente.
—Supongo que usted, con su pasado, no querrá ocultarse en Cuba, mi amigo —observó Lorenzo al descartar un timbre—. Aunque allá las cosas han cambiado mucho, y hoy un dólar tira más que una yunta de bueyes. ¿Me dijo que Madrid también es patio conocido? Con los españoles hay que tener cuidado, se convirtieron en hijos de puta desde que se creyeron el cuento de que también son europeos.
Llevaban una docena de destinos turísticos impresos en el pasaporte extendido a nombre de Inocencio Ciabatta, cuando la puerta de la vivienda se abrió violentamente e ingresaron Peter Blumen y un hombre bajito, de frondosa cabellera colorina y anteojos oscuros, con aspecto de moscardón.
—¿Conocen a este tipo? —le preguntó Peter a Cayetano mientras Lorenzo envejecía el sello del aeropuerto Charles de Gaulle de París con una goma.
—Primera vez que lo veo —dijo Cayetano, pero el aspecto del desconocido le hizo recordar a un actor secundario de JFK.
—Pues te equivocas —aclaró Peter y soltó una carcajada mientras despojaba de las gafas y la peluca a su acompañante.
—¡Coño, compay, si eras tú! —exclamó Cayetano abrazando emocionado a Suzuki—. ¿Y a qué se debe tanto disfraz si es a mí a quien buscan?
—Decidí retocar al chino por si lo seguían.
—Cuidado y más respeto, que de chino tengo lo que usted de paquistaní —advirtió Suzuki—. Soy samurai a mucha honra, descendiente de japonés. No confunda los nigiris con el chao-mein.
—Da lo mismo, chino, en este país los asiáticos, sean coreanos, japoneses, camboyanos o vietnamitas, son todos chinos, y los árabes todos turcos —aclaró Peter—. Es parte de nuestra idiosincrasia, el simplificar las cosas. Lo importante es que te trajimos hasta aquí sin inconvenientes, cosa meritoria, porque los pacos y los tiras andan desesperados tras Cayetano.
—Me alegra verte, Suzukito —comentó el detective mientras palmoteaba al secretario en el hombro—. ¿Cómo te trajo este Peter?
—Esa es una historia de varios capítulos, jefe. Me hicieron subir a dos taxis, me pasearon un rato por Valparaíso y Viña del Mar, y por último Peter me llevó a un supermercado y me condujo hasta aquí. Difícil que alguien se haya tomado la molestia de seguirnos.
—¿Y la peluca?
—Me la endilgaron antes de bajarme del primer taxi. En el segundo me agregaron las gafas. ¡Flor de disfraz! Ahora sólo me falta que me llamen Bernhard von Zuzucken.
—A veces las medidas pueden parecer exageradas, pero no lo son, muchachos —aclaró Peter Blumen antes de retirarse a la cocina a colar café, seguido de Lorenzo, quien había sellado, mediante una vela y una plancha, el carnet de identidad y el pasaporte.
—Para qué te voy a mentir, Suzukito: te ves mejor con peluca y calobares —comentó Cayetano cuando quedó solo con su ayudante—. ¿No has pensado en dejártelos en forma permanente? Llegarían seguro más clientes al Kamikaze.
Suzuki prefirió entregarle los mensajes que traía de Investigaciones: primero, los agentes habían registrado tanto la casa como la agencia; segundo, afirmaban que las balas halladas en el cuerpo del Mexicano correspondían al arma inscrita a nombre de Cayetano y, tercero, exigían que se entregase cuanto antes a las autoridades, quienes le garantizaban un trato justo.
—Si me entrego, me emparedan —afirmó Cayetano. Luego, cambiando de tono, preguntó—: ¿Y no has sabido de Margarita?
—Me llamó ayer para decirme que estaba al tanto de todo y que ya se lo había advertido lo suficiente, que lo mejor era que abandonara esta profesión, pues iba a terminar peor de lo que ya estaba.
—Haciendo leña del árbol caído, la desalmada. Ya me cansó definitivamente. Me quiere como simple marioneta.
—Y está con sangre en el ojo, jefazo. Los ratis le contaron que usted anda con una cubana muy bonita para ver si le soltaban la lengua.
—Es Lourdes, ¿qué has sabido de ella?
—Hablamos en la agencia antes de que Peter me fuera a buscar. Está a la espera de lo que usted le oriente. ¿Sabe, jefe?
—¿Qué?
—Esa mujer está muy bien —dijo Suzuki deleitado por la evocación—, y seguro que pinta para usted.
—¿Quieres decir que ese huevo quiere sal?
—Quiere sal, jefazo. Créame, yo sé mucho de amores, me conozco el Kamasutra al revés y al derecho, y no me pierdo los consultorios sentimentales de los diarios. El amor, jefazo, es pura psicología, y usted hechizó a Lourdes.
Cayetano encendió un Lucky Strike divertido por el mensaje. No era el momento de pensar en requiebros amorosos, desde luego, pero Suzuki tenía la virtud de reanimarlo y contagiarlo de vitalidad, cosa que a esa hora le agradecía.
—¿Alguien más apareció por la agencia, Suzukito?
—Dos tipos bastante raros. Grandotes, bien vestidos, con aire misterioso.
—¿Como de las películas de Humphrey Bogart?
—Le faltaban sólo los sombreros de ala ancha, jefazo.
Supuso que eran los sujetos que lo habían amenazado en la estación COPEC y visitado en casa.
—¿Qué dijeron?
—Que lo buscaban para encargarle una investigación.
—¿Te dejaron señas?
—Anunciaron que lo llamarían, mejor, así que no se inquiete. Pero, jefe, no se olvide de Lourdes. ¿Quiere mandarle a decir algo con este pechito?